icíar ochoa de olano
Sábado, 2 de abril 2016, 21:58
La Virgen de La Soledad hacía su entrada en la Plaza Alta de Badajoz, el pasado Viernes Santo, cuando un ruido seco y metálico provocó una estampida entre los nazarenos y l os asistentes a la procesión. Un borracho había propinado un puntapié a una puerta de chapa en la calle. Los servicios sanitarios tuvieron que atender a dos ciudadanos, presas del pánico, y a otros tres que resultaron heridos leves. Al día siguiente, en la enlutada capital belga, el miedo se cargaba una protesta contra el miedo. Los promotores de una gran manifestación en apoyo a las víctimas del 22-M y contra el terror, prevista para el domingo, decidían desconvocarla por «motivos de seguridad». El martes, el secuestro de un avión egipcio disparaba las alarmas internacionales y ayer mismo una orden de desalojo en el metro de Madrid motivada por un fallo informático desataba la angustia entre los usuarios
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El terrorismo yihadista se nutre de sembrar la muerte pero, sobre todo, de inyectar el veneno de la psicosis en la sociedad, de inocular a los ciudadanos el temor irracional a morir en un ataque brutal e indiscriminado. ¿Quién estos días no ha imaginado con estremecimiento cómo sería una explosión mientras esperaba al metro?¿Quién no ha aligerado el paso en una estación de tren o de autobús para abandonarla cuanto antes? «Es la guerra psicológica. No buscan hacernos reaccionar, sino instalarse en nuestras conciencias», asegura John Hogan, psicólogo y director del Centro Internacional para el Estudio del Terrorismo, ubicado en Pensilvania.
La actividad cruenta del integrismo islamista y el estado de alerta permanente y de sobresalto al que nos aboca ya se han cobrado un precio psicológico. «Vivimos en una sociedad autocomplaciente que estaba acostumbrada a que los atentados ocurrieran a 5.000 kilómetros, en un mercado de Bagdad. Hoy suceden aquí, en nuestras calles, en el corazón de la Vieja Europa, en Bruselas, en París, en Londres, en Madrid. Y eso provoca un nivel de afectación muy alto. Primero, en forma de incredulidad y luego, de alarma, inquietud, ansiedad, miedo... sobre todo de miedo. Como el que aún siente Ana Lojas, que esperaba el tren el 11-M en la estación de Atocha para ir a su trabajo como cuidadora de niños. El atentado le golpeó el cuerpo (sufrió heridas y daños en los oídos) y la mente. «El 11-M me cambió la vida», contó en una entrevista hace tres años. «Tienes muchos miedos, y en casa no siempre te entienden. Cuando mis hijos cogen el tren, siempre estoy metiéndoles miedo, porque se me viene el recuerdo de aquel día. No soy la misma persona, con mis miedos, mis tratamientos...».
Gente que lo pasa muy mal
«Tenemos delante un actor no dialogante que se autoinmola y mata a niños. No podemos encontrar lógica y eso nos genera, además, indefensión, vulnerabilidad, angustia. Como consecuencia de todo esto, entre el 10% y el 15% de la población, que se corresponde con esas personas que tienden a dar muchas vueltas a las cosas, lo está pasando muy mal desde el punto de vista psicológico», cuantifica desde el Hospital La Paz de Madrid Pau Pérez-Sales, doctor en Psiquiatría y experto en el impacto de experiencias extremas en la salud mental.
