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zigor aldama
Lunes, 9 de febrero 2015, 11:09
Nanjing se ha recuperado de las heridas. Pero hay un pequeño lugar por el que la antigua capital china continúa sangrando. Es el museo que rememora la gran masacre que sufrió a manos del ejército japonés entre diciembre de 1937 y enero de 1938. Más de 300.000 personas murieron asesinadas y unas 50.000 mujeres fueron violadas en un episodio de barbarie que todavía hoy enfrenta a ambas potencias asiáticas. Japón ha llegado incluso a negar que dicha matanza se cometiera, pero dentro del silencioso recinto no caben dudas: allí se exhiben numerosas instantáneas donde los militares posan con sus sables en alto antes de decapitar a civiles inocentes cuyos cadáveres se amontonan por doquier. En una de las cabezas, los soldados nipones colocaron un cigarrillo para burlarse aún más de los muertos. La fotografía es cruel.
A pocos metros del edificio principal se guarda una fosa común con los restos de aquellos cuerpos que los japoneses no permitieron identificar. Sus nombres se encuentran en las estanterías de una gigantesca pared de 20 metros de altura que alberga los archivos de las víctimas por orden alfabético, mientras que sus fotografías se exhiben en paneles luminosos situados en angustiosos corredores. A pesar de que hay quienes consideran que el gobierno chino utiliza el lugar con fines propagandísticos y da una visión sesgada de lo sucedido, lo cierto es que resulta imposible abandonar el memorial sin sentir un nudo en el estómago.
Shu Yupei es incapaz de contener el llanto a la salida: "Mi abuela sobrevivió, pero a mi abuelo lo mataron cuando iba a buscar comida y ni siquiera pudieron recuperar su cuerpo. Mi madre prefiere no hablar de aquellos tiempos, que todavía hoy le provocan pesadillas. Entiendo que la guerra es brutal, pero no comprendo que Japón no se arrepienta y pida perdón como ha hecho Alemania. Ni siquiera han levantado un mausoleo para honrar a las víctimas. Así, es imposible perdonar lo sucedido". Con esa misma angustia, los dirigentes chinos, que cada año presentan sus respetos a las víctimas en Nanjing, han exigido repetidamente a Japón que aprenda las lecciones de la Historia para evitar repetir los mismos errores.
Pero el primer ministro nipón, Shinzo Abe, tiene una opinión muy diferente. El enero decidió aprobar el mayor presupuesto de Defensa de la historia del país del Sol Naciente y 24 horas después de que el Estado Islámico ejecutara al periodista Kenji Goto abogó por que su país pueda llevar a cabo operaciones militares en el exterior. Una reinterpretación en toda regla de la Constitución pacifista japonesa, autoimpuesta tras la Segunda Guerra Mundial, que deberá ser refrendada por el Parlamento.
Las reglas del juego han cambiado, defiende Shinzo Abe: a la amenaza yihadista hay que sumar el ejército chino, no solo el más nutrido del planeta con dos millones de efectivos, también uno de los más modernos gracias al continuo aumento del presupuesto militar del gigante asiático, que triplica al de Japón.
Así que, para contrarrestar la fuerza del país de Mao, con el que mantiene una agria disputa territorial por los islotes Diaoyu, este año Japón destinará unos 36.000 millones de euros a la adquisición de armamento a Estados Unidos. Comprará cazas F-35, aviones de alerta temprana P-1, drones de vigilancia y vehículos anfibios de ataque.
Esa es una maniobra que no solo preocupa a China. Porque no fue el único país que sufrió el imperialismo nipón. A lo largo y ancho del continente, diferentes naciones recuerdan su brutalidad. En Tailandia, por ejemplo, se conserva con primor el parque en el que se encuentran las lápidas de aquellos 16.000 prisioneros de guerra de la coalición que perdieron la vida en la construcción del tren de la muerte, diseñado para unir este país con Birmania. En total, 100.000 personas murieron en la obra. En su honor se mantiene vivo parte del trayecto del convoy, cuyo punto inicial se encuentra en El puente sobre el río Kwai. Junto a la estructura de hierro se ha construido un pequeño museo donde se recrea la vida de los escuálidos soldados.
Nagasaki
En Japón, sin embargo, la visión que impera sobre la gran contienda es muy diferente. No hay más que visitar Nagasaki para descubrir a los verdugos convertidos en víctimas. Allí se encuentra el museo de la bomba atómica. Situado en el lugar exacto sobre el que cayó el segundo -y último- proyectil nuclear utilizado contra población civil, el edificio está marcado por el silencio, la solemnidad y una profunda tristeza. El bullicio de la ciudad parece incapaz de penetrar en el lugar. Hace casi 70 años que la deflagración de Fat Man destrozó todo lo que allí había. Y en kilómetros a la redonda. Ahora, aunque el césped ha rebrotado, reina la misma quietud que entonces, cuando la Segunda Guerra Mundial recibió su golpe mortal: 70.000 personas perecieron en Nagasaki, el emperador tuvo que reconocer que no era un dios y Japón se rindió.
Dentro del recinto, los efectos del arma más letal utilizada jamás encogen el corazón. Se exhiben fotografías de cadáveres carbonizados y de supervivientes que parecen cadáveres. Los testimonios que se proyectan en las diferentes salas no hacen distinciones. No hay víctimas ni verdugos, solo seres humanos descompuestos. Vidas mutiladas. Y junto a las pantallas en las que hablan las víctimas aparecen imágenes del desierto en el que se convirtió la vibrante ciudad. Los tranvías descarrilados, sin resto de sus ocupantes. Es, sin duda, lo más cercano al Apocalipsis. "Reconozco que mi gobierno debería haberse disculpado y haber honrado a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial", comenta Hiroshi Sato, un joven de Nagasaki. "Pero ahora creo que la situación es opuesta a la de entonces, y que somos nosotros quienes tenemos que defendernos. Por eso, estoy a favor de un Ejército fuerte".
Muchos de quienes visitan el templo sintoísta de Yasukuni, en Tokio, piensan como él. Una vez más, la historia da un vuelco: aquí tienen cabida las almas de los heroicos militares que han dado su vida por Japón. Desde los samuráis hasta los kamikazes, pasando por aquellos muertos en misiones de paz con Naciones Unidas. Y también catorce criminales de guerra de Clase A -definida como crímenes contra la paz-. El lugar sirve para bautizos y ceremonias familiares varias, pero nada levanta más ampollas en las vecinas China y Corea que las visitas de sus dirigentes. No en vano, son las principales víctimas del imperialismo nipón, que dejó unos 17 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial y las ocupaciones previas.
Curiosamente, Yasukuni quiere decir país pacífico en japonés. Parece una contradicción si se tiene en cuenta que el conjunto religioso guarda los espíritus de dos millones y medio de guerreros caídos por su país. Demasiados para un estado que reniega de la guerra. Pero todavía peor es el pequeño museo colindante, donde el visitante puede admirar las máquinas de guerra del Imperio del Sol Naciente y adentrarse en el mundo del ultranacionalismo japonés. Hiroshi Masato, responsable de comunicación de Yasukuni, todavía justifica las acciones bélicas: "La guerra es algo trágico, pero resultaba indispensable para mantener la independencia de Japón y para prosperar junto al resto de naciones asiáticas".
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