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fernando miñana
Jueves, 4 de junio 2015, 20:57
Ricardo Urgell pasaba el verano en el Sitges efervescente de los años sesenta siendo un guaperas de playa de 28 años que llevaba una escuela de esquí acuático. Una noche entró en una de las pocas boîtes -así se llamaban las discotecas entonces- que salpicaban la costa catalana, el Tiffanys, y el Black is black de Los Bravos le removió el alma. «Yo tengo que hacer un lugar así», se convenció. El 22 de julio de 1967 abría Pachá en Sitges, en una vieja masía abandonada. Ricardo ponía las copas y su hermano Piti, la música. Fue hace 48 años, pero jamás olvidará que esa noche, el día de la inauguración, ganaron 34.400 pesetas (206 euros). No fue un mal comienzo.
Los Bravos hace tiempo que dejaron de sonar. Ahora, en Ibiza, el corazón de Pachá, los caretos de los DJ te miran desde los cartelones que pespuntan las carreteras de la isla. Son las nuevas estrellas del rock y Ricardo Urgell, el padre de la discoteca de las dos cerezas, convertido ya en el emperador de la noche, lamenta haber alimentado al monstruo. «Odio la música electrónica y los jóvenes no saben bailar. Solo suben los brazos como una manada que está en un partido de fútbol». Pero es preso de las modas y cada verano se deja doce millones de euros en pagar a los mejores DJ del planeta. No hay problema: las cerezas siguen bien orondas.
Urgell, que se define como el «discotequero más viejo del mundo», se burla de la gente que le llena el bolsillo. «Yo a esa música la llamo ruido». Él es así. Sincero, honesto, contradictorio. No le gustan las drogas, pero asegura vender la peor, el alcohol. No engaña. El fundador de este imperio del baile se sincera en un documental de Miguel Bardem para Canal Plus: Pachá: el arquitecto de la noche. El título juega con el oficio frustrado del empresario, que dejó los estudios de Arquitectura por pereza. Aunque luego se desquitó construyendo lugares donde se condensaban las pasiones, el ritmo, la diversión. La fiesta.
Después de Sitges vino Ibiza. Una ola hippie barría la isla en los años setenta y Urgell transformó una casa payesa de 450 metros cuadrados, paredes blancas, ventanas pequeñas, en una discoteca. Levantó la persiana con 16 empleados, un tocadiscos y dos neveras. Ahora es él quien vive en una preciosa casa de campesinos rodeado de pinos y gallinas. La sala de baile se transformó en una macrodiscoteca en 1993. Los 300 vatios con los que alucinaban en los setenta suenan a risa en la era de los 80.000 vatios. Aunque entonces no era raro ver a una mujer desnuda contoneándose en la pista y ahora ese espectáculo es artificial, con gogós profesionales.
El franquismo, el tiempo en el que la Guardia Civil entraba a reñirle porque había muy poca luz, quedó atrás, y los ochenta, mientras España se transforma, trajeron una nueva disco: Pachá Madrid. Un bombazo. El negocio ocupaba el antiguo teatro Barceló y su apertura revolucionó el ocio. Por la tarde iban los niños gamberros de las familias bien de la capital. Y por la noche, la ciudad se ponía estupenda para bailar en la discoteca donde iba todo el mundo. Miguel Bosé, Massiel, José Coronado, Ángel Nieto, Nacho Cano, Ana Torroja, el actual Rey y hasta Tierno Galván, el alcalde de la Movida.
Aquella sala le dio fama e impulsó un efecto imitación en muchas provincias. Todos querían un Pachá en su ciudad. Pero no fue demasiado rentable. En Madrid todos querían entrar y beber por la cara. Con el tiempo, Urgell descubrió que los extranjeros hacen cola ordenadamente con el dinero en la mano, mientras los españoles se arraciman en la puerta para intentar entrar sin pagar.
La voz ronca
La noche ya no tiene secretos para él. Lleva 48 años de fiesta y tiene la voz ronca por tener que hablar siempre en lugares con mucho ruido. Pachá cerró en Madrid, pero ahora las dos cerezas brillan en trece países y aparecen también en un barco, una marca de moda y varios restaurantes. En Ibiza sigue triunfando la discoteca, pero se desdobla en Lío, una especie de restaurante donde ha reinventado el cabaret, y Destino, el resort donde ha invertido 18 millones de euros.
