Todos lo sabemos, pero no todos quieren pensar en ello. La muerte llega. Antes o después. Y sin excepción. La vida viene a ser como ... una cinta transportadora en la que caemos un buen día, de repente, y nos lleva, uno a uno, al mismo desenlace físico. Unos se marcharán antes y otros después, pero todos avanzamos en la misma dirección. Si habrá más a continuación ya es cosa de cada cual y sus creencias.
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Da igual ser una mosca, un árbol, un caracol, un gato o un humano. Nacemos con la muerte acuñada en nuestro destino, desde el primer instante. Una vez nacidos y con conciencia de tal situación, no hay que darle muchas más vueltas. Ya estamos ahí, en la vida, con sus bondades, maravillas, altibajos, incógnitas y sufrimientos. Hay quien se inquieta al cumplir un año más porque ve que se hace mayor y el momento se acerca, pero realmente no hay más manera de vivir que envejecer.
La medicina nos ha alargado la vida, pero no hemos encontrado el modo de frenar la muerte. Y posiblemente no lo encontremos jamás. En la Comunitat la esperanza de vida es de 82,5 años. Cada hora acaba la vida de unas seis personas en la región, de media. La más longeva del mundo murió el verano pasado en Girona con 117 años. La mujer que más vivió en nuestra región nos dejó en 2020 con 112 años. Y atención a esta cifra: en la Tierra los seres vivos llevan naciendo y muriendo alrededor de 4.000 millones de años. Y no sólo muere la vida. Mueren las cosas: al sol, por ejemplo, los científicos no le echan más de 5.000 millones de años.
El final no se puede cambiar, por fastidioso o inquietante que resulte. Somos materia en transformación (también alma para quienes lo creen) y si todos viviéramos para siempre el mundo sería insostenible. Desde determinadas posturas filosóficas, incluso un hastío. Lo cantaba el difunto Freddie Mercury (1946-1991) en aquella balada de 'Los Inmortales', el tema 'Who wants to live forever?'. Reflexionaba sobre ello la filósofa Adela Cortina en una entrevista a ABC: «Yo no tengo ilusión en vivir doscientos años. Si tu gente se va muriendo, ¿para qué durar tanto?».
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Temer la muerte y huir de ella es instintivo. El dolor emocional de perder a un ser querido, descrito como más terrible que el padecimiento físico, va emparejado a la esencia misma de amar. El gran problema social es, quizá, la manera de afrontar la realidad de la muerte. El reto es saber encajarla o, al menos, atenuar sus efectos anímicos para mitigar la angustia o pánico cuando nos llegue, naturalizarla en lo posible, mantener la serenidad. También salir adelante anímicamente tras la pérdida ajena y no acabar muertos en vida.
¿Cómo lograrlo? No es fácil, naturalmente. De hecho, quizá sea lo más difícil para cualquiera. Y no es inmediato. Pero en la semana en la que recordamos a nuestros difuntos hemos confeccionado un decálogo de consejos y reflexiones que puedan ser de ayuda para cualquiera, aportados por la médico intensivista Marisa Blasco, el psicólogo de Aspanion Javier Zamora y la profesora de Psicología de la UCV San Vicente Mártir Lucía Pelacho.
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1. Muerte no es sinónimo de dolor. Es un convencimiento instalado en muchas personas pero que los médicos tratan de apartar. Obviamente, determinadas muertes violentas son dolorosas hasta que la persona fallece y, si sobreviene esa fatalidad, no siempre se puede actuar a tiempo contra el padecimiento. Pero la medicina paliativa ha avanzado lo suficiente para que el final no tenga que ser, además, un martirio físico. Y no siempre significa una sedación absoluta del paciente.
2. Descanso ante lo irreversible. Cuando la enfermedad hace mella y las opciones médicas ya no dan de sí, el paciente puede llegar a entender el final que se aproxima como el momento de apagar la luz de ese malestar y que cesen los padecimientos. Como detalla con palabras muy llanas la médico intensivista Marisa Blasco, a nivel de conciencia «no hay diferencia entre morir y quedarse dormido». El pensamiento sereno sería: «He vivido. Han hecho por mí todo lo posible. Ahora toca descansar, como sucederá con todos. Los que vivieron, los que se quedan un tiempo más y los que vendrán».
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3. Romper el esquema vital ideal. En las culturas occidentales donde no hay guerras ni hambre y existe un buen sistema sanitario nos hemos convencido de que la vida debe seguir una una secuencia: nazco, crezco, me reproduzco y muero ya de bastante mayor. Pero eso es un ideal aprendido que no siempre se corresponde con la realidad. Y si algo de eso falla, que falla constantemente, se nos cae el mundo encima. Habría que asumir que la muerte es completamente aleatoria, puede aparecer en cualquier momento, simplemente está en la naturaleza de la vida y es un fenómeno universal.
