SERGIO GARCÍA
Martes, 1 de noviembre 2016, 21:40
La mujer tiene la mirada opaca, como si la solitaria nube que sobrevuela el cielo hubiera decidido asomarse al pozo de su ojo derecho. Lleva en brazos a un bebé de cuyos párpados se adueña la gravedad hasta abrazar sus pestañas. El termómetro marca 50º y el entorno desolado no contribuye a mitigar la sensación de calor asfixiante. Detrás del muro en el que ambos se apoyan se yerguen las Torres del Silencio, el altar donde los seguidores de Zaratustra abandonaban a sus muertos desde antes de que Jerjes batallara con los griegos, repartidos en terrazas donde eran pasto de las aves carroñeras. Se respira una atmósfera de apocalipsis que abonan dos perros enzarzados en una pelea a dentelladas, como una de esas películas de exorcistas que excavan en el origen del mal. El primer profeta del monoteísmo todavía tiene sus incondicionales, se calcula que unos 25.000, la mitad solo en Yazd, la ciudad que se levanta donde confluyen dos de los desiertos más temibles del planeta, el de Kavir y Lut. La antesala del infierno.
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Durante siglos, los mercaderes de la Ruta de la Seda siguieron la cresta de las dunas en busca de riquezas sin número y muchos hallaron la muerte a manos de los bandidos o del calor y la sed, que son señores absolutos de este mar de arena. Las únicas fuentes son las que manan de la imaginación y el viento te devuelve los jadeos en forma de sal. Los musulmanes llaman al desierto el Jardín de Allah, quizá porque es todo armonía y su belleza está despojada de oropel. Marco Polo ya hablaba de Yazd en su 'Libro de los Milagros'. Hasta allí viajó con su padre y su tío en busca de los tesoros de China, una epopeya que empezó con 17 años y que le llevó otros tantos completar. El 'viaje' por excelencia.
En este inhóspito rincón del mundo, dos invenciones ayudaron durante siglos a hacer posible la vida: los qanats y los caravanserai. Los primeros, galerías subterráneas para la captación de agua que permiten conducir el suministro hasta lugares donde las precipitaciones son prácticamente inexistentes, alumbrando así pequeños milagros como plantaciones de pistachos y granados en un medio por naturaleza hostil; los segundos, una red de posadas con vocación defensiva, donde los mercaderes buscaban refugio, descanso y alimento para ellos y sus cabalgaduras. De aquellas posadas fortificadas sólo quedan ruinas, salvo donde la iniciativa privada ha decidido levantar un hotel. Como en Zine-Odin, al que ningún empresario hostelero distinguiría con estrellas pero desde cuyo terrado se contempla la galaxia.
Yazd conserva un catálogo de curiosidades que alimentan el interés de cualquier viajero, desde la Mezquita del Viernes, con sus azulejos azules y verdes, o ese lienzo de piedra que es Amir Chaqmaq, que tiene más de decorado que de edificio al uso; hasta la conocida como Prisión de Alejandro, una escuela coránica levantada muchos siglos después de que el conquistador de Asia honrase a la ciudad con su presencia. O el Templo del Fuego, donde perdura la llama eterna que se supone han mantenido viva los adoradores de Zaratustra desde la noche de los tiempos. Pero si uno quiere sumergirse de verdad en la máquina del tiempo debería adentrarse en los sabbats, ese dédalo de callejuelas modelado en barro que se retuerce hasta el delirio, donde cada esquina depara una sorpresa, entre chorros de luz que se cuelan por las arcadas y ofrecen una tregua frente a los rigores del sol abrasador. Mujeres envueltas en chador que recorren las galerías como guardianes de la Revolución; motocicletas que surgen de la nada y esquivan por poco las paredes angostas; tahonas que desprenden aroma a pan recién hecho. Una mujer se recorta sobre el umbral de una tetería. Ríe a carcajadas y nos arrimamos a ella para pegar la hebra, no pasemos por alto el único signo de normalidad en un país donde la mujer es tratada a menudo como un jarrón. «Nací en Milán», contesta. Definitivamente, siempre hay lugar para la sorpresa.
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