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Es posible que lo lógico fuera dejar esta vivencia almacenada en el cajón de los recuerdos inolvidables pero, claro, con el tiempo se acabaría marchitando en el olvido. Es irremediable. Sólo quedaría, como legado, un puñado de fotos digitales que acabarían por siempre perdidas en la nube, un dorsal almacenado en la carpeta de números con historia y un trozo de metal. Una medalla -bien chula- que no tiene más mérito que el de haber acabado una media maratón a la que te enfrentastes entre los nervios del novato que nunca quiere dejar de serlo, el crujir del frío de un Berlín cuya primavera estaba amordazada por el invierno y un potente resfriado, de pecho cargado, que acabaría siendo una anécdota zancada a zancada.
Lo lógico, decía, hubiese sido desconectarse de lo vivido y a otra cosa más insípida. Pero no, no puedo. Tengo los dedos nerviosos por teclear y la satisfacción subida. El ego de quien cruza la meta. Y no es cuestión ni de alardear ni poner los dientes largos; sino, sencillamente, de compartir. Por si alguien algún día decide saltar el muro del entusiasmo. Porque en el fondo, lo que queda en esta historia es una vivencia tan intensa que convierte tu sentimiento en metáfora. Y entonces, te crees que, en vez de correr, flotaste. Y que más que flotar, volabas. Y que, volando, se hacía realidad un sueño aleteando sobre las nubes de la capital germana. Como si fueras parte de esa poesía hecha cine que firmó Wim Wenders: «Cuando el niño era niño, él no sabía que era un niño, todo en él era alegría./ Todo le parecía lleno de vida, y todas las almas una sola». Bajo el cielo de Berlín, yo también me sentí así. Fuí un corredor más, entre los cerca de 33.000. Y fuí parte de esa alma única que era la media maratón, en la que, como un río veloz de voluntades, confluyen mil historias de amantes de esa práctica maravillosa que es el correr. El arte de ser libre a zancadas.
Saltamos de un plumazo los cuatro meses de ansiedad pensando en que nos enrolábamos a hacer la media maratón de Berlín. Así, a palo seco. Una ventana de esas que, a veces, tenemos que abrir para que en las vidas entren ráfagas de aire fresco y limpien de polución tus pensamientos.
No elegimos la 41º Generali Berlín Halbmatathon por casualidad. Tiene esa potencia dentro, en su cuore, que te atrapa: una historia desgarradora bajo el asfalto y entre sus cimientos; convulsiones políticas; la caída del muro que vivimos consciente de que era, quizá, uno de los grandes hechos históricos que ibas a contemplar en tu vida; la arquitectura y la modernidad hecha arte urbano; el rigor alemán, que está poderosamente acoplado a una amabilidad extrema de los habitantes de la capital alemana; sus calles trufadas de cicatrices que quieren recordar que sus heridas supuraron dolor y horror: el conmovedor memorial a las víctimas del holocausto, la iglesia que fue bombardeada, un pequeño mausoleo donde una madre abraza al hijo muerto en la guerra, los restos del muro que gritan libertad…
El día previo a la carrera toca ir a por el dorsal. «Old airport», me especifica el taxista tras intentar indicarle, con un chapurreado inglés/alemán/valenciano, que quería ir a Tempelhof. Un aeropuerto en el centro de la ciudad, que sirvió de aeródromo central de Berlín bajo el nazismo y que hoy es un inmenso parque multiusos. «Era el más grande de Europa», me comentó el taxista, mirándome de reojo por el retrovisor y concluyendo que era un pardillo más de esos que toma su ciudad para ir a correr casi dos horas por su asfalto.
La organización de la 'Feria del Corredor' es sencillamente exquisita: pulsera termosellada para moverte fácilmente; tu dorsal, en una ventanilla; en otra, el championchip -que no sabía cómo colocar, cosas de supernovatos-, la espectacular camiseta con un diseño que transmite algo tan valenciano como el hermanamiento; una manzana y una bolsa transparente que será mi acompañante el día de camino a la carrera. En la parte más comercial de la feria, la locura para los que nos gusta correr. Las zapatillas de las marcas más top; la ropa más cool con los diseños imbatibles, el periódico oficial cazando suscriptores -eso me suena a nuestro On +- y millones de propuestas para hacer enloquecer a los frikis que se citan en esta gran fiesta. Adrenalina en ebullición. Todo listo para vivir con ansiedad la cuenta atrás.
El resto del día lo dediqué a soltar piernas a primera hora de la mañana -bajo cero a momentos, para que te quede claro el plan- y luego a recorrer la ciudad. Mucho callejear, contemplar edificios y capturar grafitis con tintes de sublimes; mucho fascinarse ante los diversos hitos que vas encontrando por la gran urbe alemana, que es un cóctel potente de pasado atronador y vanguardia deslumbrante.
A las cinco, a cenar. A un restaurante amigo al que llegué gracias a los siempre sabios consejos de Joaquin Schmidt. Se llama la Gendarmerie. Más que a cenar, iba a hacerle una visita. Eso sí, sin renunciar a darle al cuerpo nutrientes para el día después. Me contuve e intenté ser fiel a lo que dicen que un corredor tiene que ser fiel. Pero bueno, pequé un poco. Ensalada de canónigos con trufa y brocheta de vieiras; lomo de cordero lechal sobre lecho de pasta (pasta alemana, sin más) y un poco de chocolate en mousse y frutos rojos, de postre. Infusión de menta y jengibre y al hotel a dormir. O intentarlo. En el estómago había una revolución de mariposas aleteando. No cesaron en toda la noche, hasta que con la madrugada salió el primer destello de luz. Llegó el gran día.
