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Retrato de Juanelo Turriano.

El relojero del emperador

Juanelo Turriano fue el Leonardo de Vinci de Carlos I: ingeniero, inventor y astrónomo, su gran obra, el Artificio de Toledo, 'subía' agua del Tajo a la ciudad

BORJA OLAIZOLA

Domingo, 22 de mayo 2016, 22:20

«Fue alto y abultado de cuerpo, de poca conversación y mucho estudio, y de gran libertad en sus cosas; el gesto algo feroz, y la habla algo abultada, y jamás habló bien en la española». El guipuzcoano Esteban de Garibay, cronista oficial de Felipe II, despidió con esa semblanza a su amigo Juanelo Turriano a su muerte en 1585. Turriano, hoy un desconocido fuera de los círculos de la historia o la ingeniería, fue una de las grandes celebridades del Renacimiento gracias a su sorprendente ingenio a la hora de concebir aparatos mecánicos. Nombrado primero relojero de la corte por Carlos I y ascendido luego a matemático por su hijo Felipe II, sus máquinas despertaron tanta o más expectación que las de su coetáneo Leonardo da Vinci y fueron glosadas por figuras como Cervantes, Góngora, Lope de Vega y Quevedo. La más famosa de todas ellas, el llamado Artificio de Toledo, que elevaba el agua desde el cauce del Tajo a lo más alto de la ciudad, dejó de funcionar hace cuatrocientos años.

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Imaginemos que Obama ficha a un joven Bill Gates y lo incorpora a su gabinete de la Casa Blanca para que le eche una mano con la informática. Salvando las distancias, eso fue lo que ocurrió cuando en 1529 Carlos I nombró a un joven artesano lombardo que se hacía llamar Giovanni Torriani relojero oficial de su corte. Los relojes eran la tecnología punta de la época, sobre todo los que se fabricaban para los grandes personajes, ya que incorporaban una compleja maquinaria que, además de señalar la hora, daba cuenta de la posición exacta de los astros. A Torriani, un prometedor artesano afincado en Milán, le habían contratado para reparar la más avanzada pieza de relojería que se conocía, una máquina de 1381. El reloj era el obsequio que el gobernador de Milán quería entregar a Carlos I con motivo de su coronación imperial en Bolonia en 1530.

El monarca, que acababa de vencer a los franceses en Pavía, era ya el hombre más poderoso del planeta. Fascinado por la maquinaria de los relojes, no tardó en pedir que llevaran a su presencia al que era entonces el mejor especialista. Carlos se sorprendió ante los conocimientos del joven Torriani, que no sólo se mostró dispuesto a arreglar el reloj que le iban a regalar sino que le prometió que iba a hacer uno aún mejor. Esa mezcla de erudición y desparpajo sedujo a Carlos I, que decidió incorporarle a la corte con el cargo de relojero. Giovanni Torriani, que a partir de entonces pasó a ser Juanelo Turriano, se embarcó en la tarea de hacer un ingenio nunca visto, un reloj de 1.800 piezas que tardó casi dos décadas en terminar.

El reloj recibió el nombre de Planetario y colmó las expectativas del emperador, que recompensó a su autor con una pensión anual de 150 ducados y el encargo de otro proyecto: un nuevo aparato aún más complejo rodeado por una estructura de cristal para que su maquinaria quedase a la vista de todos. Turriano debió esmerarse porque el Cristalino, que es como se llamó el nuevo reloj, dejó boquiabiertos a quienes tuvieron la oportunidad de contemplarlo y se convirtió en la comidilla de todas las cortes europeas. El paso del tiempo que tanto había fascinado al emperador empezó a pasarle factura y en 1556 se retiró a un segundo plano después de dejar el trono a su hijo Felipe. Turriano le acompañó a Yuste y formó parte de su círculo más próximo hasta que murió dos años más tarde. Los mecanismos que fabricaba, entre ellos sencillos autómatas, se convirtieron en el pasatiempo preferido de sus últimos días.

