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milagros lópez de guereño
Domingo, 30 de agosto 2015, 22:46
Adónde me habéis traído?, preguntó la Reina Sofía en su primer y único viaje a La Habana. La inquietud era normal. La calle de edificios decrépitos estaba mal asfaltada y peor iluminada. Pararon frente a un portalón para carruajes con una gran escalera de piedra que en el pasado vivió tiempos de esplendor. Era noviembre de 1999 y la Reina se dio un baño de realidad cubana antes de subir a La Guarida, entonces y ahora uno de los paladares (restaurantes abiertos en casas particulares) más célebres de Cuba.
Entre imágenes de santos, un ángel sin ala, unas zapatillas de ballet, fotos de artistas, posters de películas... se cuela el aroma que llega de una cocina que se ha ido ampliando al ritmo que crecía el prestigio de la comida de esta casa. Sus fogones fusionan como nadie en la isla caribeña ingredientes de la mesa criolla y cubana con un toque de la gastronomía francesa y del minimalismo japonés.
Por allí han pasado artistas como Jack Nicholson, Pedro Almodóvar, Beyoncé y más recientemente Paris Hilton y Naomi Campbell. ¿Qué tiene La Guarida para que todo el mundo quiera conocerla?
Muy buen servicio, calidad en una carta amplia, un ambiente que invita a «sentirse como en casa» y una vajilla kitsch con platos cincuenteros adornados con flores. El menú sugiere entrantes tan sorprendentes como la lasaña de papaya con salpicón de mariscos y compota de cítricos, el paté de conejo con mango, tamarindo y algodón, un gazpacho de melón con camarones o tacos de marlín ahumado con ron y alcaparras.
Entre los platos fuertes, el cochinillo lechal con reducción de naranja y miel es difícilmente superable. Es la estrella de la casa y parece más un pastel de hojaldre, sin un solo hueso. Con el rabo de toro con risoto de azafrán pasa algo parecido, también está desmenuzado. «Es la mejor comida del mundo», afirma deleitándose una turista colombiana.
La Guarida se ha consolidado como el mejor restaurante privado de La Habana. Poco importa que haya que subir unas escaleras que te dejan sin resuello. Si no es con reserva es casi un milagro cenar, a menos que se esté dispuesto a esperar unas horas en el bar del restaurante o en el de la azotea. Está semitechada para placer de los fumadores -también de los famosos puros habanos- y ofrece una vista bellísima de la capital, con su malecón abierto al Atlántico.
Abierto en el tercer y último piso de un palacete venido a menos construido en 1913 por un rico médico cubano en lo que ahora es un barrio popular de mayoría negra y mestiza, el negocio ideado por Enrique Núñez y su esposa Ode cumplirá el próximo verano veinte años. Lo abrieron el 14 de julio de 1996, en pleno periodo especial cuando los apagones eran tan frecuentes que se les llamaban «alumbrones», y la escasez era tanta que la gente cuenta que se comían «filetes de corteza de toronja (pomelo) sazonados con orégano cultivado en casa y ajo».
Con mucha imaginación y solo las doce sillas permitidas por el Gobierno castrista, atrajeron a una clientela mayoritariamente extranjera -empresarios, diplomáticos y turistas-, aunque también la frecuentan músicos, artistas y cubanos vip dispuestos a asumir una factura mínima de 25 euros sin vino o tabaco, como se conoce en la isla a los famosos puros habanos.
A Enrique se le encendió la bombilla cuando la película Fresa y chocolate (1993), rodada en parte en el edificio que hoy ocupa La Guarida, ganó premios y traspasó fronteras al tocar el tema de la homosexualidad en la isla, hasta entonces totalmente tabú. Muchos turistas que viajaban a Cuba hacían un hueco en sus vacaciones para tratar de encontrar la casa de la película, en la calle Concordia.
«Anhelaban tocar con sus manos aquel pedacito de la historia del cine, pero al llegar se encontraban un hogar como el de cualquier familia cubana (era la casa de sus padres) y no el sitio barroco, lleno de simbolismos que sale en el filme. Fue así como comprendimos que debíamos hacer algo para mantener viva la historia de Fresa y chocolate y colmar la ilusión de los que buscaban la realidad detrás de la ficción».
En La Guarida, un bloque multifamiliar, se puede vivir la experiencia de un restaurante que convive con la rutina diaria de sus vecinos de los pisos de abajo. La primera vez que esta corresponsal subió hasta sus comedores, en el segundo piso los vecinos aprovechaban animados por un buchito de ron para marcarse unos pasos al son que emitía una pequeña radio. Espacio les sobraba. Su casa se abría al gran salón de columnas que sigue sirviendo de tendedero, ahora de manteles y servilletas, y de parada de descanso para asumir el reto de continuar escaleras arriba hasta el restaurante. La escalada tiene premio. Y grande.
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