![Una carrera contra el desánimo](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/08/23/WhatsApp%20Image%202024-08-23%20at%2009.25.54-RUbQzHKinLh06NbZ1YxNv8O-1200x840@Las%20Provincias.jpeg)
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Ésta es una historia con zapatillas en las que no se corre. Es un maratón psicológico. Es la otra cara de la moneda de lo que es ser un loco por el atletismo y el running. Es también parte de la rutina de hacer deporte. Caer para levantarse. Es una historia de lesiones en cadena, en la que la verdadera carrera se hace sin correr. Una historia sin zapatillas cuyo final está por escribir. Un maratón de lesiones, con sus kilómetros llenos de tempestades y tramos con luces, en el que lo importante era y es no naufragar. Superar el muro. Y siempre, volver a empezar. Vamos a ello.
Un entrenamiento al amanecer. Como me gusta. Una zancada mal dada. Un imbornal que quizá se cruzó por el camino. La sensación de que me había hecho daño. Un daño que yo quería que fuera pasajero y que la realidad desveló con los días que era como un veneno. Un dolor agudo en el costado que se incrementaba con el tiempo. Un estilete que parecía haberse instalado en la zona troncal izquierda. Un punzón cada vez más doloroso cuando se activaba. Hasta las lágrimas, a momentos. Una 15K y tras ella, lo inevitable: buscar soluciones porque en el horizonte estaba la Behobia y, más allá, mi segundo maratón. El gran reto del corredor.
Mi traumatólogo, Miguel Ángel Buil –un grandísimo profesional- y mi conciencia atlética -y una persona excepcional-, José Garay, me sacaron del pozo. Un diagnóstico de bursitis troncal. La necesidad de parar. Renunciar a la Behobia y volver a entrenar en plena cuenta atrás para llegar al maratón. Y llegar. Y acabar exultante. Feliz. Y tocar el cielo una vez más. Y, en medio de esa felicidad, ir observando con los días cómo tu cuerpo te está diciendo que algo vuelve a no funcionar. Lado derecho, a la altura de la ciática, glúteo superior, un dolor intenso, desagradable… que se cuela en cada entrenamiento. «Puedo correr, pero me falta la chispa… y voy lastrando el dolor», comento a mi amigo y confidente Garay. Y él, que sabe, sentencia: «Debes volver al trauma; debes dejar de impactar…».
Una resonancia y, tras ella, la sensación de que no es nada grave pero hay que revertir la situación. «Una descompensación, posiblemente, como consecuencia de los esfuerzos que hiciste durante la bursitis en el lado opuesto», me sentencian. Y un pacto: paramos un mes y compensas con la bici. Ejercicios de core, planchas para fortalecer… «No puedes preparar el próximo maratón con dolores desde el inicio».
Todo fue bien. Disciplina. Nada de correr, pero sin dejar de trabajar. La maravillosa bicicleta se convierte en cómplice de ese paréntesis del corredor que sólo sueña con regresar. El día previo a que eso se materializara, durante una espectacular salida por la Albufera, se produce un nuevo punto de inflexión. Arrozales, el vuelo de las aves, las playas vacías de madrugada…. De vuelta, el cielo que te da la espalda y te regala una inesperada tormenta de verano con tintes de ira y lluvia desbocada. Llámale, tempestad.
Por el carril bici y de bajada, con la Ciudad de las Ciencias dibujándose en el horizonte, la bicicleta toma vida propia y en una curva se desboca. Como un potro salvaje. Mi cuerpo cae al suelo sin saber demasiado por qué y se acaba partiendo la clavícula derecha. Era 7 de julio, san Fermín, y toda la hoja de ruta para volver a correr con brío y energía salta por los aires. Como si hubiese sido corneada por uno toro del encierro. La bursitis troncal derivó en una desompensación inguinal en la zona izquierda.. que me obligó a sustituir las zapatillas por la bicicleta. Y fue sobre ella, cuando llegó la caída.
Las primeras horas tras la caída fueron las más duras. No por dolor, sino por los sueños rotos. Como la clavícula. Fueron duras en especial después de que la médico de Urgencias -gracias de corazón por tanta amabilidad y empatía- me dijera que esto va de congelar tu vida durante más de un mes. «Quizá mes y medio», sentenció, mientras no daba crédito a lo que estaba pasando en esa habitación del Hospital Peset. «Pero, ¿en septiembre podré correr? Tengo una media maratón fuera de España», titubeé preguntando a la traumatóloga. Ella me miró no sé si con asombro o con ciertas dosis de pena, pero esbozó un sonrisa como queriendo decir «¡y qué se yo!» y me alivió, como un analgésico, sentenciando un: «sí, creo que en septiembre podrás correr».
