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FERNANDO MIÑANA
Domingo, 8 de enero 2017, 21:52
Roberto tenía apellido al acabar la entrevista. No se esconde. Pero poco después nos lo sustrae por miedo a que, en el futuro, le pueda perjudicar al buscar un empleo. «Pero no es por vergüenza: yo, lo mío, ya lo tengo superado». Lo suyo tiene tela. El juego arruinó su vida, pero, por suerte -vaya palabra-, pudo salirse y enderezar el camino gracias a la Asociación Gallega de Jugadores Anónimos (Agaja).
Este ciudadano gallego empezó hace cuatro años tímidamente. Roberto cogía el móvil y hacía pequeñas apuestas a la Liga o la Champions. «En realidad era como si hicieras la quiniela», recuerda. Uno, dos, cinco euros. No más. «Pero después subes a veinte, luego a cincuenta y cada vez metes más y más dinero». Puro vicio.
Al final se le fue de las manos. «Por el día iba a las casas de apuestas y por la noche usaba el móvil. De repente, empecé a apostar a cosas de las que no tenía ni idea: galgos, caballos... Unos 100 o 200 euros. De forma compulsiva y desorbitada. Me ponía alarmas por la noche para apostar a la NBA. Llegué a un punto en el que me gastaba todo el sueldo. Me despertaba por la mañana y solo pensaba en apostar, en qué apostar».
Su problema no era solo pulirse la nómina, que ya es, sino que su trabajo de comercial le permitía llevar encima dinero de la empresa que también se iba por el sumidero de los goles y las canastas. Le cobraba a un cliente y de ahí se iba directo a buscar un partido que le devolviera la estabilidad, un resultado que tapara todos los agujeros. Pero era al revés. «Al principio juegas para ganar dinero, luego para recuperarlo y al final ya solo por pura desesperación. Un día ganabas 2.000 euros y en lugar de devolver lo que debías a los amigos o a la empresa, intentabas doblar».
La evolución también le acabó aislando. Al principio jugaba con los amigos, luego ellos ponían 20 euros y él 200, y al final acababa apostando solo. Era más cómodo irse a una sala de apuestas donde nadie te va a llamar la atención. Al contrario. «Allí te viene la gente a ofrecerte bebidas y a que te sientas cómodo. Es gratis».
Un día se encontró en el fondo de un pozo frío y oscuro. «Mi vida se iba torciendo cada vez más. No cumplía con la empresa y la familia empezaba a ver que pasaba algo. Mi mujer estaba embarazada y yo estaba muy irascible. Solo pensaba en quién podía dejarme dinero y en pedir créditos de esos rápidos. En eso y en la angustia de que un día, en la empresa, se va a destapar todo porque no van a cuadrar los números».
Su vida se había convertido en un infierno. Discusiones en casa, excusas en el trabajo y la mala conciencia que nunca descansa. «Discutía constantemente, me escapaba de casa... Por desesperación un día me corté las venas. No veía salida. Sabía que me iban a tirar del trabajo y que me iba a dejar mi mujer con un bebé de tres meses, así que empecé a ir a un psicólogo». El juego y la angustia le consumían. Perdía peso a la carrera y acabó en casa de sus padres. Otro día intentó acabar abruptamente con aquel suplicio con un atracón de Diazepam. Le salvó la Policía, que se lo llevó a la unidad de salud mental. Entraron en sus cuentas y descubrieron el pastel.
Su último intento por recuperarlo todo fue una escapada de Vigo a Oporto. Se encerró en el casino y solo salía para dormir un rato en el coche. Le dieron por desaparecido y acabó vendiendo lo que llevaba en el automóvil. Una última apuesta, un último latido.
En septiembre atravesó las puertas de Agaja y luego pasó dos semanas en el hospital. «Ahora me siento mucho mejor conmigo, con la familia, con todos». Recuperó seis kilos, el sueño y a una niña preciosa. «Una maravillosa sensación de alivio».
La terapia
Roberto retomó el mando de su vida gracias a la terapia proporcionada por la Asociación Gallega de Jugadores Anónimos (Agaja). Allí le enseñaron a olvidarse de esta fijación por el juego. «Cuando ganaba un premio sentía una gran felicidad, euforia, adrenalina, pero también surgían las ganas de volver a jugar y ganar más. Nunca es suficiente».
Tres meses después se cree curado. «Ahora he recuperado la alegría y las ganas de vivir. Tengo clarísimo que no voy a volver a jugar». La terapia también atañe a los familiares para explicarles cómo tienen que tratarles.
Él se siente a salvo, pero augura un futuro preocupante. «En la ruleta la bola cae entre 36 números. No tienes ningún control, pero en el deporte te crees que controlas. Esto va a traer mucha cola. Antes los adictos eran gente mayor que iba al bingo. O estaba el que iba al bar a las tragaperras. Estaba mal visto. Pero ahora se bajan la aplicación y con el DNI del padre apuestan con el móvil. No necesitan ni tarjeta de crédito. Es muy fácil. Hay mucha publicidad y te regalan dinero. En cinco años va a haber muchísimos adictos menores de 25 años. Y como el Estado recauda muchos impuestos no lo considera una enfermedad».
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