dani pérez
Martes, 7 de julio 2015, 20:45
El alcalde de Cádiz, José María González Santos (Kichi ya para los restos), cruza La Viña camino del Ayuntamiento. Vive ahí, en un barrio popular que se mueve entre su vieja condición de periferia marinera y sus aspiraciones turísticas, el empedrado tosco y sin aceras, cañas de pescar en los balcones, bares de tapas que aún sirven las chacinas al peso y en papel de estraza. Va sin escolta, camisa oscura de lino, con los faldones por fuera, cultivando un tipo progre y suburbial que remata con largas patillas y un pendiente. Kichi sonríe a los vecinos y los vecinos sonríen a Kichi con cierta voluntad de reconocimiento mutuo. Es como si la señora que arrastra a trompicones el carrito de la compra, el chaval de la furgo y el tendero le dijeran con sus gestos "¿Sabes que yo te he votado, no?". Y como si él, cuando levanta la barbilla o se pone el índice en la frente, en plan cómplice, les respondiera: "Tranquilos, que voy a patita porque sigo siendo el mismo".
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Es posible, muy posible, que los primeros actores que dan vida a La Viña en esta mañana de calor insoportable lo hayan votado de verdad. La Viña, cuna del Carnaval, junto con otros barrios de raíces humildes, como Santa María o La Barriada de La Paz, han aupado la lista de Podemos hasta compensar la ventaja de votos que el PP han obtenido en distritos más pudientes. "Es uno de los nuestros", resume el corro de parados que hace guardia permanente en la Plaza del Tío la Tiza. De algún modo, a pesar de la perspectiva de otra semana lenta o muerta, se intuye que eso les reconforta.
La Cádiz que hereda Kichi es una ciudad contradictoria y particular, desnortada y confusa, bipolar hasta el punto de que el gaditano (con todas las precauciones que deben tomarse ante las afirmaciones genéricas) siempre se muestra muy orgulloso de vivir donde vive justo antes de regodearse en la larguísima relación de sus carencias. La principal, que no hay trabajo. Y sin trabajo no hay futuro. O al menos, no hay un futuro claro, tangible, que saque a la capital de la provincia de lo que parece un eterno estadio de transición a ninguna parte.
Pulpos que abrazan parados
Cádiz está instalada en una tasa de paro superior al 30% -con picos que han rozado el 45%-, la norma en una provincia que, según la última EPA (encuesta de población activa), cuenta con tres de los municipios con mayor número de desempleados de España: La Línea de la Concepción, San Fernando y Chiclana de la Frontera. La tasa es ligeramente superior a la que se encontró Teófila Martínez en 1995, aunque con otro agravante: la ciudad ha perdido 40.000 habitantes en tres décadas. A modo de referencia, el porcentaje de paro en la intervenida Portugal nunca ha pasado del 20%.
El Libi, uno de esos autores satíricos de Carnaval que se afila el colmillo antes de escribir las coplas, definió Cádiz como "la ciudad donde los pulpos se abrazan con los parados". ¿Pero por qué? ¿Por qué el desempleo era ya una hemorragia sin freno, motivo reincidente de letrillas carnavaleras, incluso cuando en el resto del país la tendencia era otra? Todos los análisis coinciden en señalar dos problemas de base: la falta de espacio físico y el desmantelamiento industrial de la Bahía.
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Cádiz es casi una isla, conectada por un estrecho itsmo natural a San Fernando, con una extensión de 12 kilómetros cuadrados, donde todo lo urbanizable ya está sobradamente urbanizado. Un sitio muy chico en el que empotrar zonas industriales, macroproyectos generadores de empleo o grandes superficies comerciales. Un embudo de playas y piedra ostionera en el no cabe nada y en el que ahora Kichi quiere encajar la utopía hasta hacerla posible. Por si esta limitación fuera poca, las poderosas corporaciones industriales de la Bahía que antes sostenían la economía de la capital han ido emigrando hacia pastos más propicios (la multinacional de automoción Delphi) o inclinado por reducir drásticamente su producción y su plantilla (Airbus), con lo que a la ciudad solo le ha quedado un pobre sector servicios al que aferrarse.