4. La fuerza de la espiritualidad. Las distintas religiones plantean una trascendencia a la vida física. Además, la espiritualidad es inherente al ser humano y no siempre es sinónimo de religión. Hay muchas maneras de vivirla. Para Zamora, «nos ayuda a darle un sentido al sufrimiento y a fortalecer valores». Aquí se añade un factor crucial: la esperanza. El que confía en otra dimensión vital o en la alegría de reunirse con los suyos genera una energía anímica que puede serenar su dolor, dar un sentido profundo a la experiencia de morir o inspirar a otros. Se ha criticado en ocasiones que lo del más allá es todo ilusión, una ideación fantástica para calmar la incertidumbre y la pena. Pero incluso si fuera cierto que al otro lado no hay nada, haber sentido esperanza en vida es de por sí valioso porque ha ayudado a serenarnos y a vivir con mayor paz el final. «La esperanza se vive en el presente», concreta el psicólogo.
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5. Hablar de la muerte puede ayudar a vivir mejor. Afrontar el miedo y el rechazo y abordar el tema de la muerte con naturalidad puede ayudar a valorar el presente y dar sentido a la vida. Sentirse triste al hacerlo puede tener una función adaptativa. Además, «a través de la tristeza conectamos de algún modo con los recuerdos de los seres queridos y nos encontramos de nuevo con su amor».
6. Cuestión de tiempo. Con el tiempo, el amor hacia el ser querido permanecerá y el dolor se suavizará. «Nada duele así para siempre. Ninguna emoción, agradable o desagradable, es para siempre. Y pasará», resume la profesora Pelacho. ¿Cuándo? No está escrito. Cada persona, a su ritmo. Habrá días buenos y malos, que no significan un retroceso porque estamos en una montaña rusa emocional. Pero cada día es un paso más. «Sé paciente y amable contigo mismo», aconseja. Según Zamora, los familiares deben evitar expresiones como «no debes sentirte así", "no quisiera verte así" o "eres joven y puedes tener más hijos" (en caso de pérdida de un descendiente). Mejor escuchar sin juzgar.
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7. Un sentido de posteridad. El ser querido vive siempre en los recuerdos y en el corazón. Los momentos compartidos no se borran. Son un tesoro que nadie puede quitar. Somos «como ondas concéntricas», señala la experta de la UCV. Las personas que perdemos «siguen sucediendo, siguen estando, pero de otra manera». El difunto vive en quien le sobrevive, genéticamente en caso de los hijos, y en los valores y estela que ha dejado de manera general. Y considerar esto reconforta.
8. ¿Qué hacemos con los niños? Para Zamora es «fundamental poder vivir una despedida que permita tomar conciencia a la familia de lo que está sucediendo e implicar en lo posible a los más pequeños». No hay una edad frontera a partir de la cual sí o no. Lo importante es intentar identificar sus necesidades hablando y explorar la posibilidad de que participen. «A veces puede ser con un dibujo, una carta, un peluche o un objeto vinculante», señala el psicólogo. Con frecuencia, los niños no tienen tanto miedo a hablar del tema con los adultos como a la reacción del mayor. Temen despertar la pena. «Y conviene explicarles que es mejor hablar aunque los papas lloren y que llorar es lo más natural del mundo».
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9. Del sufrimiento al sentido de vida. "La única manera de superar el duelo es atravesándolo y es un camino del que salimos distintos", resume Pelacho. Aquellos que intentan evitar este camino buscando atajos o negándose a entrar "están posponiendo su propia sanación". El camino puede ser difícil o aterrador, "pero es el único que conduce a la luz al final del dolor". Y al final hay una vida con nuevas posibilidades y una comprensión más profunda de uno mismo. Zamora ahonda en esta idea: "Es trascender a la experiencia del sufrimiento. A través del recuerdo de la persona fallecida fortalecemos nuestro sistema de valores y nuestro sentido de vida. Acabamos dando más valor a las cosas que realmente lo tienen". Se refiere a las personas que salen más fuertes, curtidas y capaces, transformadas ante futuras adversidades y, al final, con un mayor grado de bienestar. "Muchos padres que han perdido a un hijo refieren tiempo después ya no tener ningún miedo ante la vida. Ni siquiera a su propia muerte".
10. ¿Cuando acudo a un psicólogo? Cuando las emociones como la tristeza, rabia o culpa ya dificulten la adaptación al entorno social o con uno mismo. Si nos quedamos aislados o sentimos dolor físico al somatizar las emociones. También si aparecen alteraciones del sueño o la alimentación. O cuando no somos capaces de enfrentarnos a los objetos o estancias de los seres queridos. La llamada momificación de la habitación puede estar indicando un duelo mal llevado. Lo adecuado es que no se quede el espacio cerrado estancado, pues además "puede ser una oportunidad para conectar con el recuerdo", apunta Zamora. Por último, conviene pedir ayuda cuando no sepamos cómo hablar a los más pequeños o éstos no expresen o gestionen bien sus emociones.
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