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En diligencia al Yemen maño

De Malanchón a El Poyo del Cid hallamos molineros millonarios, llaneros solitarios, manadas de rinocerontes, kashbas, jotas difamadoras y jamón, jamón

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Domingo, 31 de julio 2016, 22:17

Los galenos mienten cuando satanizan la tensión alta. En Malanchón, a cien kilómetros de su capital, Guadalajara, y a 130 de Teruel, la conversión de su erial en un campo de Criptana de molinos de acero y fibra de carbono ha permitido a sus 247 empadronados dotarse de u n centro cultural, un museo, un gimnasio, un multiusos, una pista de pádel, un minigolf y, también, tirar el pueblo entero por la ventana en sus últimos festejos. «Emilio Huertas, Manuel Díez 'El Cordobés' e Iván Fandiño lidiarán toros de la ganadería de Albarreal», anuncia aún el cartel en la pared de su señor coso, en el arcén de la N-211, once meses después, como un monumento en papel plastificado.

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Los cables de las torres, torretas y viejos postes de electricidad forman un pentagrama antiguo de once líneas sobre el páramo gris que ha electrizado Iberdrola. En las dos filas más altas, un cuarteto de gorriones se relaja en formación de semicorchea. A su alrededor, ochenta y cuatro aerogeneradores giran sus lucrativas aspas en terrenos del pueblo. La mejor ráfaga de viento les llegó, sin embargo, hace un par de años, cuando un tribunal falló a su favor en un litigio con la titular del parque eólico con mayor potencia del Viejo Continente y el municipio le sacó casi tres millones de euros.

«Primero cambiamos todo el saneamiento del municipio y luego nos gastamos 100.000 euros en la corrida. Pues claro que sí», aplaude bien plantada Mercedes, la farmacéutica del pueblo y alcaldesa consorte. A la hemeroteca, la faena le sale justo el doble. «La ocasión lo merecía», apostilla. Se conmemoraban cien años de la plaza de toros, levantada piedra a piedra por los antepasados de Maranchón, tratantes de mulas que hicieron provechosos negocios en la Europa devastada de la Segunda Guerra Mundial. El conjunto escultórico que los rememorará en un lugar preferente de la vía pública ya está encargado.

Cambiamos de aires para regresar por unas horas a dominios sorianos y sumergirnos en las salvajes Hoces del río Jalón. En el camino, saco de mi cabeza al ingenioso hidalgo y devuelvo a su sitio al caballero burgalés. No vamos solas tras él. A pedaladas persiguen su rastro Luciano, un funcionario granadino, y Susana, una ama de casa valenciana. Hace doce años dejaron de fumar y no se han bajado de la bici. Primero, para hacer el Camino de Santiago. Ahora, para conquistar el del Cid.

Llegamos en tercera a Somaén. Con las vetas de sus 4.600 años expuestas en los despeñaderos rojizos que la sostienen, se me antoja un pueblo comanche. Más adelante, Montuenga de Soria nos sumerge de lleno en el far west castellano-aragonés, vasto, sediento y cegador. La diligencia de John Ford podría adelantarnos en cualquier momento. Salimos del coche. Las fosas nasales se desecan. Sin lubricación, la nariz es una piedra. Según AccuWeather.com, el porcentaje de humedad es del 18%. Sobre un promontorio alargado y escarpado, nos miran los despojos de una fortaleza medieval, a duras penas ya vigilante del paso natural entre la meseta y la cuenca del Ebro. Una paisana si n sonrisas en la fresquera nos cuenta a través de la verja de su casa que el Ministerio de Cultura lo subastó a un comprador privado, que ese se lo vendió a otro zutano, y que este «ya ha metido la luz y el agua». «El caso es que lo arreglen».

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Paramos a repostar en una gasolinera fronteriza, la última de Soria antes de poner los neumáticos en Aragón. Allí está, como el llanero solitario, Ángel. Es su primer día de trabajo después de dieciocho meses en el paro y dieciocho años cotizados en el mismo surtidor. «Cerraron porque la gasolina era más cara que en Aragón y todo el mundo se iba allí a llenar el depósito. Ahora es al revés y la han vuelto a abrir. Política, ya sabe», sintetiza resignado. Qué agudo estuvo sin sospecharlo aquel ministerio franquista de Turismo. Spain, en efecto, no se parece a nada.

