![Colapso emocional en la media maratón de Berlín](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/04/05/JENS6-R5CLnTKRbcuVea5yG2yp7pJ-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Nada más cruzar la meta respiré profundo para absorber todo el oxígeno de Berlín. Como si ese fuera mi último suspiro. El frío se había diluido y, con él, los pensamientos contradictorios de una carrera trepidante: los que me empujaban a abandonar y los que me animaban a sacar fuerzas de donde no había. Sí, al atravesar la meta, necesité un instante de soledad en mitad de la excitación, apoyar mis manos sobre las rodillas para congelar el momento y darme cuenta de que lo que había sucedido era real. Necesité pararlo todo, hiperventilar e, inmediatamente, ir en busca de mi amigo para abrazarle. Abrazarle un año después de que nos conociéramos en mi primera media maratón fuera de España. Un año después de que, por las cosas del azar, acabáramos corriendo juntos esos 21,1 kilómetros por el emblemático asfalto de la capital alemana. Un año después, en definitiva, de que sembráramos, bajo la puerta de Brandenburgo, la semilla de una amistad forjada a base de kilómetros.
De esos momentos vividos habíamos hablado la tarde antes de la carrera. Lo hicimos en un restaurante italiano, cenando pasta para coger fuerzas antes de la gran cita y rebuscando en nuestros móviles las imágenes de aquel instante. Fotografías que nos hicimos juntos al superar la meta –él antes que yo; eso sí, tras ayudarme a superar con éxito la travesía-. «Quién nos iba a decir que un año después íbamos a estar aquí cenando y dispuestos a correr nuestra cuarta media maratón juntos», le susurré con emoción. Jens sonrió.
El reencuentro con él le daba a la carrera una dimensión emocional muy especial. No buscaba mejorar tiempo, que después de la última carrera en Lisboa se me antojaba imposible. Acudía con el capricho de hacer realidad un sueño: que pudiéramos por fin entrar en meta juntos porque los dos hubiésemos mantenido el mismo ritmo los 21,1 kilómetros. Era el mejor final –o punto y seguido- para una historia que, con perspectiva, parece increíble. Aunque, en realidad, estas cosas pasan cuando la química (humana) lo hace posible. Y, a su vez, cuando la magia de ese maravilloso mundo del running se despliega desencadenando vivencias personales impregnadas de autenticidad, generosidad y solidaridad. Esos valores básicos que deberían fluir por todos los ámbitos de la vida, pero que en este mundo de las zancadas brotan de forma natural.
El sábado quedé en la feria del corredor con él y su amigo Markus –ahora también mío, tras coincidir en la media maratón de Barcelona-. Allí nos dimos los abrazos del reencuentro, nos hicimos las bromas oportunas sobre quién estaba en mejor estado de forma y disfrutamos haciéndonos fotos y cumpliendo rituales. Ante el panel de las dedicatorias, en lo más alto, dejamos escrito: «Markus, Jens and Jesus Team». Cogimos los dorsales, compramos la camiseta -azul oscuro, elegante- y curioseamos por las tiendas de la feria en el antiguo aeropuerto de la ciudad.
Poco después, Jens nos llevó a enseñarnos todo Berlín de un plumazo. «Tengo una pequeña sorpresa», me dijo. Salimos en la parada del metro de Alexanderplatz, centro neurálgico de Berlín Este, y nos metimos en las entrañas de la mítica torre de televisión, Berliner Fernsehturm. «Vas a ver la ciudad a 210 metros de altura», exclamó. Fue excitante. Hubo quien lloró de emoción. Y hubo muchos que jamás borraremos ese instante de nuestra memoria. La ciudad del muro, de la cuadriga y la victoria, de los edificios vanguardistas y los grafitis sorprendentes, de la Europa de ayer y de hoy, estaba a nuestros pies como una gran maqueta de juguete. Nuestra historia en miniatura. «Allí es la salida», me señaló. Y allí nos reencontraríamos el domingo. Era el día de la gran cita. Otra cita única.
Llegué bien temprano al punto de salida con un grupo de amigos –los que viajamos juntos gracias a Running Travel, que nos organiza el tinglado, y otros a los que fui conociendo durante el trayecto-. Cada cual con su objetivo en la mochila. Hacía frío. Tres grados. A momentos, uno. Temblé a ratos de forma desesperada durante la espera. Hasta que nos fuimos colocando cada uno en su puesto de salida. Yo busqué a Jens y Markus -íbamos en el mismo box- y nos desplazamos hasta la letra B. El ambiente era extraordinario. Hasta el sol salió tímido para romper el hielo. De pronto, sonó el claxon.