Sus tres hijos le piden que ceda el testigo y descanse. Hugo se encarga de la ropa de marca Pachá; Panchi de las franquicias, e Iria, la pequeña, la única discotequera, gestiona Lío. Tienen ideas nuevas, pero, sobre todo, piensan que su padre no tardará en ser octogenario y ya está bien. Él se resiste. Del mismo modo que intenta aparcar el iPad mini y el smartphone porque prefiere la vieja agenda de papel y su móvil descatalogado. Urgell sigue al pie del cañón. «Pachá es su hijo predilecto», se resigna Panchi.
El nombre del negocio viene de un augurio de su mujer. «Ponle Pachá, que vivirás como un pachá». No se equivocó. La vida ideal para aquel chico, nieto y bisnieto de pintores reconocidos (Modesto y Ricardo Urgell), que no le gustaba trabajar en la fábrica de motos de su padre. Su ruina, paradójicamente, apresuró los pasos del emprendedor de la noche. El empresario contrata cada verano a 1.500 personas. Da igual que añore la discoteca de los inicios, cuando cobraba diez pesetas por el guardarropía: el negocio no para. Y ahora se ríe al ver cómo todos, y él el primero, han caído en la dictadura de los DJ. Porque a David Guetta -quien, por cierto, asegura que de mayor quiere ser como Ricardo-, un gurú de las pistas al que se rifan en todo el mundo, comenzó pagándole 500 euros. Ahora cobra 160.000 por sesión, 640.000 euros mensuales.
Su imagen no es la de un trasnochado. Nunca abusó de los encantos de la fiesta. A los 76 años mantiene el tipo. Es un hombre atractivo que luce un sedoso y abundante pelo cano que contrasta con su tez morena, de las horas que pasa en su barco, de nombre Baile porque, para él, la vida y su negocio son un baile, y un día, entre el vaivén de las olas, decidió que así merecía ser bautizado.
Es feliz en el mar
En la cubierta de Baile se siente feliz. La tierra firme le agobia. Y fuera de las islas, de sus Pitiusas del alma, en el continente, se angustia. A él le gusta el mar. Por eso adora ponerse al timón y apuntar con la proa a Formentera, donde tiene otra casa en el monte con unas vistas al mar imponentes. Durante el trayecto por Es Freus, el estrecho entre las dos ínsulas hermanas -«Ibiza sin Formentera estaría coja»-, se acuerda de que allí descansan algunos seres queridos. Y no le tiembla la voz cuando dice que allí quiere acabar él. No parece temer a la muerte. Por eso cada día, cada año, dice lo mismo: «Un día más y un día menos» o «un año más y un año menos».
Su filosofía de vida es muy clara, muy firme. «Se nace para morir, y por eso la vida hay que aprovecharla hasta el último momento, y disfrutar y tener ilusión». Él lo hace. Y se enrabieta porque en su nuevo proyecto, Destino, no le dejan poner «chumba chumba», cuando en la playa dEn Bossa, territorio Matutes, la competencia más feroz, el Ushuaïa hace lo que quiere. No pronuncia el nombre de la saga que es dueña de media isla, pero sí se queja de los privilegios «de algunos». Y aunque reconoce, siempre tan sincero, que él mismo contribuyó a «estropear y desvirgar» la idílica Ibiza, abomina de los burdos chiringuitos denominados beach club o esos barcos para guiris borrachos y puestos hasta las orejas de drogas sintéticas denominados party boats. El turismo más ramplón. Tampoco es que promueva las vacaciones de lujo que van colonizando la isla. Y se ríe de los ricos, ansiosos por exhibir su riqueza, que serpentean con sus rutilantes Ferraris por las mismas carreteras que no hace tanto pertenecían a Meharis y Dos Caballos.
Un nuevo verano cae sobre Ibiza. Ricardo Urgell inauguró anoche Destino, su flamante resort. Los hijos le piden que deje el frenesí de los últimos años y se dedique a la vida contemplativa. Pero sus caderas aún tienen para muchos bailes y su cabeza sigue urdiendo nuevos negocios. Otros hoteles. O un proyecto más romántico, abrir algo en el casco viejo de Ibiza para relanzar la ciudad. En el fondo, Ricardo sigue siendo el joven guaperas que regaba el techo del Pchá primigenio porque no le llegaba para poner aire acondicionado.
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