Reclamado por el Papa

El nuevo monarca no heredó la afición a las máquinas de su padre, pero aprovechó el talento del lombardo para cuestiones más prácticas. El relojero fue requerido para supervisar obras hidráulicas y asesorar en la construcción de la que fue entonces la mayor presa del mundo, el pantano alicantino de Tibi. Su prestigio había crecido y le llovían encargos para fabricar relojes de todas las cortes europeas. Incluso el Papa escribió a Felipe II con el fin de que se trasladase a Roma para ayudarle en la reforma del calendario juliano. El rey, sin embargo, se resistió a desprenderse del talento del relojero, que a esas alturas ya había sumado a su antiguo cargo el de matemático de la corte. Amigo de Juan de Herrera, que era el arquitecto real, se cree que participó en la construcción de El Escorial diseñando grúas y otros ingenios que aceleraron los trabajos.

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Planetario

  • Turriano hizo dos grandes relojes para Carlos I, el Planetario y el Cristalino. El primero revolucionó la relojería tenía 1.800 piezas, mostraba las esferas planetarias y marcaba las horas solares y lunares. Al emperador le gustó tanto que le recompensó con una pensión anual de 150 ducados y el encargo del Cristalino, otro aparato que estaba cubierto por una estructura de vidrio. Ambos relojes desaparecieron en un incendio.

  • Algunos de los que hizo entretuvieron a Carlos I en sus dos años de retiro en el monasterio de Yuste antes de morir. El que se ve a la derecha lo hizo para Felipe II un monje que andaba y movía los brazos.

Turriano se afincó con su familia en Toledo y allí recibió un encargo que iba a cambiar su vida: construir una máquina capaz de elevar el agua desde el cauce del Tajo a lo alto de la ciudad salvando un desnivel de 100 metros. El italiano, que superaba ya con creces los 60 años, recurrió a toda la experiencia que había acumulado y alumbró un proyecto tan ingenioso como práctico. El que a partir de entonces fue conocido como el Artificio de Toledo consistía en una colosal estructura de madera que aprovechaba la energía de la corriente del río para subir el agua a través de unas enormes cucharas movidas por engranajes. La máquina entró en funcionamiento en 1569 con un rotundo éxito, ya que procuraba un caudal de agua muy superior al que figuraba en el contrato firmado con la ciudad.

Turriano triunfó allá donde habían fracasado proyectos apadrinados por ingenieros alemanes, flamencos y franceses. Incluso el arquitecto Brunelleschi había tenido que abandonar unos años antes Toledo con la cabeza baja porque había sido incapaz de solucionar el problema del abastecimiento. El éxito proporcionó al relojero y matemático una proyección universal y su ingenio fue glosado por toda la nómina de escritores del Siglo de Oro. El Artificio arruinó también a Turriano, ya que la ciudad se resistió a devolverle el dinero que había invertido en la obra porque el agua iba a parar al Alcázar, que era propiedad real, y no a las fuentes públicas. Se construyó entonces un segundo ingenio para abastecer a todos los habitantes que se terminó en 1581.

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Turriano moriría cuatro años después sin recibir la recompensa apalabrada, lo que hizo que en torno a su figura surgiesen habladurías que mezclaban leyenda y realidad. La más célebre es la del Hombre de Madera, un autómata que habría fabricado para que fuese todos los días hasta el palacio del obispo a por una hogaza de pan que amortiguase su pobreza. Antonio Lázaro, que escribió una novela en torno a la leyenda -'Memorias de un Hombre de Palo'-, cree que la pobreza del relojero era más retórica que real aunque recuerda que la catastrófica situación económica de la época, con tres bancarrotas en menos de 40 años (1557, 1575 y 1596), afectó a toda la población. La penuria también se llevó por delante los artificios, ya que no había fondos para costear su mantenimiento y dejaron de funcionar hace cuatro siglos. Los aguadores -azacanes- recuperaron su trabajo y los ingenios fueron saqueados.

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