Francisco Apaolaza
Domingo, 25 de enero 2015, 16:28
Es posible que entre el episodio del Becerro de Oro que cuenta la Biblia y la matanza yihadista perpetrada hace un par de semanas en París haya más cosas en común de las que a primera vista cabría esperar. Recordará el lector que los judíos que habían escapado de Egipto aprovecharon la ausencia de Moisés para fabricar un ídolo con forma bovina y adorarlo dando así la espalda a Yahvéh. El incidente revela la profunda desconfianza de las primeras religiones monoteístas hacia cualquier imagen. Hacerse un hueco en culturas de tradición politeísta en las que cada dios era reproducido hasta la saciedad en esculturas, pinturas y amuletos requería en primer lugar poner toda esa imaginería en cuarentena. Es por eso que el judaísmo primero y más tarde el primitivo cristianismo recelan de cualquier representación de la deidad.
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«No habrá para ti otros dioses delante de mí. No harás escultura ni imagen alguna (...) No te postrarás ante ellas ni les rendirás culto, porque yo Yahvéh, tu Dios, soy un Dios celoso». La advertencia del Éxodo no puede ser más explícita. Los judíos han dado continuidad al precepto y lo han hecho llegar a nuestros días. El cristianismo, en cambio, aprovechó el misterio de la Encarnación (la conversión de Jesús en la imagen de Dios) para abrir las puertas a la representación de la deidad bajo apariencia humana. No fue una decisión fácil y requirió casi ocho siglos de cocina. Fue el Concilio de Nicea el que lo justificó en 787 bajo el argumento de que «el honor tributado a la imagen va dirigido a quien está representado en ella».
Por aquel entonces Mahoma ya había entrado en La Meca (año 630) y destruido los ídolos que representaban a los variados dioses que se adoraban en la ciudad antes de su llegada. Heredaba de esa forma el espíritu iconoclasta de las otras dos religiones monoteístas. En el Corán, sin embargo, no hay advertencias tan explícitas contra las imágenes como las que se recogen en el Talmud o la Biblia. «El Islam no prohíbe las representaciones antropomórficas y zoomórficas, eso es una patraña que no consta en ninguna parte», explica el profesor Emilio de Santiago, uno de los más reconocidos arabistas españoles, que recuerda que en la Alhambra granadina se pueden ver figuras tanto de animales (Patio de los Leones) como de personas (Sala de los Reyes).
Es una evidencia que la iconografía islámica remite por lo general a la caligrafía, a la geometría y a filigranas del mundo vegetal a la hora de ornamentar edificios o adornar manuscritos. La cultura islámica, sin embargo, bebe de muchas fuentes y por eso no hace falta escarbar demasiado para encontrar imágenes del mismísimo Mahoma. «Tanto en miniaturas persas como turcas, dos culturas ajenas a la tradición árabe, se pueden ver representaciones del Profeta hasta bien entrado el siglo XVIII», abunda el arabista español, que precisa que la única peculiaridad de esas imágenes es que su rostro «aparece siempre velado por un respeto reverencial hacia su figura».
Acecho a un puesto
El editor Manuel Moleiro, especializado en la reproducción de códices medievales , tiene en su catálogo una publicación que mandó hacer en 1582 el sultán Murad III, un contemporáneo de Felipe II que estuvo al frente del Imperio Otómano. Su título, Libro de la Felicidad, es toda una declaración de principios que contrasta con el carácter oscurantista al que se asocia en occidente el islamismo por la influencia de los integristas. El sultán lo encargó como regalo a su hija favorita en vísperas de su boda. «En uno de los dibujos -precisa el editor- se le ve retratado en todo su esplendor junto a dos envases que algunos especialistas aseguran que solo pueden contener vino, algo que sería impensable hoy en día». La publicación reproduce también una imagen de la tumba del Profeta, otro motivo que podría resultar censurable según los parámetros de la sensibilidad islamista contemporánea.
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El Libro de la Felicidad, hecho por encargo de la máxima autoridad del islamismo hace más de cuatro siglos, no obtendría probablemente hoy el visto bueno de los guardianes más celosos de la doctrina del Profeta. «Hace un par de años pusimos un ejemplar en nuestro puesto de la Feria del Libro de Londres y nos dimos cuenta de que estaban todo el rato pasando jóvenes que miraban el libro con gesto de reproche. Eran iraníes y uno de ellos le dijo al encargado del puesto que el códice representaba una ofensa al Islam. Me telefonearon desde el stand y me dijeron que iban a cerrar porque tenían miedo, así que les dije que hicisen lo que creían que tenían que hacer y bajaron la persiana». Moleiro tampoco tiene intención de exhibir el ejemplar en una próxima cita editorial que se celebrará en Bélgica «por un elemental sentido de la prudencia».
¿Qué ha pasado para que se haya producido semejante involución en el islamismo? ¿Por qué lo que se podía reproducir sin problemas hace tres o cuatro siglos es hoy motivo de rechazo en algunos sectores de la comunidad musulmana? «Hablamos de la yihad, que no es una religión sino un movimiento fanático y ya se sabe que intentar buscar la lógica en actuaciones alentadas por el fanatismo no conduce a ningún sitio», aclara el arabista Emilio de Santiago. El veto a la reproducción de la figura del Profeta, añade el especialista, fue tomando cuerpo en interpretaciones posteriores al Corán. Algunos hadith, una suerte de explicaciones a pie de página del Corán, se contagiaron del espíritu iconoclasta del judaísmo, su referencia simbólica más inmediata, de forma que la prohibición se propagó entre todos los creyentes sin llegar a hacerse explícita en ningún cuerpo doctrinal. «Es una religión ecléctica que carece de metafísica y que no tiene un orden lógico para la cultura occidental», observa De Santiago.
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«El problema no es la imagen de Mahoma, sino el mal uso de la imagen de Mahoma», opina Mounir Benjelloun, presidente de la Comisión Islámica de España. «Hay una gran diferencia entre hacer un dibujo respetuoso y una caricatura que hiere las creencias de miles de millones de creyentes». Lo primero, añade Benjelloun, puede ser asumido a pesar de que la gran mayoría de los fieles desaprueba la representación del Profeta, mientras que lo segundo es un insulto que alimenta a los sectores más radicalizados y los conduce a una espiral sin retorno. A medida que el integrismo gana terreno por el cajón de resonancia de los atentados, sus interpretaciones doctrinales se hacen más estrechas y arrinconan las concepciones islamistas más aperturistas y menos dogmáticas. Es una dialéctica envenenada que se activa siempre que la violencia hace acto de presencia. «El yihadismo es muy antiguo, en la España almorávide y en la almohade tuvo un protagonismo muy activo», recuerda el arabista De Santiago.
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