Aquella mañana, pocas horas después de pasar por el hospital, lloraba con cierto desconsuelo en el sillón orejero de color anaranjado que iba a convertirse, en las próximas semanas, en mi gran aliado. Lloraba ante la mirada atónita de mis hijas por convertirme en un instante en un niño apenado y mientras pensaba en el trabajo, las carreras planeadas entre pueblos para julio y agosto, en mis 21 kilómetros por Copenhague planificados para septiembre…. Respiré hondo y me dije: «Estaré». Y limpiando mis lágrimas para siempre, en ese instante comencé una batalla por lograr superar este maratón psicológico que se desplegaba ante mí. Como otro reto más. El reto de un runner cuyo objetivo era aprender a no correr para poder volver a hacerlo.
Unas cuatro semanas con el brazo derecho inmovilizado. Y con la esperanza de que el hueso partido (bien partido porque no precisaba operar) soldara rápido y limpio. La esperanza de que esto pasará, mientras tú ves desfilar los días en una burbuja mental alejada de todo lo que ocurría allí fuera. Cuatro semanas en las que eres tú y tu cabeza, pero sobre todo es tu gente y su cariño, quien va a hacer que todo esto pase. Y pase bien. Un maratón, casi de tantos días como kilómetros tiene la mítica distancia, en el que te dedicas más a empujar metafóricamente para que esto pase, que en lamentarte por una caída fortuita que lo único que te deja es una lección de superación personal. Superación en lo mental: antes y ahora. Y en lo físico: ahora y mañana.
Un maratón sin correr junto a tu familia, que son tus verdaderas zapatillas en esa travesía. Porque gracias a ellos el tiempo volaba y las cosas se hacían fáciles. Un maratón en el que tus amigos y compañeros de trabajo y de afinidades no te fallan: y te llaman, y preguntan, y animan... Un maratón en el que la media parte de mi equipo runner, mi compañero Jens -al que ya conoces porque corro con él desde que coincidimos y nos conocimos en la media de Berlín en 2022-, no ha dejado de preguntarme y alentarme cada día desde que nuestro equipo se fracturó a la altura de la clavícula.
Cuando el hueso comenzó a soldar, empezamos a superar el muro de este maratón psicológico. La bicicleta estática, con el cabestrillo aún, fue como un bálsamo para mi cabeza y mi físico. Tras la estática, llegó pronto la elíptica. Y tras ella, cinco semanas después, los primeros rodajes. «Haz 30 minutos muy suaves y chequeamos», me dijo Garay. Creo que el primer día que volví a calzarme tembloroso y con miedo las zapatillas lloré de emoción. Aunque me di cuenta que el cuerpo era como una losa de cemento; que mis miedos a romperme eran un lastre inmenso, y que la recuperación era una travesía durísima que me iba a asfixiar durante semanas. Una montaña rusa en la que ahora estoy. Aunque estoy con el convencimiento de que todo volverá a su sitio. Y que ya se levantan las nuevas metas ante mí.
Sí, Copenhague espera. 21 km que si los logro hacer será mucho más que una media maratón. Espera y estaré, salvo que, de nuevo, una tormenta física se cruce en el camino. Estaré, aunque queda la incertidumbre de qué pasará. De cómo responderá mi cuerpo y mi cabeza. Pero daré la cara, con mis circunstancias. Estaré y, si acaso, fracaso, me levantaré. Y me colocaré de nuevo ante otro reto, ante otra meta a atravesar. Me volveré a levantar y a volver a intentarlo una y otra vez.
Lo haré por mí. Y también por ellos. Ellos que sé que están y estarán. Por mi familia, amigos y compañeros que han creído y creen en mí; por Garay, Buil y Carlos -el trauma del Peset-, que me ha ayudado a creer y crecer. Y por ese equipo indestructible que es el Jens & Jesus Team. Ese que siempre corre colmado de sueños. De Historias con Zapatillas.
Y lo haré porque no pierdo nada. Porque esto va, sencillamente, de lograr la medalla de la felicidad. De tu felicidad. Aunque muchos no comprendan que ella se esconda en algo tan simple como dar zancadas.
Cruzaré la meta. Porque ya he vuelto.
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