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El último mohicano del Yasuní

El último mohicano del Yasuní

Omahiue Bahiua es uno de los últimos huaorani. Vive en exclusiva de la caza y la pesca y representa a la última generación del universo cultural del Amazonas precolombino

miguel gutiérrez garitano

Sábado, 22 de agosto 2015, 19:44

He vivido para ver al último guerrero de la sabia raza de los mohicanos», decía el personaje de Tanemund, jefe de los indios shawnees, en la famosa novela de Fenimore Cooper. La obra pivota en torno a la desaparición de las culturas amerindias bajo el empuje de los colonos occidentales. Una pugna que aún no ha terminado y que supone para algunas comunidades vernáculas un salto tecnológico de siglos en una sola generación. Desde este punto de vista puedo afirmar que el «último mohicano» existe; se llama Omahiue Bahiua y es líder del clan huaorani de la comunidad Boanamo, un poblado situado en el río Alto Cononaco, en el corazón del Parque Nacional Yasuní, en el Oriente ecuatoriano.

Los huaorani o waorani son un pueblo amerindio de unos 3.000 individuos que habita la Amazonía ecuatoriana desde tiempos inmemoriales. Su supervivencia ha estado en el filo de la navaja. Cazados como animales por colonos y otras etnias (como los quechuas) y amenazados por el avance de las petroleras, al final se las han ingeniado para sobrevivir, aunque no sin pagar un alto precio, porque la apisonadora de la modernidad no les ha dejado incólumes. El imperativo de la adaptación al medio ha obligado a los jóvenes huaorani a convivir con la tecnología mientras sus padres viven, como antaño, de la caza y la pesca en el interior de la selva.

Tres excepciones

  • Ajeno a lo occidental

  • Omahiue vive ajeno a los beneficios de la civilización occidental. Solo hace tres excepciones su escopeta, que limpia a todas horas pues es la principal fuente de su sustento; mi kayak hinchable, que me roba cada día hasta que se lo regalo, y la nueva pista de aterrizaje que los Bahiua han construido en el límite de su pueblo y que «supone un gran avance porque así podremos traer medicinas y alimentos desde la ciudad». Omahiue la recorre cada día como si fuera su tesoro.

Conocí a Omahiue Bahiua en la ciudad ecuatoriana de Coca, en un hotel, el Oasis, que se asoma a la orilla oriental del río Napo; el conserje, que era cubano, se me acercó agitado y me dijo: «Ayúdeme por favor, en la habitación número siete hay un guaraní (que es como llaman a los huaorani por esos lares confundiéndolos con otro grupo oriundo del cono sur) y no entiendo nada de lo que dice». En el cuarto en cuestión un hombre menudo de aspecto paleolítico se erguía bajo el televisor que pendía de la pared. Su larga melena, piel apergaminada y orejas alargadas contrastaban con un traje occidental que le pegaba como a un Cristo dos pistolas; nos miraba y reía a carcajadas mientras cambiaba los canales con el mando a distancia. No hablaba español, así que no podía responder a las peticiones del dueño del establecimiento, que le reclamaba el pago del cuarto; pero, como comprendí al instante, Omahiue no entendía el idioma, ni el concepto del dinero, ni nada, porque es un fósil cultural dentro del mundo global. La situación la salvó su hijo Bartolo, que estaba en Coca con intención de abrir un negocio turístico. «Mi padre no entiende las cosas de la ciudad -nos explicó tras dejar zanjada la deuda- pero le gusta mucho venir a Coca».

Acompañar a la pareja por las zahurdas de la civilización se convirtió en una experiencia de lo más estimulante; mientras el hijo hacía uso de los cibercafés para chatear con su novia ecuatoriana o se daba un festín de hamburguesas y patatas fritas, Omahiue se maravillaba con los neones, los vendedores de chucherías, las sirenas, los barrenderos, los policías y sus armas, bastaban para dejarlo boquiabierto como a un niño en la cabalgata de Reyes o despertar en él una risa inesperada y absurda.

Los urbanitas se han acostumbrado a las rarezas de los aucas, otro de los apodos con que se conoce a los huaorani. «Están empezando a ganar mucho dinero por pasear a los turistas por el bosque, pero no entienden muy bien su significado -me cuenta el taxista Felipe-. Y algunos se aprovechan de ello; he visto a un huao pagar 700 dólares por un paseo en taxi por la ciudad». El camarero del bar del hotel lo corrobora: «Los huaorani vienen aquí y se dejan fortunas en refrescos y alcohol; o compran objetos caros y sin apenas utilidad real. Y cuando se les gasta el dinero, simplemente cogen sus juguetes y se vuelven a sus casas en la selva».

Respetado en la selva

Si en la ciudad no es más que un pequeño marciano, en la selva, la figura de Omahiue adopta un estatus muy diferente, hasta el punto de ser uno de los hombres más respetados del río. Mientras su hijos viven atados a un sinfín de artilugios modernos, él aún sabe preparar el curare con que impregna los dardos de su cerbatana, maneja muy bien la lanza y no tiene igual rastreando presas en la espesura. Dicen que cuando era joven participó en las luchas que enfrentaron a los huaorani con los colonos ecuatorianos. «Entonces éramos un pueblo libre -me contaba Otobo, otro de los hijos de Omahiue-; hoy solamente los miembros del clan tagaeri se mantienen aislados de la civilización». Los tagaeri, de hecho, están en guerra contra todo aquel que se acerque a su territorio; y de tanto en tanto atacan las aldeas de la comunidad Boanamo. «El mes pasado vinieron de noche y robaron algunos machetes. Nos salva que mi padre vive en el límite de la aldea y él es un gran guerrero», asegura Otobo.

Me tiro el resto de la semana conviviendo con este jefe que parece salido de un folletín decimonónico. Le escucho contar a sus nietas preciosas fábulas que han pasado de padres a hijos desde tiempos inmemoriales; le acompaño en la caza del pecarí y de un par de desdichados tucanes que derriba de los árboles a tiro de cerbatana. Y constato que, en la selva, soy yo el que está fuera de lugar.

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