«¿Si a Alcaraz no se le hubiera entrenado al nivel de su talento habría triunfado en Roland Garros?». Se lo pregunta el padre de ... un joven con altas capacidades. Los superdotados, el término popularmente extendido, prefieren ser considerados como gente normal que, sencillamente, tienen un potencial mental que destaca. En una o varias áreas. A veces los números, a veces el mundo verbal, otras la música… El reto del sistema educativo es detectar y aprovechar esta condición humana. Lograr que la virtud o curiosidad por encima de la media no se transforme en frustración, infelicidad o aislamiento.
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Según el Gobierno, 2.260 estudiantes de colegios e institutos valencianos necesitaron apoyo específico por sus diagnósticos de altas capacidades en el pasado curso. Son 1.591 hombres y 669 mujeres. Según los expertos, en las niñas son más difíciles de detectar porque muchas veces camuflan su talento para integrarse y pasar desapercibidas.
La cifra se ha doblado en ocho años y la Asociación Valenciana de Apoyo a las Altas Capacidades (AVAST) lo achaca a una mayor concienciación entre las familias y a que, tras años de lucha y baches, parece que la detección temprana comienza a despegar. LAS PROVINCIAS ya expuso hace cuatro años uno de los principales problemas: la escasa detección de los casos y falta de protocolos.
Pero ¿cómo es vivir con altas capacidades? ¿Qué frustraciones y grandezas conlleva? ¿Cómo son las señales? Esta característica está presente en Javier Porcel Marí, de 25 años, hilo conductor en primera persona. Entre sus recuerdos intercalamos experiencias de otras familias valencianas y claves para interpretar los rasgos.
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Tengo 25 años, soy físico y me dedico al mundo de los datos. He vivido siempre en Alcàsser junto con mi padre, mi hermano pequeño y mi madre. Aunque fallecida, la siento muy cerca. En el piso inferior al mío vive mi abuelo materno. Cuando recuerdo con él momentos de mi niñez menciona que era muy preguntón. Siempre curioso. Todo lo quería saber e indagar. Este rasgo se puede ver como una gran virtud, pero también conlleva una personalidad un pelín obsesiva.
A menudo íbamos de compras a un gran supermercado y pedía a mis padres si me podían comprar alguna enciclopedia, con las que me quedaba fascinado. Tendría unos 7 u 8 años. Y acabé llenando la estantería. En aquella época aún no tenía acceso a internet.
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Mi padre siempre ha sostenido una tendencia a mantenerse al margen de mis asuntos educativos pero apoyándome siempre en mis decisiones. Aunque en mi casa siempre ha habido un ambiente ligeramente exigente. Por otro lado, mi madre sí que se preocupaba mucho por mi bienestar en la escuela. Estaba muy involucrada.
Considero que mi generación ha sido muy presionada por los padres en lo relativo a los estudios. Y para muchos niños y niñas las notas suponían un reflejo de su valía personal.
Desde que empecé mi etapa escolar se notaba que mi desempeño destacaba entre los otros niños. Vivía la vida con inocencia, como, supongo, la mayoría de los niños. Sin embargo, cuando destacas, aparece la envidia. Desde el principio, ya en Primaria, me gané algunos enemigos encubiertos. Tener una mente demasiado interesada en ciertos temas que originalmente no tocan por edad hace todo un poco más complicado.
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Al pasar al instituto, algunos profesores se quedaban sorprendidos por mi creatividad y pensamiento lateral. Me viene a la memoria cuando resolví un ejercicio de visión espacial que ningún otro alumno alcanzaba a ver en Educación Plástica.
Feli Cabanes, profesora de Inglés, conoció a Javier cuando tenía unos diez años. Y valora así su camino personal: «Es evidente su capacidad para aprender y su curiosidad. Pero para mí lo admirable y extraordinario es su inteligencia emocional y cómo gestionó su vida después de sufrir durante años».
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Después de perder a su madre a edad temprana, Javier «siempre siguió adelante hasta ser la persona que es ahora», destaca Cabanes. Para la docente, «una persona con altas capacidades puede suspender y eso no quiere decir nada». Estos niños «necesitarían un tipo de enseñanza especial que hoy en día no es posible en España», opina.
Mi declaración oficial educativa de altas capacidades no fue costosa, porque era evidente. Una psicóloga me evaluó durante varias sesiones en el propio colegio cuando cursaba 5° de Primaria e hizo saber a mis padres sobre mi CI de 144.