El miedo, explica, es una respuesta razonable y lógica ante una amenaza. Activa una serie de mecanismos primarios destinados a la autoprotección. «Los que no lo tienen en un escenario de peligro caen los primeros. Por tanto, es sano, protector», recalca el médico. A ese dispositivo se le llama el cerebro reptiliano y es el que ha mantenido a la especie humana a salvo hasta hoy. Funciona así: ante un fuerte ruido, nuestro sistema nervioso anatómico reacciona de forma instantánea enviando una señal al centro del miedo en el cerebro, la amígdala, que desata un torrente de cortisona y adrenalina. El corazón y la respiración se aceleran. Empezamos a sudar. Estamos listos para luchar o para huir. El problema surge en dos casos: cuando el estado de alerta se cronifica y el estrés empieza a hacer mella, o cuando el miedo es tan intenso que, o bien nos produce un bloqueo y entramos en pánico, o bien, nos hace tomar decisiones emocionales que desembocan en respuesta impulsivas, en lugar de racionales y derivadas de una análisis de la realidad.
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Para domesticar esta emoción, Pérez-Sales empieza por recomendar un ejercicio individualizado que nos permita distinguir los temores específicos de los intangibles. Lo expone de forma sencilla y gráfica. «El primero es un perro que me ataca. Se trata de una amenaza concreta. Por tanto, puedo trazar un plan, como subirme a un árbol. El segundo es un niño y el cuarto oscuro. Le alarma aunque no sabe lo que hay dentro. Es un miedo vago que impide concretar una estrategia de autodefensa y que, a menudo, activa respuestas primarias».
-¿Una respuesta primaria al miedo es, por ejemplo, la reacción que protagonizaron los ultras irrumpiendo en el homenaje a las víctimas de Bruselas?
-Eso es. Los humanos estamos programados para asociar estímulos del entorno que podrían ser potencialmente amenazantes. Es lo que llamamos prejuicios. Asociar determinadas personas y determinados entornos con una amenaza no tiene una causa racional. Cuando esto le ocurre a una persona o un grupo que no está bien informado o que no tiene todas las herramientas para ello, actúa en función de intuiciones y prejuicios ofreciendo una respuesta de pánico o de agresión contra terceros.
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Entre los expertos en salud mental y en terrorismo no hay fisuras a la hora de preescribir el antídoto contra la psicosis del terror: racionalizar la situación y calibrar el riesgo real. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recuerda a este respecto que las muertes en el mundo por terrorismo suponen el 0,00058%. Dicho de otra manera, resulta muchísimo más probable fallecer en un accidente de tráfico, un homicidio, un ahogamiento o un incendio que en un ataque terrorista.
Conmigo no van a poder
A esa receta, Pérez-Sales añade una buena ración de espíritu crítico, por encima de lo que piden las vísceras, que suele ser dar caña al malo. Porque uno de los grandes riegos del miedo es el populismo. «Cuando caemos en la tentación de dividir el mundo entre buenos y malos, estamos más predispuestos a aceptar soluciones gubernamentales que priman la seguridad sobre la libertad, o el castigo a terceros, aunque sea de forma injusta. Por ejemplo, apoyar el envío de cazas a bombardear población civil en Siria o el recorte de libertades ciudadanas». En esa misma línea se expresa Nabil Sayez, un psiquiatra sirio afincado en España desde hace medio siglo y que trabaja con refugiados. «El miedo es inevitable, pero gestionable. Y es preciso hacerlo porque nos vuelve más conservadores y más favorables a políticas represivas; el miedo se carga la solidaridad».
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El conocido filósofo, ensayista y pedagogo José Antonio Marina asemeja el miedo con el trastorno obsesivo-compulsivo. «Somos el ser más miedoso. Tenemos miedo de los peligros reales y de los que imaginamos. El miedo es un buen aliado, pero cuando la imaginación se pone a trabajar es preciso parar el proceso de generación de imágenes de actos terroristas que pone en marcha nuestro cerebro». La fórmula para romper ese círculo vicioso no es milagrosa. Ni tan siquiera sofisticada. «Consiste en concentrarse en otras cosas, en compartir ese miedo explicándoselo a otras personas, en hacer ejercicio, y en tratar de revertir esa preocupación en indignación y furia, en un conmigo no van a poder. Esa actitud de resiliencia y reafirmación nos proporciona energía para resistir al miedo».
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