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SERGIO GARCÍA
Domingo, 25 de octubre 2015, 19:01
Desde la autovía, los montes se ven verdes y negros de mineral, como en una canción de Víctor Manuel. Es el peligro que tienen los clichés, por mucho que contengan detalles firmemente anclados a la realidad. Uno viaja a Asturias pensando que los dos únicos altos hornos en activo que se conservan en España son algo así como una reliquia y descubre a un enfermo que goza de excelente salud. Pese a su innegable poder evocador y el sentimiento de nostalgia que rezuman, estos gigantes que vomitan hierro fundido "no son ninguna especie en vías de extinción", corrobora Alberto Villalta, un sindicalista curtido en cien batallas y secretario general de la Federación del Metal. Algo de razón tendrá, porque lo cierto es que de las entrañas de estas dos moles gemelas que alcanzan los 90 metros de altura salen a diario 13.000 toneladas de arrabio, el material que alumbra ese acero de gran pureza con el que lo mismo se construyen raíles del AVE que los fustes de los aerogeneradores que coronan las crestas más expuestas desde Finisterre al Mediterráneo. Heavy metal.
El artífice de este milagro es ArcelorMittal, el principal productor siderúrgico y minero a escala mundial, con instalaciones industriales en 23 países y una producción anual de 119 millones de acero líquido. En España está presente desde Etxebarri (Vizcaya) hasta Sagunto. Y, por supuesto, Asturias, donde ostenta el título de Concellu 79 -el Principado tiene 78-, que es como se conoce a los 12 kilómetros cuadrados de factorías, almacenes y oficinas que el gigante económico tiene repartidos envolviendo el cabo Peñas. Solo en esta planta -la única siderúrgica integral de España- trabajan 5.600 personas de plantilla (en Ensidesa llegaron a ser 28.000) y otras 1.900 de empresas auxiliares. El 12% del PIB de la comunidad autónoma, más si se tiene en cuenta el empleo inducido.
La producción mundial ha crecido a un ritmo exponencial y la competencia es brutal, así que la supervivencia de los hornos parece garantizada. "A diferencia de las acerías eléctricas, que trabajan con chatarra, estos hornos se nutren de mineral de hierro", explica José Manuel García, jefe del comité de Verina, que reivindica con el orgullo de un padre la calidad del producto dirigido a un sector estratégico.
Además del estandarte de la planta, los altos hornos son también el símbolo de una época. Tras la clausura en 1996 del María Ángeles de Sestao, de dimensiones mastodónticas y llamado así en honor a la mujer del ministro que lo inauguró, la estrella metalúrgica vasca parecía declinar. Unas materias primas cada vez de menos competitivas -el hierro de Vizcaya, pero también el carbón asturiano- y la reconversión industrial cambiaron la fisonomía de una región dominada hasta entonces por la siderurgia. Las sirenas que marcaban el cambio de turno arrojaban a las calles mareas de trabajadores que parecían salidos de las páginas de Germinal. "Entra en Altos Hornos, que esto no se hunde en la puta vida", le oía decir Javier Fontecoba a su padre, un gallego afincado en Barakaldo. Entró en 1985 y marchó diez años más tarde, con Asturias convertido en bote salvavidas para los que como él descendían de aquellos que colonizaron la margen izquierda del Nervión en la posguerra.
Sangrado de las cubas
No fue el único. Juanjo Fuentes Ranero, un portugalujo recién jubilado, navegó primero en los barcos de Altos Hornos de Vizcaya antes de ser jefe de turno en Sestao. O Alberto Conde, salmantino afincado en Ortuella, que todavía recuerda los ríos de arrabio deslizándose, perezosos, al aire libre, como cicatrices que dejaran entrever el infierno. Los tres acabaron en Asturias, donde la producción duplica a diario las cifras que aquel monstruo con nombre de mujer cosechó en sus mejores tiempos. Muchas cosas han cambiado. La ruta del hierro fundido discurre ahora bajo planchas de acero, con el consiguiente aumento de seguridad. A ello contribuyen también los trajes ignífugos, aluminizados, los protocolos antigases, los controles constantes para mantener a raya la contaminación. Aunque el calor y el olor a azufre le envuelvan a uno como un traje de neopreno en cuanto se acerca a cien metros del crisol: "Aquí, en 10 minutos, sudas como si hubieras trabajado seis horas", relata Conde.
El alto horno es, resumiendo, una inmensa cuba forrada de ladrillo refractario que alcanza los 90 metros y donde se reduce el mineral de hierro con ayuda del cok y el aporte de aire caliente y carbón en polvo. La carga, que alterna acopios de metal y combustible, se hace desde arriba, alimentado por cintas transportadoras que conectan las tolvas y la planta de granulado con este coloso de aspecto amenazante que nunca duerme. Tres turnos de trabajo de 25 personas cada uno garantizan un flujo constante de arrabio, el hierro fundido a temperaturas que oscilan entre 1.480º y 1.500º. El espectáculo es apabullante, con los operarios sangrando la base del cilindro y dando lugar a ríos de lava incandescente, con la escoria -menos densa- flotando en la superficie y desviada a un solar anexo donde se enfría con agua entre chisporroteos, nubes de vapor y un fuerte olor a azufre. El caldo que sale de las piqueras se desliza como una serpiente de un rojo hipnótico hasta una plataforma oscilante desde donde llenan los torpedos que llegan por vía ferroviaria, cada uno con capacidad para 240 toneladas.
Pese a su descomunal tamaño y los recursos que absorben, los altos hornos son solo un paso más de una cadena de producción que arranca en el parque de acopios -el de carbones, en Aboño-, donde el mineral de hierro llegado en barco a El Musel desde lugares tan dispares como Brasil, Liberia, Canadá o Australia, se dispone en largas parvas donde se mezcla por capas como si fuera café. De allí pasará a la planta de sinterización, donde se aglomera mediante calor. Será este producto el que se introduzca en el cilindro junto con el cok, un destilado de carbón que actúa de combustible. Una vez llenas las cubas de mineral de hierro y cok, se inyecta aire caliente y polvo de carbón a través de las 29 toberas abiertas a media altura en cada uno de los hornos gemelos. El material resultante es lo que se conoce como arrabio, el caldo incandescente libre de escorias, que deberá sin embargo someterse a más transformaciones, primero en una planta de desulfurado, para quitarle el azufre; después en la propia acería, donde mediante una técnica de soplado con oxígeno reduce la presencia de carbono por debajo del 2% para conseguir así el acero más templado.
La colada pasa desde allí a los trenes de laminación, que trabajan con tres únicos productos: blooms, palanquillas slabs, estos últimos elaborados en la vecina Avilés. Del primero salen los raíles que se utilizan en la construcción del tren de alta velocidad; del segundo el conocido como alambrón, que se emplea lo mismo para tornillería que para el cableado que recubre los neumáticos. Los slabs, son planchas rectangulares de longitud y grosor variables, que tienen por destino los fustes de las torres eólicas, el sector naval, la calderería... También las líneas de galvanizado, que abastecen al sector del automóvil o de la construcción; y el de la hojalata. Las latas de refrescos o las de conserva que guarda en su despensa muy posiblemente hayan tenido su origen en el Concellu 79. Esa Asturias verde de montes, negra de minerales. Y al rojo vivo.
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