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No soy una persona deportista, más bien todo lo contrario. Soy sedentario y bastante fiestero. Tanto que, tras las pasadas Navidades –que fueron autodestructivas en extremo–, decidí que debía cambiar el chip. No de una manera desmesurada (tranquilos, la noche no me la tocan), pero me propuse correr la 7,5k. Hay quien me decía: «¡Ya que te pones, corre los quince kilómetros!», y yo, con cinismo, respondía: «¡Que los corra tu padre!».
Con siete kilómetros y medio sería suficiente, de hecho, mucho más que suficiente, porque en el momento en que me veo en la salida, no os engañaré, me siento un poco intimidado. A mi alrededor veo a mucho profesional: runners con brazaletes donde encajar el móvil, gafas de sol aerodinámicas y chorros de seguridad y entereza. Mientras que yo, que me he enfundado una camiseta de manga larga debajo de la oficial por si me entra frío después de la carrera, caigo en la cuenta de que ni siquiera tengo batería en los auriculares. Y para colmo, el imperdible del que cuelga mi dorsal está un poco flojo. Mal asunto, me digo.
Por no hablar del madrugón que me he pegado. Normalmente, tan solo madrugo en fin de semana si el plan lo merece. Qué sé yo, una torrá con los colegas, un viaje o, si me apuras, para limpiar la casa y que me quede mañana. Pero ¿para correr? Jamás madrugaría para correr. O eso pensaba, porque el pistoletazo de salida resuena en mis oídos y me saca de mi ensimismamiento. Allá que vamos.
He entrenado un poco. De hecho, la gente de mi entorno está sorprendida de mis tiempos (el otro día me casqué seis kilómetros a cinco minutos clavados). Corro rápido, vale, pero se me sale el pulmón por la boca desde el minuto dos. A partir de ahí, todo se basa en aguantar sin desfallecer. Y oye, el tiempo va pasando y poco a poco me olvido de los roncolas que me bebí la tarde anterior (totalmente prescindibles sabiendo que tenía una carrera un día después, pero, oye, merecidísimos). Me empiezo a fijar en la gente que anima a los corredores. Por un momento me parece que toda esta parafernalia no va conmigo, pero los ánimos y los vítores sientan la mar de bien, así que para el kilómetro tres, aunque extenuado, ya me siento como uno más. Me sorprendo a mí mismo dejando atrás a algunos corredores. Jamás he sido competitivo en el deporte porque para qué intentar hacer gala de tus carencias, pero ahora que ya vamos por el kilómetro cuatro, me invade un ardor de maratoniano vigoréxico que nunca había experimentado. Quizás es que me ha subido el café, que me lo he tomado en ayunas no hace más de tres cuartos de hora, pero no, esta sensación es diferente. ¡Y agradable!
Por desgracia, esa potencia de caballo desbocado me dura la distancia entre el kilómetro cuatro y el cinco. A partir de ahí vuelve la asfixia, el sofoco, el desaliento. Quedan dos y medio y me sobran tres, pero no puedo parar. No por nada, sino porque me he comprometido a escribir esto, así que tengo que acabar por narices.
El temido flato se instala en mis cavidades. ¡Dios mío! Como esto no se acabe ya, voy a tener que parar, me lamento. Alguien se apiada de mí y me ofrece una botella de agua que me bebo con avidez. Y de pronto, ahí al fondo, atisbo la ansiada meta. ¡Lo voy a conseguir! Estrujo la poca energía que me queda y me marco un esprint final, en plan vacilón. Dejo de correr, respiro, sonrío y, como una representación perfecta de mi vida deportiva, se me sube el gemelo y aúllo de dolor. ¿Volverás a correr una de estas carreras?, me pregunta alguien un rato después. ¡Ni pensarlo!, respondo rotundo.
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