julia fernández
Viernes, 10 de julio 2015, 20:21
"Pero si esto no es nada del otro mundo". En el convento de las monjas agustinas recoletas de la villa salmantina de Vitigudino les cuesta entender la curiosidad que provoca el último acontecimiento que han protagonizado. Cuando suena el teléfono para preguntarles por él, atienden pacientes, pero se reconocen "cansadas" de tener que dar tantas explicaciones. "Nosotras nos dedicamos a la oración y la contemplación", responde la hermana María Dolores, la priora de la comunidad.
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Cada llamada le saca de ese estado de entrega total a Dios para llevarla a un mundo terrenal que no le interesa. Aun así, intenta explicarse con amabilidad, porque cree que detrás de todo el humo está el Todopoderoso. "Lo que nos ha pasado es una gracia de Dios grande", explica. Y lo que le ha ocurrido a esta congregación tiene nombre y apellidos: Zhan YueChun.
Esta mujer lleva mes y medio viviendo con las catorce religiosas del convento de Santo Toribio de Liébana y aspira a consagrar su vida del mismo modo que ellas. "Está en pruebas", comenta una veterana compañera haciendo gala de un gran pragmatismo. Zhan, que tiene 56 años, ha viajado desde el centro de China hasta los Arribes del Duero para dilucidar dónde quiere practicar su fe católica: intra o extramuros. Y en función de esa decisión, dar los siguientes pasos, un proceso que puede durar "hasta seis años". Y en este caso, además, se antoja algo "más largo" por sus particulares características. "Estamos muy contentas de que esté aquí", recalca la madre superiora de una comunidad donde el relevo generacional parece estar asegurado gracias a la savia procedente de Latinoamérica. Tienen tres hermanas muy jóvenes, "de 21, 23 y 32 años". Sor María Dolores, sin embargo, no se atreve a decir si Zhan se quedará. La última palabra sobre su estancia la tiene ella: "Es libre". Todavía no ha firmado, como ella, ese pacto virtual por el cual se entrega en cuerpo y alma al Señor. Pero esas dos palabras también encierran parte de la historia de Zhan. En su país, la religión es un asunto peliagudo. El Estado es laico y la Constitución defiende, teóricamente, la libertad religiosa. Pero la práctica es otra cosa. No es que esté prohibido profesar una fe, lo que hay que evitar son las manifestaciones en público. Y en el caso de los católicos, la cosa es aún más delicada.
La Iglesia clandestina china
En el mundo hay 1.254 millones de católicos, tal y como recoge el Anuario Pontificio del Vaticano. En China, donde vive aproximadamente una quinta parte de la población del planeta, hay unos doce millones de practicantes. Suponen el 1% de los residentes, según las estadísticas oficiales del país. Numerosas organizaciones religiosas, sin embargo, defienden que la cifra se queda escasa. La causa está en la existencia de dos Iglesias: la oficial y la clandestina. Les une una misma doctrina, pero les separa el Papa. La responsabilidad de esta escisión la tiene la Revolución Comunista de Mao Zedong (1949), que comenzó a perseguir a las instituciones religiosas y expulsó a los misioneros porque los consideraba instrumentos de control del enemigo. Ocho años después fundó la Iglesia oficial, que sustituye la autoridad del Vaticano por la de un órgano estatal llamado Asociación Patriótica Católica China.
En la actualidad, la tensión entre ambas facciones continúa y quienes reconocen en el Papa a su padre espiritual deben practicar su fe furtivamente. Hacerlo de una forma más abierta es sinónimo de problemas. Hay sacerdotes que han sido detenidos y han sufrido malos tratos. Por eso, cuando uno intenta hablar con algún católico clandestino lo habitual es que trate de zafarse del curioso sin miramientos.
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Zhan YueChun no ha sido católica siempre. Al contrario. Abrazó la fe cristiana de mayor, ya casada y con cinco hijos criados. Fue a raíz de una enfermedad grave que le hizo reflexionar sobre el sentido de la existencia. Con la colaboración de su hermana, que sí era católica, se acercó a esta religión y se la sirvió en bandeja a sus vástagos y a su marido. El 1 de julio de 2007, Zhan se bautizó en Shangqiú, la ciudad del centro de China donde vivía y donde los agustinos recoletos llevan a cabo su misión desde principios del siglo XX. Eligió el nombre de María. En la ceremonia de bautismo, Zhan no estuvo sola. Le acompañaron sus cuatro hijas, SuShen, Sun Yuan Yi, Shun ChengZi y Sun Li Jin, a las que desde ese día hay que llamar María del Sagrado Corazón, María Faustina, Trinidad María Nieves y Teresa de Jesús. Más tarde se convertirían en misioneras, "lo que llamamos MAR", explica la hermana Eva María Oiz Ezcurra, presidenta de la Federación de las Agustinas Recoletas, compuesta por 29 conventos y cuya sede está en León. Seis meses después fueron su marido y su hijo, Sun Guang Le, de 20 años, los que recibieron el agua bendita. Este último se está formando en la actualidad para ser sacerdote agustino.
Después de la muerte del cabeza de familia, Zhan se volcó aún más en la religión. "Visitaba enfermos y pasaba en la iglesia horas enteras entregada a la oración", detallan desde la orden. Luego, ingresaría en la Fraternidad seglar agustino recoleta, en la que acabó de presidenta. "Era el alma". Esta mujer se reveló como "una persona muy activa, colaboradora y responsable", los valores que han impulsado su viaje a España.
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Aún no ha decidido si seguirá el camino para convertirse en monja de clausura, pero desde el convento, en el que la vida empieza a funcionar a las seis de la mañana, confirman que "se ha integrado muy bien". "Somos monjas, no ángeles", bromea la madre federal.
- ¿No hacen dulces?
- Sí, pero no vendemos. Es solo para nosotras. Coquitos, pastas...
Y a Zhan, por cierto, le encantan. "Le gusta toda la comida". Aunque de momento solo lo comunica a través del "lenguaje universal". "El idioma le cuesta". Pero con gestos y un traductor electrónico, se entiende con sus nuevas compañeras, a las que ya llama por el nombre.
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