ICÍAR OCHOA DE OLANO
Miércoles, 30 de noviembre 2016, 21:21
Ustedes, los australianos, dan por hecho que van a tener acceso a una educación libre, comida, todo tipo de ropa (más allá de unos zapatos y ropa interior), un tejado encima de sus cabezas, un servicio de salud a su disposición y que, además de todo eso, van a vivir a salvo. No saben lo enormemente afortunada que es cualquier persona que disfruta de todo eso. Sobre todo, la que recibe una educación en un país libre y luego tiene la oportunidad de aplicarla en su vida diaria». Deng Thiak Adut, un joven de 33 años, alto, negro, prematuramente envejecido y cosido a cicatrices, se dirigía así el lunes a toda una nación. Lo hacía con los ojos llorosos, encaramado a un atril en el Museo de Arte Contemporáneo de Sydney, desde donde la televisión nacional retransmitió en directo, para todo el continente, la ceremonia de entrega del premio Australiano del Año, un prestigioso reconocimiento que concede una empresa social sin ánimo de lucro vinculada al Gobierno. Acababan de conceder ese título a un niño soldado, secuestrado de su aldea de Sudán del Sur y obligado a matar con solo seis años, que acabó encontrando refugio en un país remoto en donde se ha convertido en un respetado abogado y ha abierto su propio bufete. Una extraordinaria historia «que hace que nuestro país sea grande», enfatizó el primer ministro del estado australiano de Nueva Gales del Sur, encargado de hacer los honores.
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«Nací en Malek, una aldea de pescadores en Sudán del Sur. Mis padres tenían ocho hijos conmigo y una plantación de plátanos. Un día, unos hombres me sacaron a la fuerza de mi casa. Tenía seis años. Me llevaron lejos y en lugar de enseñarme a amar la vida, me enseñaron a amar la muerte de los demás». Sin perder por un instante la serenidad, Adut contó cómo en los días sucesivos a su secuestro caminaron cientos de kilómetros «con los pies descalzos y la misma ropa interior con la que salí de mi casa» hasta llegar a algún punto al oeste de Etiopía. «Muchos otros niños murieron de hambre por el camino. Otros acabarían volándose la cabeza con sus propios fusiles. No puedo olvidar esas caras demacradas y esos pequeños cuerpos sin vida», confesó. Tampoco los abusos físicos que presenció durante años. «Yo mismo soporté muchos cuando me mostraba incapaz de acatar algunas órdenes o reclamaba un trato más digno. Pero yo era un niño de la guerra y de mí se esperaba que matara o que me mataran».
Ante un auditorio conmocionado con sus espeluznantes recuerdos y también con su aplomo, el letrado no quiso omitir alguno de los detalles más pavorosos que vivió durante los años que permaneció reclutado a la fuerza por el Ejército de su país, a finales de los ochenta, inmerso en una despiadada guerra civil. «Nos hacinaban en un campo que llamaban de refugiados. Una noche, un compañero me abroncó porque sin querer le estaba hincando mis huesos protuberantes en su cuerpo y le hacía daño. 'Deberías morirte ya', me dijo. Con el tiempo entendí que él también estaba deprimido y desesperanzado, y que, al igual que yo, lo que necesitaba desesperadamente era el amor de su familia».
De analfabeto a abogado
Entrenado para manejar con destreza un AK-47, cayó herido en el frente en dos ocasiones. Con el apoyo de su hermano mayor, que murió asesinado hace dos años cuando ayudaba a evacuar civiles atrapados en la guerra de Sudán del Sur, logró escapar a Kenia. Allí, las fuerzas de la ONU le proporcionaron un billete de avión a Australia, a donde llegó en calidad de refugiado en 1998, «analfabeto, sin recursos y traumatizado física y psíquicamente por la guerra». Pese a esa mochila tan pesada y atroz, aprendió inglés, se buscó un trabajo como empleado nocturno de una gasolinera y durmió en un coche para financiarse sus estudios de Derecho en la Universidad de Sydney Oeste, la institución que ha hecho viral su fascinante historia al elaborar un vídeo que recrea su vida.
Cofundador en Sydney del bufete AC Law Group, Deng -dios de la lluvia en su idioma materno- regresó hace cuatro años a su aldea. Casi un cuarto siglo después de su separación forzosa, madre e hijo apenas se reconocieron. «Me robaron muchas cosas. Una de las más especiales para mí, el derecho a convertirme en un miembro de derecho de mi tribu. Australia me ha permitido tener ese sentimiento de pertenencia», dijo agradecido el auténtico superhéroe africano.
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