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Una de las viñetas de Miquel Fuster, dibujante barcelonés que narró en cómic los quince años que pasó en las calles. Un tiempo en el que sufrió agresiones como la que reflejan estas viñetas. M. F.
Aporofobia, el odio a los pobres

Aporofobia, el odio a los pobres

isabel ibáñez

Sábado, 21 de abril 2018, 19:50

Carlos de Felipe está muerto desde 2015. Era un hombre, un buen hombre, de 47 años conocido en Las Palmas de Gran Canaria como 'Carlos el pintor' porque se ganaba la vida con sus cuadros. Tres jóvenes de 32, 25 y 21 años que acababan de salir de la discoteca se cruzaron en su vida una noche cuando roncaba acunado por el alcohol a la entrada de un banco. Y decidieron gastarle «una broma». Cogieron cinta adhesiva de embalar que él llevaba entre sus pertenencias y le vendaron la cabeza desde el labio superior hasta la frente, dificultándole la respiración y dejándole sin vista. Con la misma cinta le ataron con varias vueltas a una colchoneta plegable y le incorporaron la botella de ron, como componiendo una de sus obras. Uno de ellos, el mayor, ejecutaba; los otros alentaban y reían.

A la mañana siguiente, Carlos apareció sin vida tal como le dejaron, por un infarto. Hace unos días se ha celebrado el juicio, donde a los chicos les han castigado con un año de cárcel y 12.000 euros de indemnización a la hija del pintor como autores de un delito contra la integridad moral, ya que no pueden ser acusados de homicidio al no considerarse probado que la muerte tenga que ver con lo sucedido. «No existe certeza médica». La Fiscalía de Delitos de Odio y Discriminación se hizo cargo de la investigación al interpretarlo como un caso de aporofobia, palabra aprobada hace tres meses por la RAE para designar el odio o el rechazo a los pobres. Engloba desde las pequeñas agresiones diarias hasta la muerte provocada en esos delitos de odio o, como ya los llaman algunos, delitos de ocio', al producirse muchos, un 30%, cuando los jóvenes salen de marcha, como parte de la fiesta. El Código Penal no cita esta palabra, algo que exigen las ONG porque, «si no, no se puede combatir».

Flores y velas recuerdan el lugar donde Carlos dejó de pintar. Hay muchos como él. Los testimonios que aparecen salpicados en globos por este texto fueron recogidos en 2017 por el Observatorio Hatento para delitos de odio contra personas sin hogar, impulsado entre otros por la Fundación Rais, que destaca que las mujeres sufren la aporofobia por partida doble, por pobres y por mujeres; el 20% denuncia agresiones sexuales, aparte de otro tipo de violencias.

«La amplitud de la aporofobia es similar al gran arco que va desde los micromachismos diarios hasta el asesinato de mujeres», explica Jesús Sandín, responsable de las personas sin hogar de la ONG Solidarios para el desarrollo. «Que no son exactamente un colectivo -aclara-. Cuando una de estas personas tiene una enfermedad mental, en las redes de enfermedad mental se desentienden alegando que tiene que acudir a las redes de personas sin hogar. Lo mismo sucede si una mujer sufre maltrato machista; las redes de violencia de género se desentienden. Y esto es aporofobia. Cuando hablamos de personas sin hogar solemos referirnos a las que viven en la calle, deterioradas. Y solo se habla de ellas cuando una panda de desalmados les prenden fuego, pero no de la microagresión diaria, de que cuando viven en la calle son agredidos todo el rato». Como darles comida sin preguntar si es lo que necesitan; aunque parta de un sentimiento bueno, supone «infantilizar y minimizar a la persona». «Están en la calle porque quieren, dicen, pero si no quieren ir a albergues será por algo. Y estar en la calle tiene que ver con la esperanza de vida; viven 20 años menos que el resto. La calle mata, y eso es violencia, aporofobia».

