Imaginemos un laboratorio tenebroso. Entre cacharros de latón y libros que crían polvo, un hombre con greñas, el gesto descompuesto y la mirada extraviada se afana en sus tubos de ensayo. En un momento dado destapa una olla repleta de un mejunje verde y estalla en una horrible carcajada. ¿Quién es? El cine ha pintado así el estereotipo del investigador que ha perdido el juicio. Unas veces está completamente pirado y otras solo ocurre que es así de raro. ¿Hay muchos ejemplos de tipos ensimismados con sus estudios, distraídos y aislados en su mundo propio? Luigi Garlaschelli y Alessandra Carrer lo aclaran en el libro 'El científico loco. La historia de la investigación en los límites' (Alianza editorial), que se vende desde el jueves en las librerías. Muchas y muy variadas son las personas que han andado a ciegas por el terreno resbaladizo de la ética científica. Con ganas de escribir páginas gloriosas en la historia de la ciencia, no pocos se saltaron todas las convenciones al uso. Por el libro del químico Garlaschelli y la diseñadora gráfica Carrer desfila gente de todo pelaje, desde petrificadores de cadáveres a resucitadores.
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Hay hombres excéntricos que a pesar de sus desatinos hicieron grandes aportaciones al campo de la ciencia y la tecnología. Un caso paradigmático es Nikola Tesla (1856-1943), digno de llevar el título de científico genial. Inventor de la corriente alterna, visionario y extravagante, creó aparatos eléctricos y extraños dispositivos. Tesla era muy listo en todos los sentidos. Vio el filón del espectáculo y lo aprovechó. «Fue un histriónico 'showman' que hacía demostraciones públicas de sus invenciones entre relámpagos cegadores, impresionantes chispas eléctricas y lámparas mágicas», escriben los autores. Esta afición por epatar es comprensible, sobre todo en la actualidad, donde todos buscan su minuto de fama. Lo malo es que a esta mente prodigiosa le acechaban obsesiones y trastornos psíquicos. Le repugnaban las joyas con perlas y antes de entrar en un edificio caminaba alrededor de la manzana tres veces. En su plato debía haber siempre 18 servilletas y, cuando comía, contaba las masticaciones. El genio serbiocroata adoraba las palomas. Tanta era su pasión que se gastó 2.000 dólares en construir una especie de arnés que permitía a una paloma herida andar y volar. Hombre apuesto, no se casó nunca. ¿Por qué? «No creo que se puedan enumerar muchas grandes invenciones paridas por la mente de hombres casados», dijo una vez.
Kary Mullis (Columbia, EE UU, 74 años) ganó el Premio Nobel de Química hace un cuarto de siglo. Su contribución a la ciencia no era ninguna tontería. Mejoró una técnica, llamada PCR, que permite reproducir y amplificar restos de ADN por pequeños que sean. Nadie niega sus méritos, pero el hombre tenía sus manías. Primero, era un apasionado de la astrología. Segundo, y peor aún, negaba que hubiera una relación entre el VIH y el sida. Las opiniones de Mullis eran estrambóticas y pseudocientíficas, pero opiniones al fin y al cabo. Lo más peligroso vino cuando se puso a sintetizar, ente los años 1960 y 1970, anfetaminas alucinógenas aderezadas con una generosa cantidad de LSD. Ponía la mano en el fuego por las virtudes del ácido. La droga, según él, le ayudó a afinar la técnica de la PCR. Fue la madre del pequeño Kary quien le inició en el mundo de las sustancias estupefacientes, que no prohibidas. Y es que a mediados de los cuarenta y principios de los cincuenta, los barbitúricos y la mezcla de opio y alcohol eran legales. El niño se los tomaba antes de irse a la cama.
Entre los siglos XVIII y XIX había un interés entusiasta por la electricidad. Tanta expectación suscitaba entre los inventores que se creía que era capaz de resucitar a los muertos. Giovanni Aldini (1762-1834) era un firme defensor del galvanismo y no se arredraba ante nada. Aldini se tomó la licencia de aplicar 120 voltios a un hombre recién ahorcado. Al difunto George Foster le hicieron perrerías espantosas. Le pusieron un electrodo conectado a una oreja y otro en el recto. «Todo el cuerpo del cadáver fue sacudido por horrendos temblores», se lee en el libro. El científico no era ni un sádico ni un necrófilo. Estaba convencido de que la estimulación eléctrica podía ser un instrumento útil para reanimar a personas que habían sufrido ahogamientos o asfixia. No iba muy desencaminado. Los desfibriladores de ahora, que ponen de nuevo en marcha el músculo cardíaco gracias a una descarga eléctrica, son el resultado de estos primeros intentos de Aldini.
Los proyectos de Iliá Ivánovich Ivanov (1870-1932) son tan quiméricos que parecen sacados de una película de serie B. El hombre estaba tan loco que quiso crear un híbrido entre hombre y mono. No era ni mucho menos un cantamañanas, pues sus técnicas de inseminación artificial de yeguas fueron muy provechosas para la economía soviética. Un solo semental dejó preñadas 500 hembras. En 1924 el régimen estalinista se entusiasmó con su idea del hombre mono, primer paso para conseguir el nuevo hombre socialista. El Instituto Pasteur de París le reclamó y se fue a Guinea Conakry para llevar a cabo el experimento. Para su desgracia y fortuna de la humanidad, sus intentos de fecundar hembras de chimpancé con esperma humano no tuvieron éxito. Más tarde, Ivanov probó suerte de otra manera. Pidió a un hospital del Congo francés permiso para inseminar mujeres con semen de mono, pero se lo denegaron. En 1930 fue desterrado a Kazajistán.
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'El «científico loco». Una historia de la investigación en los límites' (Alianza editorial) parte del estereotipo del investigador excéntrico para explorar la vida y descubrimientos de hombres de ciencia a caballo entre la genialidad y la ridiculez. Sus autores son L. Garlaschelli y A. Carrer.
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