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La genética es un factor determinante en las altas capacidades. Y por eso, en muchas ocasiones, tras un hijo con esta condición, aparece un segundo. Los casos no tienen por qué ser calcados. Hay sutiles diferencias y el ejemplo más claro es la historia personal de Ángel y Andrea Costa, dos hermanos valencianos de 20 y 16 años.
Ángel estudia Ingeniería Agroalimentaria y, ya de niño, la botánica le despertaba una profunda fascinación. «Cogía las flores y se ponía a observarlas, con tres años preguntaba cómo se hacían los cristales, preguntaba por qué las nubes no queman si son vapor de agua y hasta soltó que cuatro veces dos son ocho tras contar las ruedas de un carro», recuerda su madre, Carmen Perales. Otras veces se quedaba maravillado ante los mapas, la astronomía... La ciencia, en general.
Pasó sus primeros años en Ayora. Y cuando comenzó Infantil en Valencia expresó a sus padres: «¿Me puedo volver al pueblo? Aquí ni aprendo ni hago amigos». Ya sentía el habitual aburrimiento ante enseñanzas que estaban a mucha distancia por lo bajo respecto a su potencial.
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Una profesora sugirió que evaluaran al entonces menor. «Pero el equipo directivo del centro negaba que pudiera tener altas capacidades», recuerdan sus progenitores. Al final, un gabinete privado confirmó las sospechas y la prueba estableció en 146 su coeficiente intelectual.
Como primera medida, saltó el nivel de un curso de Infantil a Primaria en Matemáticas y Lengua. «Pero yo seguía aburriéndome. Prefería observar una piña que jugar al fútbol», recuerda. Los problemas para socializar acabaron creando en el niño una sensación de ser «raro», como llegó a expresar a su madre. Pero no fue suficiente. «No estaba recibiendo la atención adecuada, no aprendía a estudiar, decía que no quería ir al colegio y hasta soñaba que volaba», recuerdan en la familia.
Fue una etapa complicada. A la memoria de Ángel regresa una experiencia de ese momento de su infancia. Una crítica. Repetir operaciones una y otra vez «no era una solución adecuada» al hambre de conocimiento y curiosidad intelectual que albergaba aquel niño.
Al final «un inspector educativo aconsejó trasladarlo al Colegio Alemán», detallan los progenitores. Superó las pruebas de acceso a 5º de Primaria y, allí sí, su camino educativo se encauzó. «Fue abrupto y costó. El cambio de idioma no fue sencillo, pero al menos sentía que tenía un reto con el aprendizaje», cuenta el estudiante.
Ángel quiere proyectar su vida «a la investigación o a proyectos sostenibles». Practica cerámica y talleres de astronomía e intenta construir un radiotelescopio con compañeros de la UPV, pasiones que combina con su amor al rock y al folk. Y así lo describe su hermana Andrea:
Andrea cursa Bachillerato y su diagnóstico de altas capacidades llegó a los 11 años. Y no porque existieran dificultades escolares, sino porque sus padres quisieron confirmar lo que ya intuían tras ver crecer a su hija. «Ella socializaba más que su hermano y le preocupaban mucho los asuntos humanos, sociales. Con 4 años preguntó en Google cómo se hacen las guerras», recuerda su madre.
La niña Andrea era «muy competitiva y autoexigente», con ganas de ser «la primera de la clase». Aún se acuerda cómo le dolió sacar un 9,5 por una falta de ortografía en una prueba. Y en el inicio de Primaria, «me evadía porque me parecía todo muy fácil».
Al cambiar como su hermano al Colegio Alemán «sí sentí que me dejaban un poco de lado y en los recreos me refugié en la lectura». Devoraba Harry Potter, Los Juegos del Hambre, la fantasía de de Laura Gallego...
Hoy Andrea encarna una explosión de hobbies e inquietudes: «Escribir artículos sociales, poesía, baile, tiro con arco, guitarra, coro, balonmano, saxofón...». Sus virtudes son «una gran agudeza social y psicológica», cono define su familia. Y controla seis idiomas.
Su proyecto personal pasa por «sacar buenas notas en Bachillerato y hacer algo grande y con sentido, algo inspirador que de algún modo repercuta en el bienestar de las personas».
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