El desayuno, a las siete. Bien controlado: unos huevos revueltos y un plátano. El primero. Junto a ello, un buen -largo- café tocado con apenas leche vegetal. (Manías de uno). Fuera no es que hiciera frío, es que a ratos se veían caer copos de nieve. Como queriendo hacer más grande la hazaña.
El frío acelera las dudas sobre cómo voy a correr. De nuevo, en mi fiel papel de novato. Con finas capas de cebolla textil y el ánimo alto, salimos hacia el tranvía. El destino, la puerta de Brandeburgo. Allí comenzaba el lío. El lío de verdad. Allí, empezaba a volar. O flotar. Y hacer realidad ese sueño que dejaba de serlo. Si es que esto que os cuento pasó de verdad. Porque aún no me lo creo. Sí, como los ángeles de Wenders en 'El Cielo sobre Berlín': «Cuando el niño era niño caminaba con los brazos abiertos. Quería que el riachuelo fuera un río, el río un torrente y el charco el Mar».
En la espera, entre miles y miles de corredores de decenas de países, edades y, posiblemente estímulos, hubo tiempo para corretear, dar saltitos, quitarte ropa, ponerte, hacer la cola para ir al lavabo hasta dos veces, mirar aquí, ver qué hace uno, ver qué hace otro… Pensar: «vaya cracks» y tragar saliva. Llegó la hora. Letra D. Salida a las 10.30 horas. Suena la música con brío a pocos metros de la columna de la Victoria. ¡La oreja de Vang Gogh! 'El primer día del resto de mi vida'. De pronto, el speaker entona la cuenta atrás: «zero».
Primeros metros tranquilos, aunque acelerado. ¡Aunque parezca incompatible! Tanteando, chequeándome y tomando posiciones. Hasta que coges el ritmo. Tu ritmo. Tras los primeros kilómetros descubres que tu ritmo es el de alguien que llevas al lado. Y te sientes bien. Y le sigues la estela. Es más potente, con más vigor, pero te da fuerza. Los primeros tiempos son aceptables, para mis planes. 4',44''… 4',45'… Todo rodado hasta que…. «¡maldita sea!». Sería el cuarto kilómetro y una de mis zapatillas -mi guerreras- decide desatarse. Sí. Tanto prepararse y se desata la zapatilla.
Con toda la rabia suelto la estela de mi compañero de travesía y de forma acelerada paro y ato, reato y unos segundos después… al trote de nuevo con una sensación de rabia inmensa: «con lo bien que iba; con lo cómodo que estaba con mi compañero de travesía…». No lo pienso, acelero. Ímpetu. remonto metro a metro. Dos kilómetros después, quizá menos, lo veo. Se llamaba Jens. Más joven y con bastante más fortaleza que yo. Lo cazo y vuelvo acoplar mi ritmo al suyo. Casi cinco kilómetros después, cuando superamos el ecuador de la media, con un trote espectacular, me miró y me chocó los puños: «It's good; its nice», me dijo. «Thank you», respondí (por arrastrarme, pensé). Creo que gracias a él volé. Y sobre todo sentí la magia de lo que es hacer una carrera. Algo que va más allá de la pura competición. La magia de ver cómo fluye con naturalidad la esencia de lo que es el compañerismo, la solidaridad y la unión. Algo tan sencillo como eso. Compartir esfuerzo. Travesía.
Música en cada esquina, una senyera valenciana entre el público, banderas de Ucrania, carteles de ánimo, niños que te ofrecen sus manos, avituallamientos cada dos por tres…. El check point, la plaza PostDamer, restos del muro, el memorial Kaiser Wilhelm… Cometí el error de coger un gel en el avituallamiento -siempre lo he rechazado- y fue un desastre; cogí un trozo de plátano para paliar las malas sensaciones y se me atragantó. Perdí la concentración. Faltaban seis kilómetros en el momento más crítico. Jens seguía el ritmo. Y yo no iba a ceder. Bebí a la desesperada en otra parada , respiré, saqué fuerzas y continúe. Mentalmente la cuenta atrás se aceleró. «Estás en Berlín, chaval», pensé. En el último kilómetro Jens apretó. Era el final. Hice lo que pude. Y aceleré. El arco de la puerta de Brandenburgo me parecía una puerta a la gloria. Cuando crucé la meta creo que floté. Seguro. Seguro que floté. Volé. Llegué.
Abracé a Jens. Nos hicimos una foto, unos comentarios chapurreados y nos despedimos. Imagino que para siempre. Aunque él, mi compañero en mi primera media maratón en Berlín -volveré seguro- quedará siempre ligado a este recuerdo que ahora dejo por escrito. Cogí mi medalla. Al grabar descubrí mi tiempo. Extraordinario, para mí. Un subidón. De fondo un speaker seguía exclamando con emoción a los participantes que atravesaban la meta: «eres un finisher, eres un finisher».
La nube llega con la cerveza y las salchichas nada más acabar. Llega al compartir con tu pareja lo vivido. Llega paseando. Con la ducha. Viendo los pies hinchados. Tus uñas lloriqueando. Llega tomándote un plato inmenso de pasta en el Capone y otra cerveza de grandes dimensiones. Y llega intercambiando con los tuyos fotos, contando tus sensaciones y haciendo que las palabras hagan justicia a tus emociones. Llega contigo, al leer este reportaje improvisado escrito en un avión de vuelta a la realidad. Y llega siendo consciente de que esta historia de un runner novato en la media de Berlín quedará para siempre en el cajón de los momentos inolvidables.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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