Mikel Izal, en un selfi con la banda, durante un trayecto en furgoneta entre Madrid y Pontevedra. Llevan diez meses de gira y 50.000 kilómetros encima. Precisamente dedicaron a Supersubmarina su concierto de Pontevedra, el pasado martes.

El peaje del rock

«Conduce, malcome descarga, monta, enchufa, prueba... De fuera, este mundo parece muy chulo. Lo difícil es no tirar la toalla»

icíar ochoa de olano

Jueves, 18 de agosto 2016, 20:05

Si la Dirección General de Tráfico se pusiera a clasificar a los usuarios del asfalto durante estas fechas en función de su actividad profesional, le saldría una canción. La hiperactividad fiestera y festivalera que sacude al país en cuanto se abre la veda veraniega vuelca sobre la red nacional de carreteras a cientos de bandas musicales. Mientras media España se tuesta al sol, grupos desconocidos, en eclosión y con miles de horas de vuelo sobre el asfalto, devoran kilómetros en todas las direcciones de la geografía doméstica para no perder bolo. Ayer, Cambados. Hoy, Barbastro. Mañana, Punta Umbría. Por mucho que gusten, o precisamente por ello, siempre con los amplificadores a otra parte; siempre en permanente tránsito.

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El nomadismo inherente al rock les expone al desarraigo, a la anarquía vital y, sobre todo, a los sobresaltos de la carretera. El último fin de semana le tocó a Supersubmarina. El cantante, José Chino, y el batería, Juan Carlos, continúan ingresados en un hospital de Jaén después de sufrir un serio accidente de tráfico en la N-322, cerca de Úbeda. Eran las ocho de la mañana. Regresaban a casa después de actuar en el Medusa Sunbeach Festival, de Cullera. La banda anunció ayer que suspende todos los conciertos programados para los próximos meses.

Sucesos más o menos periódicos como este devuelven el carácter mundano a un oficio cuyo glamur se reduce, la mayor parte de las veces, a las dos horas en que los micrófonos están abiertos. Antes y después, suele tocar remangarse o, simplemente, hacer tiempo en algún lugar anodino. Vetusta Morla lo dejó por escrito en 'Memoria instantánea' (Temas de hoy), un «inventario de sensaciones» tras dos años y nueve países de gira en donde lo que abunda, junto con los instantes de éxtasis sobre el escenario, aseguran, son los tiempos muertos y las gasolineras. «La actividad más común durante una gira es esperar a que algo suceda». Vamos que, incluso aupados por la ola del éxito, fuera del circuito de las estrellas, todo lo demás son 'curritos'.

Que se lo digan a Javier Ojeda. Ingresó en Danza Invisible allá por el 82, enmarcó dos discos de platino y sólo en esta semana se va a meter entre pecho y espalda ocho conciertos en siete días. De Calamocha a Melilla pasando por Los Barrios, en Cádiz. Es la semana «más bestia» del verano, que no el verano más bestial. Aquel aconteció en 1990, cuando le dijo a 'Catalina' «ya no puedo darte más» en sesenta escenarios diferentes. «Fue muy salvaje. Tanto que caí en una pequeña depresión. Pensé que ese mundo loco, aquella rutina feroz, no era para mí». Claro que, entonces, «vivíamos todos los tópicos del rock and roll. Todas las imprudencias y majaderías asociadas a él las cometimos. Incluido, dejarnos llevar por un conductor soplado en medio de la noche. A veces, muchas, estás frito por llegar a tu casa». En esos frenéticos años se desplazaban, recuerda, en un Ford Transit de alquiler con radiocasete. Ahora lo hacen en un Renault Trafic, también arrendado, con aire acondicionado y poco más. La logística apenas ha cambiado en este tiempo. 'El blues del autobús' de Miguel Ríos continúa siendo un reflejo bastante fidedigno del pan nuestro de cada día de los músicos. Hasta ahora, Ojeda no había comenzado a acusar tanto trajín. «Esto empieza a cansar. Ya no tiene el aliciente de antes. Me conozco cada rincón de España, he pinchado en todas las carreteras y la espalda está ya 'machacaílla'. Me ha salido una hernia discal de pasar tantas horas sentado...», cuenta desde La Nucía, en Alicante, donde acaba de hacer la enésima prueba de sonido, consciente de que sus pucheros se evaporan en cuanto pone el pie en el escenario y la fábrica de serotonina se pone a funcionar a todo gas. Ese es el veneno letal de la música.

