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FERNANDO MIÑANA
Lunes, 17 de abril 2017, 00:59
Vladimir Krivenchik revisa su rifle cada mañana antes de salir de casa y dejar atrás a cerdos y gallinas. Su oficio es el de vigilante de un granero en Bielorrusia, pero ha encontrado un complemento que resulta igual de productivo. Vladimir también es cazador y los ganaderos de la región le pagan 76 euros por cada lobo capturado. Del depredador, además, lo aprovecha todo. Sus pieles, su corazón y hasta los huesos de sus patas, demandados por la medicina tradicional.
Cada mañana recorre el campo en busca de las trampas que la víspera dejó ocultas bajo la nieve. Vladimir revisa si hay un botín en los cepos o, al contrario, si tiene que cambiar su escondite. El invierno es su momento. La piel de estos depredadores es más gruesa cuando arrecia el frío y por este motivo el cazador bielorruso solo los atrapa cuando la nieve cubre la superficie.
Él y su esposa viven en los alrededores de la zona de exclusión de Chernóbil, escenario en abril de 1986 del mayor desastre radiactivo, junto al de Fukushima, de la historia. Aquel accidente, una explosión en uno de los bloques de la central nuclear situada a solo 120 kilómetros de Kiev, la capital de Ucrania -entonces aún dentro de la Unión Soviética-, y muy cerca de la frontera con Bielorrusia, obligó a que 116.000 personas tuviesen que abandonar sus hogares para siempre. Nadie ha vuelto a aquel terruño contaminado.
El tiempo, treinta años sin humanos habitando la zona de exclusión, ha servido para comprobar que el hombre es más letal que la radiación. En sus bosques, a pesar de la lluvia ácida, la fauna se ha reproducido a gran velocidad y ahora abundan por allí manadas de bisontes, zorros, nutrias, alces, ciervos y todo tipo de aves, desde pequeños pájaros a águilas de cola blanca. El oso pardo europeo nunca había sido tan abundante en el siglo XXI y el lobo es siete veces más numeroso en este área que en otras de la región no contaminadas, según ha constatado un estudio publicado en la revista científica 'Current Biology'.
Para muchos ganaderos, ya se sabe, el lobo es el enemigo. Y en los alrededores de Chernóbil se ha convertido en una amenaza incómoda. Por eso estimulan a los cazadores pagándoles 76 euros por pieza. Un buen negocio para el dueño de la escopeta, que también se lleva un dinero por vender las pieles en invierno. «En verano me siento mal al matar un lobo porque su piel no vale nada», se justifica Vladimir Krivenchik, quien se encarga, él mismo, de desollarlos en su casa. Antes los ha abatido a tiros o los ha estrangulado tras encontrarlos atrapados en sus cepos. Unos 1.700 ejemplares cayeron en ellas el año pasado, según las cifras oficiales. ¿Quién amenaza a quién?
Vladimir viste botas de caña alta, jersey de lana y pantalón y cazadora de camuflaje. Es de ese tipo de hombres capaz de llevar un cigarrillo humeante colgando de la comisura de los labios sin que le lloren los ojos. Es un tipo duro y no le tiembla la mano al acabar con la fiera que gime, se retuerce y muestra los dientes desde el hierro.
Como una reserva natural
Abundan los lobos del mismo modo que se ha disparado la población de diferentes mamíferos en esta zona de exclusión, que, sorprendentemente, se ha convertido en algo así como una reserva natural. «Es muy probable que la vida salvaje sea ahora mucho mayor que antes del accidente. Eso no significa que la radiación sea buena para los animales; más bien que los efectos de la presencia humana, con la caza, la agricultura y la silvicultura, son peores aún», advierte al diario 'The Independent' Jim Smith, profesor de la Universidad de Portsmouth, el hombre que lideró la investigación publicada en 'Current Biology'.
Los alces y los jabalíes, que habían quedado muy mermados en los 90, tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, vuelven a corretear por la nieve como en sus mejores tiempos. La zona de exclusión, pese a este 'baby boom' salvaje, sigue siendo considerada insegura para la vida humana.
Esta expansión ha llevado a los lobos a los alrededores de las áreas pobladas y los agricultores no han buscado otra solución que responder a tiros gracias a cazadores como Vladimir Krivenchik. Una confirmación indirecta de la teoría de los científicos: el hombre es mucho más dañido para la fauna que la radición más terrible de la vieja Europa.
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