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LOLA SORIANO
Sábado, 13 de junio 2015, 00:33
Las Fallas no se pueden entender sin hablar de sus orígenes: las fiestas de calle, de barrio, ni tampoco serían lo mismo si se olvidara su vocación de conquistar a los turistas, sobre todo desde el siglo XX, con iniciativas como el tren fallero, el barco y hasta el avión fallero. Son el más potente gancho turístico de la Comunitat y atrae a cientos de miles de visitantes, una cifra que algunos redondean al millón de personas.
Aunque el ADN de las fallas está en cada barrio, en cada grupo de vecinos que se lanzaron a sacar los trastos viejos a la calle y a hacer sátira de la actualidad del momento, la realidad es que nadie se atreve a señalar cuándo empezaron a plantarse fallas.
Autores como Antonio Ariño señalan que la primera documentación donde se tiene constancia de la existencia de las fallas data de 1784, cuando en un oficio dirigido al corregidor de la ciudad se prohíbe la colocación de monumentos en calles estrechas y junto a fachadas de las casas. Según el historiador y coleccionista Rafael Solaz, «no ha aparecido ninguna noticia documentada que haga mención a las fallas anterior a marzo de 1792».
«Muchas fiestas históricamente se han celebrado con hogueras en vísperas de fechas señaladas como San Antón, el solsticio de verano, antiguamente en el equinoccio de otoño, por San Miguel», explica el historiador y documentalista Javier Mozas, pero a diferencia de las hogueras o trastos viejos, en las fallas se hacen críticas a personas y se detallaba la temática en versos.
«Por el documento de 1784, deducimos que estas primeras fallas estaban junto a las fachadas de las casas, como siguen estando hoy día los altares de San Vicente. Entonces la falla era como un escenario, con catafalco y unos ninots», explica Mozas. «Como comenzaron a ser monumentos de más envergadura, con la incorporación de 'monyicots', deberían de producirse incendios», añade Solaz. Al trasladarse al centro de las plazas o calles «aunque se mantiene el pedestal, como ya no está apoyada en una pared, gana en número de ninots y a la falla ya se le puede dar la vuelta para verla desde distintos ángulos», indica Mozas.
En cuanto a la temática, comenzaron teniendo la esencia de barrio. Eran temas de vecindad, cosas que hacían referencia al barrio e incluso críticas a comportamientos poco éticos de algunos residentes. «La sátira no se conocía hasta que la falla se plantaba en la calle y no en pocas ocasiones la persona que era objeto de las críticas acababa destrozando la falla por un enfado», argumenta el historiador Javier Mozas.
En un principio los ninots eran como parots, con relleno de paja, ropa vieja y caretas de cartón, pero en la primera década del XIX las manos y caras ya pasan a ser de cera.
Si bien en los primeros años los versos se pegaban en las fachadas de las casas, donde estaban las fallas, cuando estas creaciones se trasladan al centro de las plazas, los versos también se integran en el proyecto. «En 1855 se pliegan y van surgiendo los llibrets. Cobraron tanta importancia que se vendían a pide de falla por unos cinco céntimos y se compraban miles de ejemplares», detalla.
Los primeros grupos de vecinos que realizaron las fallas eran de escasas personas, podían ser una docena. En aquella época los impulsores de estos proyectos tenían que informar en el Ayuntamiento de la iniciativa. Se registraba la petición o el tema, pero la crítica no se conocía hasta que se ponía en la calle y los diarios publicaban los puntos de la ciudad que habían pedido permiso para hacer falla. Eso, en realidad, servía para hacer una especie de guía de los sitios que se podrían visitar.
Gracias a esos registros se puede saber algo más de los primeros 'falleros'. «Me he dedicado a buscar en los padrones de la época quiénes eran los vecinos solicitantes de las fallas. Habitualmente eran residentes en barrios y sobre todo comerciantes. Podía figurar el que tenía un comercio de ultramarinos o una bodega, artesanos como carpinteros, joyeros o doradores. Las fallas las realizaban estos vecinos y comerciantes aunque los que acababan creándola eran las personas con más artesanía por su oficio, como carpinteros o escultores».
A lo largo del siglo XIX serían una decena de comisiones las que plantaban falla. La primera noticia de la que tienen constancia los expertos donde se describe las fallas data de 1849. En el diario El Cid «se describe la forma de las fallas y se citaban el número de fallas de ese año. De las nueve que nombra, siete desaparecieron y dos siguen vigentes: la falla plaza Santa Cruz y plaza del Negrito», argumenta Mozas. A mediados del XIX se pasó de plantar cinco fallas a trece en 1899.
A mediados del siglo XIX el Ayuntamiento pide que los vecinos al hacer la instancia presenten el boceto y memoria de la explicación de la falla, de esta manera, ya se conocía de antemano la sátira de la falla y a quién se criticaba e incluso se podían pedir correcciones, algo que supuso una censura previa. Fue a partir de 1851 cuando los bocetos de las fallas tenían que pasar una censura previa que sólo dejó de existir de 1868 a 1870.
Por esas épocas en las fallas ya no sólo se hacían críticas a vecinos, los políticos también podían estar en el punto de mira, algo que no era de agrado. En 1895 la cremà de la falla de la plaza de Pellissers, que criticaba la política africanista, se convirtió en una manifestación que tuvieron que disolver las fuerzas del orden.
Desde 1882 fueron aumentando los impuestos que se cobraban por plantar falla de unas 15 pesetas hasta las 60 pesetas de 1886, una mordaza para los que apostaban por hacer crítica política. Al parecer sólo se plantó una falla en la calle Cervantes y otro año una en Castellar.
En 1887 el concejal Félix Pizcueta propuso rebajar el impuesto para defender la fiesta. Se bajó hasta las 10 pesetas y, como respuesta, se plantaron 29 fallas.
Una forma más sutil de conseguir frenar las críticas en las temáticas falleras llegó, según explican los expertos, con la concesión de premios a los proyectos que fueran más artísticos a partir de 1901. Fomentaron el valor del arte sobre el crítico, una balanza que ahora tratan de equilibrar las comisiones falleras.
Turistas del siglo XIX, fueron magníficos embajadores de la fiesta fallera. Como explica Rafael Solaz, Los viajeros que nos visitaron a principios del siglo XIX, como Lady Holland (1802), Fischer (1804), Laborde (1809) o Biñeque (1819), ya presenciaron y describieron aquellos «teatros y tablados con figurones». Por cierto éste último preguntó a los ciudadanos cuál era el origen de las fallas. Nadie le supo contestar, dijeron que era costumbre que venía de muy antiguo.
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