Jens salió como un rayo. Yo me coloqué a su lado. Markus cogió su ritmo. El primer kilómetro fue trepidante. No fui consciente de haberlo superado. Cruzamos, diría que volando, el imponente bosque de Tiergarten y la columna de la Victoria. Su silueta lucía sublime en las alturas, como si fuera hija del sol. Todo era un estallido de colores, sonidos y algarabías. Euforia. Tanto que me asusté. Todo iba muy loco. Una locura veloz.
«Do you feel good?», me preguntó Jens pasado el tercer kilómetro, dándose dos palmadas en el pecho. Respondí un seco y solitario: «yes». En realidad, estaba entrando en pánico. «No sé si voy a poder mantener el ritmo; sólo quiero cruzar la meta con Jens por primera vez, pero va tremendamente veloz; está especialmente fuerte; es un rayo», fui mascullando, «No sé si voy a poder», me repetía, a la vez que una parte de mí me animaba a seguir: «¡podrás!».
Poco después volvió a preguntarme. Volví a soltar otro seco: «yes». Quizá demasiado seco para dejar entrever la verdad. Habíamos superado el kilómetro nueve y mi amigo comenzó a modular sus zancadas a las mías. Cruzando los diez, me mostró su puño y choque el mío con el suyo. En mis adentros estaba convencido de que a cuatro o tres kilómetros de la meta le dejaría ir. Él merecía romper su récord personal tras semanas de un entrenamiento duro y, a la vez, admirable. Mientras eso ocurría, Berlín en todo su esplendor nos cobijaba; música, te caliente, gritos de ánimo y la espectacularidad de un recorrido único. El Checkpoint Charlie, la filarmónica, los restos del muro de Berlín, el adoquinado histórico que me susurraba que estaba corriendo por la historia. Fue colosal.
Volvimos a chocar nuestros puños en el kilómetro 15. Mis pulmones absorbían el oxígeno más rápido de lo que yo podía tomar aire. Mis malas vibraciones, el miedo a caer si seguía a ese ritmo y la preocupación de convertirme en un lastre para él, me hicieron temer lo peor. «Ves tú delante, marcha», le exclamé. Hizo caso omiso. Siguió tirando de mí como un jabato. «Let's go, Jesus; let's go», me decía con una tremenda cara de felicidad que me hizo sacar fuerzas de donde yo creía que no las tenía. Su generosidad me empequeñeció y sentí una admiración tremenda hacia él. Cuando en el horizonte vi la puerta de Brandemburgo estallé de emoción. Las zancadas fueron saltos. Fue la recta final más trepidante, hermosa y emotiva que jamás viví. Quizá, porque esa era la carrera de nuestras vidas. Y lo era porque cruzamos juntos la meta como tanto anhelé. Y porque batimos nuestros récord personal de una media maratón, como jamás sospeché. Todo pasó en 1 hora, 28 minutos y 29 segundos. Aunque creo que ese último suspiro final, tomando todo el oxígeno de Berlín, seguirá en mi interior para siempre.
Markus triunfó y destrozó sus tiempos. Mari Ángeles logró en su estreno internacional una media en 2 horas 15 minutos, cuando en Valencia hizo media hora más, y gozó del apoyo de un grupo de corredores del equipo de Marta Fernández de Castro que le dio alma y alas. Guillem voló fuerte y firme. Lorena y Sebas vivieron exultantes la sensación de cruzar la meta en Berlín. Juan Emilio se sintió tremendamente feliz al ver a su hija Lucía esperarle en la meta con la mayor y más hermosa sonrisa. Paula fue la mejor animadora del mundo, la que todos quisieran tener al lado porque transmite la energía necesaria para hacer posible toda esa magia. Y, en algún punto cercando a Postdam, una niña llamada Lilly recibió emocionada un mensaje de su papi diciendo que ya tenía otra medalla para su colección. Todo valió la pena.
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Jesús Trelis
Y así aconteció esta historia con zapatillas. La historia en mayúsculas. Al menos, hasta que el tiempo demuestre lo contrario. La maravillosa historia de un corredor novato que hace un año descubrió en Berlín cómo la vida puede cambiar con una simple zancada. La zancada de un buen tipo que ha terminado convirtiéndose, sin ser consciente, en algo así como tu hermano runner. El de la sonrisa firme. El de la sensibilidad exquisita. Yo le llamo: el veloz caracol azul.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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