Con diésel a precio rebajado, piso con alegría el acelerador por suelo zaragozano. En Monreal de Ariza no nos espera nadie. Me siento el sheriff Kane cuando sale a las calles desiertas de Hadleyville en busca de los malos en 'Solo ante el peligro'. En las faldas del fortín, deshecho como un castillo de arena en la orilla de la playa, la mayoría de las casas están cerradas desde el último agosto. Hasta las siete de la tarde, cuando el sol se atempera, la escasa vida que allí queda se concentra en el bar. Una docena de agricultores en edad de jubilación se juega unos céntimos al guiñote. En siete minutos me hago con la doble nacionalidad. Oigo «maña» y me vuelvo. Entretanto, Basilio y Saturnino, dos hermanos solteros de 76 y 83 años, se interesan por el estado civil de la fotógrafa. Lo cierto es que se conservan bien. «El truco es no discutir con nadie», prescriben.

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Interrogo a Baltasar, un albañil metido ahora a hostelero, por las cuevas excavadas en la roca alrededor del castillo. ¿Bodegas en el desierto? «Aunque no lo parezca, estas fueron tierras de viñedos. Pero llegó la filoxera y arrasó todo. Luego fueron tierras de frutales. Las mejores reinetas del país salían de aquí. Más tarde vino la sequía y la Unión Europeo pagó para que se arrancara todo. Ahora, con el Jalón escaso y sin trasvase del Duero, todo es cereal. Si quisieran, esto sería la bomba. Las hortalizas se dan aquí de miedo. Pero no quieren», se lamenta.

Por el Jiloca a Marruecos

La calle San Pascual Bailón y Google maps nos ponen rumbo a Calatayud. La letra de la jota se me resiste. Poco a poco cambiamos el western medieval por una safari fuera de escala. Conduzco entre los lomos de una manada de rinocerontes. Es la abrupta y estéril serranía que flanquea la vieja Bílbilis, una vez domicilio de Abderramán III, de los Tuyibíes y los Hudíes -ambos linajes oriundos del Yemen- y también de la Dolores. Bajo el recinto fortificado árabe más antiguo de la península, donde esta noche se prepara una de moros y cristianos, me entero con decepción de que la protagonista de la ópera de Tomás Bretón no fue una maña zalamera y liberal, coleccionista de amantes sin remordimiento. Al parecer, un malnacido al que dio calabazas se vengó con una coplilla «que la mató de vergüenza y sinsabores», contrarresta otra. Me consuelo con un baño especiado de arquitectura mudéjar proclamado y con razón patrimonio mundial de la Humanidad. Si grito, me sale en bereber.

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Abandonamos de buena mañana el cuartel militar de la taifa musulmana de Zaragoza, con la que tan buenas migas hizo el diplomático Campeador. El Jiloca pronto nos muestra su vigor fertilizante. En su vega, los regadíos sacan brillo al verde tonificante del maíz. A ráfagas veo melocotoneros y cerezos, viñedos y cereal, casas de adobe, restos de kashbas y minaretes con azulejos centelleantes bajo el sol. El valle marroquí del Draa debe ser algo así.

Mucho poderío el que exhibe Daroca como para pasar de largo sin curiosear en sus patios, pasadizos y rincones en busca de reminiscencias de su origen yemení. Esquivamos el Anillo de Gallocanta, escala de cinco estrellas para las aves en su trasiego intercontinental, ofuscadas por una denominación de origen. Pasado el mediodía, después de un desayuno frugal, fantaseo con Calamocha. En la travesía jamonera me siento como Charlie en la fábrica de chocolate, pero con unas décadas más. Al cuchillo, Rafa, un turolense de Polonia al que el manjar no le dice gran cosa.

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Desde allí se han escapado en bicicleta hasta el Poyo del Cid Sara y Lidia. Las adolescentes se broncean recostadas en la estatua del «hombre que echó a los moriscos de España». Han aprobado todo -Historia incluida- y piensan invertir el verano al cincuenta por ciento en piscina y discoteca. A vivir se marcharán fuera. Tal vez a Madrid o Barcelona. O a Friburgo. «Al que no se mueve de un sitio, se le acaba el sustento», aleccionaba el 'Cantar' ochocientos años antes del brusco despertar.

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