Su paisana Laura Insausti es la mamá de una niña de tres años, la esposa de un jugador sueco de baloncesto con plaza en un equipo israelí y la voz cantante de la banda Dry Martina. Después de ocho años autotrasladándose de bolo en bolo en sus coches particulares, el pasado abril consiguieron con su nuevo disco, 'Ahora!', el galardón al Mejor Álbum de Jazz en los Premios de la Música Independiente, y este verano se han podido dar el «lujo» de contratar a una persona que conduzca y ayude a montar y desmontar el escenario. Si el globo continúa engordando, el siguiente paso será fichar a un técnico de sonido y evitar que te toque por ahí uno «chungo» y «te jorobe el concierto». Ya se relamen.

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Los malagueños saborean la nueva etapa sin disimulo. Confían en haber dejado atrás los «cuartuchos insalubres en los que me he tenido que cambiar», los cuadros eléctricos victorianos y las comarcales en las que te sorprende un rebaño de ovejas y no llegas a tiempo al concierto de turno. «De fuera, este mundo parece muy chulo, pero es muy sacrificado. Lo difícil es no tirar la toalla. Lo habitual es que no salgan las cuentas. Además comes mal, engordas, duermes poco porque los hoteles hay que dejarlos a mediodía y en algunos festivales se toca muy tarde... En realidad esto es un 'conduce, descarga, monta, enchufa, prueba y luego súbete al escenario al cien por cien».

Un poco de tele para dormir

En un área de servicio entre Madrid, su sede, y Pontevedra, donde pararon anteayer, el vitoriano Mikel Izal se pide un zumo de naranja y un bocadillo. Es solo mediodía y los músicos lucen despejados.

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En lugar de una banda de pop-rock esto parece una excursión de boy-scouts .

Bueno, somos niños buenos, aunque también nos gusta celebrar los conciertos, siempre que no tengamos otro al día siguiente. Somos profesionales y tenemos presente que la gente no paga una entrada para vernos al 70%.

Debe costar lo suyo no salirse de madre cuando, apagados los focos, el cuerpo sigue bajo los efectos de una sobredosis de adrenalina. «Necesitas como nada un par de horas antes de poderte poner a dormir. Yo muchas veces me voy al hotel y me pongo la tele». Como también cuesta lidiar con «tantos tiempos de espera vacía en barracones prefabricados» (los camerinos de los festivales). Ya han coleccionado unos cuantos durante los 50.000 kilómetros y los diez meses de gira que llevan con 'Copacabana', el disco que les ha liberado de cruzar España con los instrumentos en el regazo y de alojarse en pensiones de media estrella, «como antes, cuando todo salía a deber». Ahora se pueden permitir ir leyendo y hasta reclutar un conductor suplente si es preciso.

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Tres décadas 'on the road' dan para lunas de autobús que se desploman en marcha, polizones interceptados tras 850 kilómetros de ruta, furgonetas patrocinadas y divorcios amistosos a la hora de viajar. Goyo Yeves, saxo y flauta de Celtas Cortos, no se deja llevar. Lejos de eso, se pega con Alberto, el violinista, por ponerse al volante. Junto con Antón, el gaitero, son los insomnes, los puntuales, los no fumadores, los sibaritas de los menús, los hoteles y las rutas panorámicas y los «marujas». «No paramos de hablar y de comprobar datos en Internet. Nos encanta comentarlo todo y los viajes se nos pasan volando. Vamos de lo más entretenidos». Al resto del grupo -Jesús Cifuentes, el cantante, y otros cuatro músicos- los lleva el 'road manager' «en un coche fúnebre», se mofa.

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