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Ilustración.

Primero el sexo, luego la cena

Instrucciones para una velada romántica

mitxel ezquiaga

Miércoles, 26 de agosto 2015, 19:49

Me lo dijo un chef de muchas estrellas y más años: "Una cena romántica como Dios manda empieza por el polvo y termina por la cena. La mayor parte de las parejas se obceca en hacerlo al revés y vive equivocada, Clara".

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Y yo, mientras me pintaba los labios, respondí espantada. "¿Dónde queda la magia? Eres un cínico materialista, chef".

El cocinero no se arrugó. Nunca se callaba. Llevaba cuarenta años hablando mucho y cocinando poco: ese era el secreto de su éxito.

Nadie logra una buena performance sexual después de un menú de 50 platos y diez vinos, por muchas velitas que haya en la mesa. Concluida una cena de alta cocina uno prefiere abrazarse al inodoro, y perdona que te hable con esta franqueza, Clara. El sexo necesita más estómagos vacíos que espíritus libres. Y a la inversa: si te has portado en la cama comme il faut no hay mejor premio que un desfile de platos bien regado. Nunca me he comunicado mejor con una mujer que comiendo con ella. Follar, Clara, está sobrevalorado.

Y el chef volvió a sonreír. Cuando jugaba a epatar rejuvenecía: perdía el peso de las estrellas y de los años y volvía a ser el joven rebelde que yo había conocido tanto tiempo atrás. Su discurso sobre las veladas románticas se lo había oído muchas veces; más aún, lo había comprobado con él mismo. Pero quejarme cada vez que repetía su teoría formaba parte del ritual.

Tranquilos: hoy sí hemos cenado juntos pero sin sexo antes. "A mí ya solo me la levanta la presentación anual de la Guía Michelin, pero no por mis nuevas estrellas, sino por el placer de ver cómo se las quitan a mis colegas", dice el chef. Yo vivo mi gira de despedida como consultora gastronómica y me he propuesto la abstinencia sexual como un paso más hacia mi nuevo destino.

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Bien, es hora de que me presente: soy Clara Martínez Garmendia y durante más de veinte años he sido inspectora de la guía España en su cocina. Yo trabajaba como crítica gastronómica en el periódico de mi pequeña ciudad: vivía el éxito de la influencia local, cuidaba a mis hijos y soportaba a mi marido, directivo de banca. (Resumiré nuestra relación de pareja: cada vez que escuchaba la expresión rescate bancario soñaba que era una operación en que se lo llevaban a él o me llevaban a mí). Cuando se creó la guía me reclutaron para su equipo de inspectores, con el encargo de viajar por todo el país.

Al principio me tomaba en serio mi trabajo: comía o cenaba a diario en los mejores restaurantes, probaba toda su carta, hablaba con cocineros y maitres. Pero era un infierno: sé que es más duro trabajar en la mina, pero cenar un menú de veinte platos en un restaurante de alta cocina después de haber comido otro de treinta en un local de altísima cocina es el horror.

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Un día me encontraba en Barcelona con el estómago destrozado: había comido en el establecimiento de un poeta de la gastronomía que me había dejado tocada y me aguardaba una cena tradicional que amenazaba con hundirme del todo. Llamé al chef payés. "Si quieres me cuentas tu propuesta, pero no puedo probar ni una pizca de pan tumaca". Aceptó. Era alto, calvo y seguro de sí mismo: como un Varoufakis de la escudella.

Paseamos por el Parque Guell, recitó poemas de Espriú y me cantó sones de amor de Lluis Llach. Cuando ya estábamos desnudos en la cama de mi hotel me preguntó con sorna: "¿Tienes mejor el estómago?". Buff: se me había olvidado ese problema; mi atención se centraba ahora un poco más al sur de mi cuerpo.

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"El chef cocina como folla", se despidió. "Si hace bien lo segundo será impecable en lo primero", remató. Nunca cené en su restaurante, pero le di la máxima puntuación y todos me felicitaron por haber descubierto un local tan insigne. Fueron mis mejores años: dejé de catar largos y horribles menús (los críticos y los inspectores gastronómicos en el fondo odian la cocina, al igual que los críticos de cine o de teatro realmente odian el cine y el teatro) y me acosté con cocineros de todas las calañas. Y me hice fan de la cocina peruana gracias a Mauricio El Limeño: cada vez que alababa en la guía su cebiche solo yo sabía bien a qué me refería.

Nunca fallaba: puntuaba los restaurantes solo en función de las habilidades eróticas de sus cocineros y daba en el clavo. Para el mundillo gastronómico era la experta que mejor captaba las bondades y debilidades de cada local. También visité grandes restaurantes regidos por cocineras y ahí tampoco erró mi método: qué grandes reseñas escribí de Marta, cocina tradicional brasileña, o Danuta, nueva ola polaca

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Pero de todo se termina una aburriendo. Mis hijos son ya mayores, mi marido se fue al Fondo Monetario Internacional (¡hubo rescate!) y me cansé de escrutar bajo los delantales. Solo una novedad ha vuelto a provocar la curiosidad de mi paladar: la cocina de los conventos, con las pastas de las monjas y los vinos de los frailes. Preparo un libro sobre todo eso y pienso que ya es hora de abandonar mi viejo método de cata y volver a lo tradicional. Olvido el ayuno, abrazo la abstinencia.

Como ceremonia de despedida he vuelto esta noche donde mi viejo amigo el chef para que me repita sus instrucciones para una cena romántica. Veo en mis pulsaciones y en sus ojos que hoy vamos a saltarnos la norma. Tengo el estómago lleno, pero a nadie le amarga un dulce. Aunque sea el dulce ligeramente revenido de un chef con muchas estrellas pero más años. Buen provecho.

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