En el Cerro del Moro, barrio con la etiqueta, plana y torcida como todas las etiquetas, de marginal y trapichero, un grupo de adolescentes deja pasar las horas previas al almuerzo a la sombra escuálida de un naranjo. Aquí el Kichi (se le nombra con confianza, como a los colegas de toda la vida) también es el centro de las conversaciones, aunque no tanto por su faceta revolucionaria como por su actitud en el partido del Cádiz frente al Bilbao Athletic. Pueden más los asuntos de forma -Kichi, encarado con la Policía en el desahucio de la Benjumeda; Kichi, insuflando ánimos al equipo amarillo en su butaca del Fondo Sur, entre carantoña y carantoña a su pareja, la parlamentaria andaluza Teresa Rodríguez-, que cualquier tema de calado. El debate de fondo, las cuestiones relevantes, se zanjan de inmediato con el socorrido "A Cádiz le hacía falta un cambio".
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Teófila Martínez (PP), en el Ayuntamiento desde 1995, apostó por una política de grandes obras públicas que, entre otras, supuso el soterramiento de la vía del tren que separaba a barrios como El Cerro de zonas más avanzadas y que estigmatizaba sobre el callejero a distritos enteros. De un solo movimiento, Martínez facilitó la cohesión de la ciudad más allá de lo urbanístico y consolidó un nicho de votos que, atendiendo a la sociología más básica, no era suyo.
Las dos Cádiz
Sin embargo, hoy por hoy, en el mismo Cerro del Moro, nadie habla de las bondades del soterramiento ni recuerda las pasarelas desconchadas y mohosas que cruzaban de un nivel de renta a otro. Sus ventajas se han interiorizado y ya no puntúan a la hora de coger la papeleta. De lo que se habla y mucho, por ejemplo, es de la Asociación de Mujeres Amigas del Sur, un colectivo que empezó siendo un taller de costura y que ahora mantiene, sin ninguna clase de ayuda institucional, un comedor del que dependen 87 niños para almorzar. En ese contexto sangrante y cotidiano, hablar de grandes obras como el segundo puente, tan deseado y tan innecesario, supone casi un insulto para los más afectados por la crisis.
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De vuelta a La Viña, ya por la tarde, hay un trasiego continuo de adolescentes, con y sin moto, camino a la Playa de La Caleta, turistas pálidos que se quejan del calor y veladores vacíos. Kichi se crió por aquí, en la calle María Arteaga, muy cerca del local en el que las Hijas de la Caridad proveen a unas cien personas y que también forman parte del Cádiz que no sale en las pantallas, del Cádiz que lo ha hecho alcalde.
El líder de Podemos ha dedicado buena parte de la campaña a explotar una dicotomía que, cierta o no, le ha servido para obtener buenos réditos electorales: hablar del "Cádiz ficticio" que el Ayuntamiento quería vender frente al "Cádiz real", la del comedor de El Cerro del Moro, el 60% de paro juvenil, el 20% de la población en pobreza extrema, la infravivienda y los desahucios. La ciudad "que se enseña", decía, frente a la ciudad que se "oculta". Es esa otra ciudad estarían las 30.000 personas que fueron atendidas en 2014 por los servicios sociales y diversas ONG, o las 7.500 viviendas que permanecen vacías mientras los juzgados tramitan cientos de procedimientos ejecutorios de desalojo.
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Ante una radiografía como ésa, la responsabilidad es mucha. Más allá de los gestos y de los motes, de las consignas y de las anécdotas, José María González Santos tiene por delante cuatro años para cumplir un programa ambicioso y urgente, planteado casi como una cura de emergencia para una ciudad que se muere. Después de un diagnóstico de la situación tan dramático, es difícil que su propia gestión se evalúe con benevolencia. Media Cádiz lo mira con esperanza y la otra media teme que los experimentos ideológicos acaben por darle la puntilla a esta ciudad trimilenaria, con vocación de isla, que parece abonada a los palos de ciego. Antes que por cualquier encuesta, Kichi sabrá si su fórmula radical funciona con solo salir a la calle. Algo no irá bien el día en que en La Viña le retiren el saludo. unque visto lo visto, tampoco hay que descartar que terminen paseándolo a hombros.
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