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La tabla de resultados escolares de Javier (expuesta bajo estas líneas) deja constancia de sus capacidades intelectuales. Las competencias curriculares aparecen como «ampliamente conseguidas» en cada una de las 27 casillas de la evaluación.
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No fue una sorpresa para nadie, pero me daba vergüenza contarlo porque no quería quedar como un presumido o un creído. Lo último que quería era sentirme especial o superior. O que los demás se sintieran inferiores. Me considero igual a cualquiera. Ni más ni menos. De forma innata, me ha importado la opinión que los demás tienen de mí, aunque se va atenuando conforme pasan los años.
¿Medidas? Propusieron a mis padres subirme un curso académico pero ellos rechazaron esa opción sin preguntarme. Me hubiera gustado poder hablar sobre este asunto con mi madre, la persona que más se involucraba en estos temas. Pero al fallecer cuando yo tenía 12 años muchas preguntas se han quedado sin respuesta.
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Algún profesor me sugería que leyese tal novela o ponía ejercicios opcionales con un poco más de nivel que yo siempre trataba de hacer. No obstante, creo que en una etapa crítica para el desarrollo intelectual de un adolescente, clave para alcanzar el máximo potencial, deberían dar a ciertos alumnos un trato diferente. Pero entiendo que es complicado ajustarse a las necesidades de todo el mundo.
En el test de CI que me hicieron resaltaba la capacidad lógica. De hecho, fui brillante en matemáticas durante las etapas preuniversitarias. Luego, ya en la universidad, me matriculé en Física (con una nota de corte muy alta) y me reuní con gente que considero muy inteligente. Dejé de destacar de esa manera y pasé a ser uno más en ese aspecto.
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Cabanes asegura haber conocido otros casos «y todos han tenido derivas diferentes». Desde «un chico que no ha sabido qué hacer con su vida hasta otro que, tras pasar unos baches, ha terminado sus estudios y hace cosas muy interesantes».
Cita el ejemplo de otra persona que tuvo muchos problemas con sus profesores en el colegio «por su forma especial de resolver las matemáticas, entre otras cosas«. Ahora es »una arquitecta que va a tener un gran futuro». A los 15 años, describe, «podías hablar con ella de Neruda, Bukowski, García Márquez o Saramago».
Como balance final, creo que las altas capacidades me han permitido desarrollarme académicamente y profesionalmente. Pero a la vez han complicado el desarrollo de mis habilidades sociales y la formación de vínculos íntimos en la adolescencia. Podría demandar recursos o criticar ciertos puntos pero no es lo que toca. Al final, el sistema y sus leyes se desarrollan a su ritmo, mediante prueba y error.
Aina Ametller Profesora e investigadora con altas capacidades
Prefiere ocultar su identidad bajo un seudónimo, el de Aina Ametller. La alicantina de 52 años, profesora de enseñanza superior e investigadora, está entre las personas que han confirmado sus altas capacidades ya en edad adulta. De niña, vivió una «horrible» etapa escolar en una época donde la atención especial a los superdotados era nula.
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«Aprendí a gatear muy pronto y escalaba los muebles porque me gustaba mirar desde arriba», recuerda. «Aprendí a hablar temprano y, con 4 años, me inventé un cuento en código binario con la 'a' y la 'i' al revés. Quería que se pudiera leer en un espejo». Desde muy pequeña «ya prefería ver documentales antes que dibujos animados».
Cuando Aina volvió a casa tras el primer día de Párvulos preguntó a su padre: «¿Por qué estoy en un colegio con niños tontos?». Y él respondió: «Es que tú no eres una niña pequeña». Se aburría «todo el tiempo», como sucedió también «en el colegio y hasta en la universidad». En la antigua EGB la única respuesta ante su intelecto fue enviarla a dos extraescolares, Inglés y Solfeo.
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La enfermedad la apartó del colegio durante dos cursos. «Estudiaba en casa y sólo iba a los exámenes finales. No acudir me hizo sentir muy bien», revive. Hoy es toda una humanista del siglo XXI: doctora en Bellas Artes, ilustradora científica, escribe ensayos, investiga sobre patrones matemáticos, toca un instrumento de viento, compone...
Aina confirmó sus altas capacidades intelectuales cuando estudiaba su primera carrera: «Encontré una asociación de niños con esta condición, propuse unos talleres y me hicieron los test», recuerda.
Para la docente, «ni el sistema educativo ni la sociedad española están preparados para atender las altas capacidades y talentos. Somos el país europeo con mayor fracaso del alumnado con coeficiente intelectual alto». Propone «crear centros con profesorado de iguales capacidades», pues de lo contrario «se discrimina a un colectivo que es vulnerable».
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