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Turcos se manifiestan en Rotterdam contra la decisión del Gobierno holandés de prohibir la entrada al país de ministros de Erdogan para dar mítines a favor de su plebiscito. :: efe

La presión turca

El presidente otomano, Recep Tayyip Erdogan, se permite el lujo de llamar nazis a Holanda y Alemania. Sabe que tiene la sartén por el mango al controlar el flujo de centenares de miles de refugiados ávidos de llegar a Europa

JAVIER GUILLENEA

Miércoles, 5 de abril 2017, 16:49

Turquía tiene la sartén de Europa cogida por el mango. Más concretamente, quien lo sujeta es su presidente, el cada vez más todopoderoso Recep Tayyip Erdogan, que el domingo acusó a la canciller alemana, Angela Merkel, de llevar a cabo «prácticas nazis», una imputación que ya había lanzado días antes contra el Gobierno holandés. Es un lujo que se permite sin miedo a represalias. Sabe que una decisión suya puede dinamitar el frágil equilibro político que se ha instalado en el continente. El primer ministro turco, Binali Yildirim, aseguró el pasado día 16 que su país ha evitado que en las elecciones holandesas ganara «el racismo», en referencia al líder ultraderechista Geert Wilders. Fue una forma de decir que también podría haber permitido su triunfo. Y la diplomacia europea cree que no le falta razón. Muchos son conscientes de ello, por eso miran a otra parte mientras Erdogan hace lo que quiere en suelo turco.

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Los gobiernos de la UE contienen el aliento ante lo que pueda suceder el próximo 16 de abril. Ese día Erdogan someterá a referéndum una reforma constitucional que sustituye la democracia parlamentaria por un régimen presidencialista con tintes autocráticos. En todo el país se multiplican los actos en favor del sí. Por el contrario, nadie defiende públicamente el no. Está prohibido.

Pese a que el presidente turco no ha perdido ninguna elección desde que en 2002 fue elegido primer ministro, en esta ocasión no parece muy seguro de sus posibilidades, de ahí que haya enviado a varios miembros de su gabinete a Alemania, Austria, Suiza y Holanda para atraer a los emigrantes turcos hacia el sí. La decisión de las autoridades holandesas y alemanas de cancelar varios mítines en favor de Erdogan ha provocado un serio conflicto diplomático plagado de insultos y amenazas. Ha sido todo un regalo para el mandatario turco y su necesidad de mostrarse ante los suyos como un líder fuerte al que no le tiembla el pulso.

Esta trifulca es una más de las muchas que han jalonado la compleja relación que mantiene Turquía con la Unión Europea desde que en 1963, cuatro años después de solicitarlo, se convirtió en miembro asociado de la CEE. En 1999 obtuvo el estatuto de país candidato a entrar en la UE y en 2005 comenzaron unas largas negociaciones que no han llegado a ninguna parte. En noviembre de 2016 el Parlamento Europeo aprobó por mayoría abrumadora una moción que insta a una «suspensión temporal» del proceso de adhesión turca a la Unión Europea. Los europarlamentarios justificaron su decisión en las «desproporcionadas medidas represivas» emprendidas por el Ejecutivo turco tras el golpe de Estado fallido de junio de ese año.

La petición, que no es vinculante, parecía el fin de algo pero en realidad había poco que dar por concluido. «El proceso ya estaba congelado», afirma Laura Batalla, secretaria general del grupo de amistad de la Unión Europea con Turquía, que recuerda que al principio el país «quería entrar en la UE pero ahora eso no está nada claro». «Por la parte europea ha habido una total falta de honestidad, no ha sido un proceso justo», añade.

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Haizam Amirah Fernández, investigador principal del Mediterráneo y Mundo Árabe del Real Instituto Elcano, es de la misma opinión. «La UE abrió en su momento la puerta y una negociación muy prolongada en el tiempo. Mientras Turquía hacía un esfuerzo de normalización, las posiciones de los principales países europeos iban cambiando. Otros estados que pidieron el ingreso en la UE más tarde entraron antes». «El problema de fondo -sostiene Amirah- es una cuestión de identidad. Turquía aspiraba a formar parte del club europeo pero en Europa algunos no querían abrir las puertas a un país tan grande y de mayoría musulmana».

Para cuando en noviembre de 2016 el Parlamento dio su portazo ya nadie se tomaba en serio la entrada de Turquía en la UE. «Cuando hace algunos años Europa entró en crisis se desmantelaron los incentivos mutuos para mantener las negociaciones», indica Javier Albarracín, especialista en asuntos turcos del Instituto Europeo del Mediterráneo (Iemed). Lo que ahora queda es una especie de farsa en la que ambas partes fingen interés cuando saben que todo es una impostura. «Nadie va a romper la baraja pero no hay ningún incentivo, no se van a abrir nuevos capítulos para negociar», insiste Albarracín. «La UE tiene bastante con salvar los muebles, no quiere ni oír hablar de nuevos miembros y mucho menos de uno tan grande como Turquía».

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Por la parte turca sucede algo parecido. La mayor parte de su población aún está dando las gracias por no haberse hallado dentro de la UE cuando empezó la crisis económica y poder haber usado sus propios instrumentos internos para afrontar la situación. Pese a que en los últimos años se ha ralentizado, la buena marcha de la economía turca, unida a la sensación de que Europa nunca hace lo que promete, no hace sino reforzar este creciente desinterés.

La llave de la puerta europea

Parece que hay un empate técnico pero no es cierto. Erdogan cuenta con un arma poderosa y no duda en amenazar con usarla. Tiene la llave de la puerta que puede provocar la entrada en Europa de centenares de miles de refugiados y, de paso, acabar con gobiernos como los de la alemana Angela Merkel, que no quiere ni oír hablar de esta cuestión antes de las elecciones de septiembre. Erdogan puede propiciar el ascenso de la ultraderecha en el continente.

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Hace un año, el 18 de marzo, la UE y Turquía firmaron un acuerdo para detener la llegada de solicitantes de asilo y migrantes a Europa. El pacto detuvo el flujo hacia las fronteras europeas de una marea de fugitivos que se instalaron como pudieron en Turquía. El país de Erdogan acoge a 3,5 millones de refugiados a los que «atiende con sus propios recursos económicos», recuerda Albarracín. Por el contrario, añade Laura Batalla, la UE «no ha sido capaz de acoger a un millón».

No es de extrañar que Turquía acuse a Europa de hipócrita, racista e islamófoba. Y tampoco que los gobernantes de la UE hagan la vista gorda ante los excesos de Erdogan, aterrados ante la idea de que rompa unilateralmente el acuerdo que firmó hace un año. «Por eso no tiene líneas rojas», afirma Javier Albarracín. «En un contexto de desestabilización, con la guerra en Siria, los problemas en los Balcanes, la radicalización de Rusia y con un Irak en descomposición, Erdogan es una pieza necesaria. Para Europa es más importante una Turquía fuerte que haga de tapón».

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El ministro turco de Interior, Süleyman Soylu, amenazó el viernes a la UE con enviarle 15.000 migrantes al mes. «Perderéis la cabeza», advirtió a Holanda y Alemania. Todos saben que es cierto. Turquía es el guardián de la puerta.

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