Escribía Juan Bonilla: «La patria es un estado: pero de ánimo / Un viejo invernadero de pasiones». Cada carrera lo es también. Una patria distinta y una forma diferente de vivirla. Y sí, también es un jardín de emociones. Una selva, quizá. Ese viejo invernadero de pasiones. Porque cada reto que superas es todo un estallido de sensaciones que te acompañan kilómetro a kilómetro y te lleva, de un zarpazo, de la euforia a la melancolía. De hecho, las carreras son una eclosión de sentimientos confrontados que llevan tu cuerpo y tu cabeza de la satisfacción más absoluta al inconformismo de forma pendular. Son pensamientos que se van escapando metro a metro y que acaban condensando la vida en toda su dimensión. Un laberinto de ilusiones que une la salida con la meta. El todo en nada. Lo que Fernando Pessoa resumió al decir: «tengo en mí todos los sueños del mundo».
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En la media maratón de Lisboa, me metí en ese jardín de las emociones sin saber que iba a quedar atrapado en su laberinto. Un laberinto mental que tiene mucha más fuerza y mucha más energía que la física. Un laberinto de 21,1 kilómetros que se abría paso por el imponente puente del 25 de abril, desperezándose entre la niebla y resplandeciendo bajo un sol propio del verano. Una ruta desconocida que transitaba por las avenidas que acarician la orilla del Tajo y al que los lisboetas se asomaban con entusiasmo. Quizá, no sé, atraídos por el alma que puede esconder un espectáculo en el que participaron 11.087 corredores a un dorsal pegados.
Fue una carrera veloz; es posible que demasiado. Porque volé sin ser consciente. Volé sin saber que lo estaba haciendo hasta cruzar la meta. Y lo hice, batallando con esa cabeza mía que se llenaba de especulaciones. Esos pensamientos que me acompañaban entre zancadas y me susurraban que iba a fracasar, que mi cuerpo no estaba fino… pero que, al tiempo, me gritaba que debía seguir luchando, que el viaje merecía salir triunfante.
A momentos sufrí. Sin mis casos, sin mi reloj chivándome mis ritmos y mis andanzas, andaba perdido. ¿Iba lento o veloz? ¿Estaba fuerte o hundido? Descubrí que, pese a todo, aún no conozco mi cuerpo. Mis tiempos. Llegué a tontear con tirar la toalla -cosa que te pasan por la cabeza- pero lo descarté de inmediato. Soy sufridor de primera. Durante 21 kilómetros fui un ignorante. Solo al cruzar la meta descubrí que había batido mi récord personal; que bajaba de la barrera de 1,30 horas que se me antojaba imposible; que había hecho el kilómetro a 4,13h… Todo muy loco. Trepidantemente loco. Probablemente porque el trazado lo permitía y mi inconsciencia se compinchó con él a mis espaldas.
Así cruce la meta: feliz por lo logrado pero con la sensación de que, de nuevo, salía con una lección aprendida. La de saber qué se siente cuando a uno le falta el aire, la del terror al dichoso fracaso, el miedo al muro. Sensaciones que me preocuparon. Porque lo que jamás quiero que ocurra, en cada una de estas aventuras con zapatillas, es que la angustia domine al disfrute. Y ahí entra este juego de equilibrios en el que se mezcla, como si de una coctelera se tratara, la dosis justa de sacrificio y disciplina, con la de pasión y orgullo. Todo ello bien agitado para que, finalmente, quede una experiencia digna de ser recordada de por vida. Y eso, volviendo a Pessoa, se logra cuando pones «todo lo que eres en lo mínimo que hagas». Al lanzarte a una carrera o escribir una historia con zapatillas como esta.
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Sí, una historia como ésta: la de una media maratón rápida e imponente en su escenografía en la que de nuevo lancé la semilla de la amistad, haciendo cada día más grande esta comunidad de buena gente. Te hablo de Miquel Bas, con quien me crucé de casualidad. Adiviné que era valenciano porque en la camiseta que llevaba para protegerse del frescor matutino leí: «festers». Y todo seguido: «Font de la Figuera». Hablamos antes y después de saltar al asfalto. «Quiero hacerlo en 1,10 horas», me dijo dejándome alucinado, claro. Y rompió la previsión.
Él es un cohete. Quizá ni lo sepa, pero fue el primer español clasificado, me temo. Y me alegró. Entrenador y apasionado por el deporte, me mostró la cara del joven que vive en toda su esencia el reto de una carrera. Que la disfruta y la vive en toda su dimensión. Que se la prepara, la analiza, que la goza abriéndola en canal y dejando que, de cada una de sus zancadas, surjan chispas de emoción. Voló –él, de verdad- y acabó como si nada. Pero, para mí, fue extraordinario observar cómo, cada uno en su escala y en su nivel, podemos ser tremendamente felices recorriendo el mismo recorrido y atravesando la misma meta, sin que importe ni cómo partieras, ni cuando llegaste.
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Me acordé, y mucho, de mi buen amigo Jens –el 50% de mi equipo de runners- al que volveré a encontrar pronto en Berlín. Me acordé porque vive, aunque a un puñado de kilómetros, con la misma emoción que yo toda la parafernalia que acompaña la previa de cada reto -los entrenamientos, el viaje, las dudas sobre la ropa y la alimentación...-, el momento de vivirlo y la resaca. Quizá por eso formamos tandem. Y compartimos con frecuencia cómo nos va por esas carreras del mundo.
Cuando terminé la de Lisboa, le envié mi foto con la medalla de ese puente del 25 de abril tallado. Mi sonrisa y mis sensaciones. Porque, como ahora hago aquí, la meta la cruzas en realidad cuando logras compartir tu hazaña, exitosa o no, con quien aprecias y te aprecia. Ese es el verdadero triunfo de cada carrera. Ya sea una popular por Valencia o media maratón por la ciudad del 'saudade'.
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A Miquel, el rayo de la Font de la Figuera, lo veré en muchas carreras más. Tiene que coronar muchos pódiums. Pero lo mejor, para mí, es haberlo incorporado a esta loca aventura que cuelga de un dorsal. Porque de todos (y entre todos) aprendemos a vivir esa maravillosa experiencia que es correr en comunidad. Como si nos hubiésemos empeñado, todos a una, en hacer un éxodo hacia la felicidad. Algo que Lisboa, sus gentes y sus paisajes, nos ofrecieron en bandeja. Esa Lisboa al que me llevó el objetivo de hacer las Súper Halfs y que se mostró, una vez más, enigmática y vital. Melancólica y afable. Ciudad de subidas y bajadas, de versos y tranvías. La Lisboa donde los edificios parecen que se mueven, las calles adoquinadas se antojan movedizas y los colores de la humedad se filtran entre los muros de edificios singulares.
Lisboa, la de la ropa tendida. La de los azulejos que se desangran por las paredes despacio, como empujados por una decadencia casi poética. La de las nostalgias infinitas, como la que queda ya fosilizada en la memoria de este novato que se creyó algo y la carrera le regaló un triunfo con un avisó encriptado: «esto va de ser felices… calma». Paciencia, que diría José Garay.
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Hasta aquí llegó el Tajo. Nos vemos pronto en la puerta de Brandemburgo. Allí comenzó todo hace solo (o ya) un año.
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