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En la trinchera de la urgencia

Los enfermos de hepatitis C cumplen un mes encerrados en el Doce de Octubre | Se les escapa la vida a la espera de que les concedan el tratamiento

Francisco Apaolaza

Sábado, 24 de enero 2015, 16:14

Media docena de esterillas con sacos de dormir, un portátil, dos mesas, un microondas, tres neveras de poliespán, media docena de barras de pan, unas latas de refrescos y un tupper con dulce de membrillo es el discreto armamento con el que se sobrevive en las trincheras de la urgencia. Pintados en cartones, en las paredes cuelgan versos y demandas como si al ponerlas en papel fueran a cumplirse antes. Alguien ha ido apuntando en un folio los días y las noches que llevan allí: 33. El hall del edificio del Hospital Doce de Octubre de Madrid se ha convertido en el epicentro de una campaña gigantesca para que los enfermos de hepatitis C accedan a los nuevos, efectivos y costosísimos tratamientos contra una enfermedad que se les ajusta al cuello como una soga. Los miembros de la Plataforma de Afectados por la hepatitis C son decenas. Quizás cientos. Ni siquiera lo saben ellos. Y ya han caído tres. Fuera, en el mundo real de un Madrid asediado por el humo de los coches, son las ocho de la tarde, pero allí dentro el tiempo tiene otra medida. Sus relojes, en lugar de doce horas, marcan doce muertos al día (en toda España por el virus) y esa prisa es mucha. Demasiada.

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Nieves Sánchez Mendieta tiene 61 años y con 47 le diagnosticaron la muerte silenciosa contra la que no han podido tres tratamientos que a punto han estado de matarla. Toma unos comprimidos que reducen el ritmo de su latido para no empeorar los problemas circulatorios. Con uno solo de esos, un adolescente tímido podría dar un discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas. Ella se mete ocho al día y por eso, a veces, se mueve como si estuviera ebria. Vive con presión en la vena porta porque la sangre no pasa por su hígado. Sufre varices esofágicas, cirrosis avanzada con dos tumores y decenas de efectos secundarios. Todo eso significa que está en fase F4; la última. Vive como si condujera por un camino de baches con una granada de mano bailando en el maletero. En cualquier momento, bang: se puede descompensar, dejar de funcionar su hígado, llenarse su abdomen de líquido como si fuera un globo de agua y fallecer. Entre la gresca de voces y ruido de cubiertos de la cafetería del hospital se asoma a los horizontes infinitos de la resignación. «Te llegas a hacer a la idea de que te mueres. Lo malo es saber que te puedes salvar con una pastilla y que no te llegue. Esa rabia es insoportable. Me está comiendo por dentro», comenta mientras se traga un llanto que a punto está de romperse como una presa.

Como otros miles, comenzó a acariciar la esperanza cuando en la primavera pasada aprobaron dos medicamentos, Sofosbuvir y Simeprevir, con un porcentaje de curación del 90% de los enfermos tratados y unos efectos secundarios muchísimo más bajos que los ciclos de interferón, largos, tremendamente dañinos y en muchas ocasiones, sin efecto. Son 24 días de tratamiento suave contra doce meses de tortura y la última esperanza de muchos.

«¿Y si soy la 7.001?»

A estas alturas de la película, la polémica es bastante conocida, pero en resumen, los dos tratamientos que en ocasiones han de tomarse juntos tienen un precio enloquecido de venta de entre 25.000 y 45.000 euros por paciente, con lo que su llegada al enfermo se eterniza. Además de ser prescritos por el médico, tienen que ser aprobados por el hospital y la comunidad autónoma de turno. A Nieves se lo prescribieron hace meses y hoy no hay noticia. «Esto tarda mucho. Lucho con todas mis fuerzas, pero ya no sé cuántas me quedan. No puedo ver las noticias porque me pongo peor. Cada día los políticos nos dicen una cosa: primero, que iba a haber medicinas para todos. Después que para los que la tuvieran prescrita por un médico. Más tarde nos dijeron que no querían que nos automedicáramos... Y ahora que habrá para 7.000. ¿Y si yo soy la 7.001?». Nadie sabe quién será el 7.001. De momento y a la espera de un registro de enfermos definitivo, se sabe que en España hay entre 480.000 y 760.000 infectados por el VHC, 30.000 de ellos graves que necesitan la nueva medicación. La llegada de los tratamientos supone una revolución médica y un reto gigante para el sistema.

