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fernando miñana
Jueves, 2 de abril 2015, 11:38
Hace quince años, Tsukimi Ayano decidió dejar la tumultuosa y agobiante Osaka, la tercera ciudad más grande Japón con 2,6 millones de habitantes, y regresar a la plácida aldea donde nació, a Nagoro, en un valle de la isla de Shikoku, la más pequeña de las cuatro ínsulas que forman Japón. Aquel pueblecito, que como muchos otros de este país ha invertido su tendencia demográfica y desde hace una década va perdiendo población, estaba quedándose sin vecinos y Tsukimi quiso desandar el camino que recorre la mayoría, que emigran de las pequeñas aldeas a las ciudades, para pasar el resto de su vida junto a su anciano padre.
Allá en Nagoro no había mucho que hacer, la verdad. En un pueblo medio abandonado y con sólo 35 habitantes las posibilidades de diversión eran más bien escasas. Así que un día esta mujer decidió plantar unas semillas para cultivar algunos vegetales y mantenerse entretenida. No creció nada. Los cuervos arrasaron su plantación. Estaba claro que necesitaba un espantapájaros. Tsukimi es muy habilidosa con las manos y elaboró uno que era el vivo retrato de su padre. "Entonces no pensé que llegaría a esto", se ríe ahora.
Esta japonesa de 65 años se refiere a la fértil población de muñecos que ha colonizado Nagoro. Porque después de aquel primer espantapájaros llegaron cientos más. Ahora hay cerca de 350 repartidos por todo el valle. Unos están pescando, otros cortan la hierba, otros simplemente esperan un autobús que nunca llega y hasta un buen puñado de niños ha vuelto a llenar las aulas de la escuela que cerró hace un par de años, cuando sus dos últimos alumnos completaron los estudios y se marcharon a la universidad. Los estudiantes de trapo se sientan en los pupitres de unas aulas con profesores delante de la pizarra y hasta con un director que les vigila de cerca.
Este fantástico mundo es fruto de la imaginación y la minuciosidad de Tsukimi Ayano, quien, pacientemente, elabora a mano cada muñeco. Sobre una cruz de madera rellena la ropa vieja con trapo y papel de periódico. «Lo más difícil es la expresión facial y, especialmente, los labios», explica la madre de estos vecinos de Nagoro, un pueblo donde no hace tanto vivían cientos de personas al calor de una gran empresa que un año dejó de ser próspera. En Japón, que prevé pasar de los 127 millones de habitantes actuales a 87 en 2060, hay más de 10.000 pueblos y aldeas abandonados.
Llegan los turistas
Tsukimi intenta que sus muñecos tengan parecido con algunas de las personas de la aldea que ya han muerto o de esos jóvenes que probaron suerte en lugares más populosos. Así se les recuerda. Aunque su especialidad, confiesa, son las abuelitas, a las que no les falta detalle. Y para que nadie pueda sospechar que esta sorprendente afición es una burla disfrazada, también hay un muñeco con su propio rostro.
Nagoro ya no tiene a nadie que entierre a los difuntos y la muerte parece planear sobre un pueblo aislado del mundo. El hospital más cercano está a media hora, así que es mejor no tener una urgencia. Todo esto entristece a Tsukimi. «Tal vez llegue un día en el que haya sobrevivido a todos mis vecinos», se sincera esta mujer de 68 años en un reportaje que grabó el fotoperiodista Fritz Schummann hace unos meses.
La fama de los muñecos hace tiempo que salió de viaje y ya es habitual ver a los turistas disparando sus cámaras por todos los rincones. Tsukimi atiende a todos sonriente. Le gusta explicar su obra, aunque sospecha que no todos se sienten cómodos. «Nadie me dice nada directamente, pero creo que a algunos les dan miedo porque parecen reales».
Eso, la verdad, es un halago para la artista. «Seguiré haciendo esto mientras tenga salud. Espero que les guste a los visitantes y que tengan que mirarlos dos veces para cerciorarse de que no son personas de verdad».
Los muñecos empiezan a ser una dura competencia para la Ruta de los 88 templos, una peregrinación que es la gran atracción de la isla de Shikoku. Otro orgullo para Tsukimi, que dejó en Osaka a su marido y a su hija para cuidar de su padre, el abuelo de 83 años con quien convive en una casa con cocina de leña. Pero ya hace tiempo que dejó de sentirse sola. Tiene 350 amigos.
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