La persona que dio nombre a este odio, hace 20 años, se llama Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia. Acaba de presentar el libro 'Aporofobia, el rechazo al pobre'. «No tenemos fobia al extranjero sino al pobre ('aporos' en griego). Nos molestan las personas que vienen en patera porque traen problemas, pero nadie manifiesta rechazo hacia los 75 millones de turistas extranjeros acomodados que han visitado nuestro país el último año». Alega que hay un componente cerebral que intenta que dejemos de lado a los pobres, «porque no nos traen beneficio». «Todos somos aporófobos», dice, aunque enarbola la plasticidad del cerebro, la educación, para reconducirnos.

Enrique Cuesta, de la ONG Acción en Red, lleva casi dos décadas trabajando con personas sin hogar. «Acabar con el 'sinhogarismo' y las diferentes violencias que recaen sobre estas personas requiere conocimiento de la realidad y sensibilización; desde las altas esferas institucionales, que con frecuencia tienden a criminalizarlas o menospreciarlas, a la escuela, donde es fundamental que se trate este asunto desde los derechos humanos». ¿Por qué algunos jóvenes dedican su tiempo libre a macharcarlos mientras otros lo emplean en ayudar? «Los que comenten las agresiones tienden a cosificar a estas personas. Ven en ellas un objeto de divertimento. En otras ocasiones las agresiones son protagonizadas por gente cargada de ideologías odiosas, neonazis y skin heads».

Peluquería en un autobús

En Sevilla hay un médico oftalmólogo de 66 años recién jubilado de la sanidad pública andaluza llamado Alfonso Romera. Conoce muy bien este mundo porque, ya a finales de los 70, trabajó como voluntario en Cádiz en un centro para estas personas: «Más de cien hombres, mujeres y niños en una casa de cuatro plantas... Hacinamiento y falta de higiene... Me echaron de allí las chinches; quitabas una alcayata de la pared y caían bichos como bolas que te picaban cuando apagabas la luz... Me fui enfermo. Las cosas eran horribles en aquellos primeros tiempos».

Ahora Romera ha vuelto a la carga, pero esta vez poniendo en marcha la iniciativa La Carpa, para que estas personas se autogestionen y tengan un techo hasta que puedan abandonar la calle. Denuncia que los albergues de su ciudad están en manos de «una empresa privada que recibe 7 millones de euros para cien camas. ¿Pero dónde está ese dinero? ¿Y cuáles son los criterios de admisión? Porque a muchos no les dejan entrar y queremos saber las razones». Su proyecto, una carpa de 800 metros para dar cobijo, un espacio de transición hasta que encuentren hogar, «está aparcado en un cajón; el Ayuntamiento de Sevilla no nos cede el terreno. Mientras, hemos conseguido un autobús que es peluquería móvil, donde al menos podrán asearse».

Invisibles Coslada también se centra en denunciar la aporofobia institucional. Loli Pérez, enfermera de la sanidad pública y parte de esta organización, considera que «no se trata de odio, pero sí de rechazo». Denuncia que muchas madres no acuden a los servicios sociales por miedo a que les quiten a los hijos. «Y en la recepción de un hospital es complicado que te dejen entrar, porque hueles, por tu mala pinta... Hay un pensamiento subjetivo y una persona puede creer que tienes derecho a entrar y otra que no. Y luego está cada médico y cómo te atiende. A veces hasta te amplían el tiempo de espera entre citas». También cuestiona que las instituciones ofrezcan a los pobres bocadillos. «Pero si hay gente con enfermedad, con problemas de dieta, de dentición... ¿un bocadillo? ¿Nosotros nos comeríamos siempre un bocadillo? Les exigimos cosas que nosotros no haríamos».

Miedo, soledad, desconfianza... Así se expresa este pobre hombre de 40 años, un sufridor más de aporofobia: «Y desde entonces duermo siempre solo. Me escondo. Cambio el lugar cada día y no le digo a nadie dónde estoy. Me siento muy solo, pero creo que es más seguro». Ojalá.

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