«La cuestión es dónde se pone la línea». Rosario del Barco soporta como puede la noticia que le acaban de dar. Su hija Susana Parras lleva en tratamiento desde los 13 años y tiene 37. Es pequeña, sufre una ligera discapacidad por problemas en el parto, se le ha caído el pelo y en algún momento que otro le han dado de lado hasta sus hermanos. Está en F4. Le han trasplantado dos veces el riñón y ahora espera trasplante de hígado y de riñón. No le han concedido tratamiento alguno. No ahora. Le acaban de dar el no y Rosario, que esperaba trasplantar solo el riñón de Susana y curar el hígado, se sienta entre la febril actividad de los demás con mirada ausente. Como si no pudiera más, o ya no estuviera allí. «No logro entender quién o qué impide a los que mandan sacar el dinero y pagar. Ahora dicen que van a formar un comité que tardará meses Si pudiera, atracaba la farmacia del hospital. No sé qué va a pasar, pero yo estoy en tratamiento psiquiátrico. No puedo ver sufrir más a mi niña y a veces pienso en quitarnos la vida las dos». En la mesa de la cafetería se hace un silencio denso como el plomo. Se entiende que en el hall del hospital la paciencia sea un bien escaso. No pueden dar tiempo a la Administración, no lo tienen. Pedirles paciencia es como exigirle agua a un muerto de sed. «Aquí pasan muchas cosas. La gente se apoya mucho. Cuando alguien dice No puedo más todos le animamos. Esto es una terapia», explica Eva Martín, trabajadora social que lleva un mes acudiendo a este curioso espacio al que se acercan enfermos venidos de todo el país para preguntar sus dudas, para unirse o sencillamente para hablar de su problema. Su marido, monitor de deporte, llevaba 30 años enfermo, aunque se enteró en 2014. Los tratamientos no han funcionado, pero el lunes le concedieron las medicinas. «Algunos médicos confiesan que no quieren prescribirlo porque les presionan mucho y pueden perder su trabajo. La otra opción es que les denunciemos y entonces, en lugar de perder el trabajo, igual pierden la licencia».

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Por la tarde, Eva cumple turno de asesoría. Siempre hay alguien para atender al que llega. Carmen, hermana y tía de enfermos, hace cola para preguntar si no es posible que España rechace la patente de los medicamentos como hizo India para producirlos a bajo coste. «Vengo aquí a preguntar. No hay derecho a que pase esto».

50 roscones de Reyes

Cada día se asigna una tarea a cada uno y se componen las comisiones que se llenan de una marea de camisetas rojas. Los hay que se encargan de la limpieza, otros de preparar la querella a Sanidad, otros asesoran a enfermos y familiares, hacen pancartas, venden merchandising, recogen firmas Eva no sabe muy bien cómo llega la cena o el desayuno hasta allí. En muchas ocasiones son los trabajadores del hospital quienes les llevan viandas. En Navidad llegaron medio centenar de roscones de personas anónimas. Cada uno o está enfermo o tiene alguien a quien atender, así que se turnan para pasar las noches. Se acuestan a las doce y se despiertan antes de las siete de la mañana para no molestar a los usuarios del hospital.

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Toda esa potencia humana ha conseguido lo inimaginable: colarse en la agenda del país. Por ahí han pasado Pablo Iglesias (que les recibirá en los próximos días en Bruselas), Pedro Sánchez y casi todo el elenco político. Para algunos, esa exposición a los medios y los apoyos de partidos de la oposición suponen una politización excesiva de un problema de sanidad, pero la fuerza de su palanca es formidable. Con todo, quizás lo más importante sucede dentro del hall, cuando en mesas improvisadas, extraños que no se han visto en su vda comparten sus miedos, pero sobre todo sus esperanzas. «Algunos salen del armario aquí -reconoce Eva- pues no le habían contado nunca a nadie lo que les pasaba. Ni siquiera a sus hijos». A falta del medicamento, tienen alguien con quien hablar y espantar la cifra maldita: 7.001.

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