Bullicio de niños entre las escaleras y el amplio patio de La Salle Paterna. Arranca la jornada en uno de los colegios más monumentales de ... Valencia, con más de un millar de alumnos matriculados. Pero a 116 kilómetros de allí, la escena es distinta. En la escuela rural de la Sierra Engarcerán sólo son cinco los que se adentran en uno de los centros más pequeños de la región. Comparten cole y clase alumnos de entre 4 y 10 años que cursan Infantil y Primaria.
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Es el perfil de los CRA (Centro Rural Agrupado), la institución educativa que salva la enseñanza en la Valencia vaciada. Su naturaleza es la de un colegio a trozos: una misma institución centralizada en un pueblo dispone profesores y aulas en un grupo de entre dos y seis municipios o pedanías de su entorno geográfico.
El CRA La Serra, por ejemplo, cuenta con 49 alumnos en su aulario de la pedanía de Els Ibarsos, 14 en la de Els Rosildos y sólo 5 en el núcleo que da nombre al término, Sierra Engarcerán. Los caprichos de la despoblación «han hecho que haya más niños en las pedanías que en el pueblo principal», describe el director, Guzmán Bellés.
Los tres aularios forman un triángulo con lados de unos 8 kilómetros en línea recta entre los puntos más alejados. Pero es engañoso, pues por el medio hay monte que sortear. Es decir, si no hubiera aulario en Sierra Engarcerán, los cinco niños del pueblo tendrían que recorrer 15 kilómetros a diario por carretera para aprender en Els Rosildos. O el doble, si tuvieran que desplazarse a Els Ibarsos.
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En la Comunitat sólo existen siete escuelas rurales con seis alumnos o menos. En Castellón, los encontramos en Ludiente y Torás. En la provincia de Valencia, los aularios mínimos están en Los Pedrones (Requena), Benissuera, Zarra y Rugat. Cuatro es el mínimo de matriculados para mantener abierto un aulario.
En conjunto, los 46 CRA, con sus 144 aularios, forman en este curso a 5.300 alumnos de Infantil y Primaria de 130 municipios valencianos. Es apenas un 1,3% del alumnado de la región en estas etapas, pero garantizan la educación próxima y refuerzan la permanencia de niños una cuarta parte de los pueblos valencianos, incluidas sus aldeas.
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Ana Molina, de 32 años, es la tutora de la escuela mínima de Sierra Engarcerán. Acaba de lograr su plaza por oposición y viaja más de 100 kilómetros desde Valencia para ponerse al frente de su reducido alumnado. «Estoy buscando casa en el pueblo porque es demasiada distancia», valora. «A partir de octubre, me quedo en la Serra».
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Su pequeña familia entre montañas es peculiar: Paul, en Infantil y con 4 años, es el benjamín, y su hermana Natalia, de 10, la mayor del 'microcole'. En el medio están los hermanos Izan e Íker. Y completa la clase el pequeño Lluk. Es decir, hay un intervalo de edades de seis años, una niña rodeada por cuatro niños y cuatro cursos diferentes compartiendo espacio y horario.
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Viven en un núcleo de 250 habitantes donde «la gran mayoría de familias trabajan en la cerámica, salvo un par que siguen con la agricultura», detalla Juan Carlos Mateu, alcalde y exalumno. «Yo estuve en el cole en los setenta. Entonces éramos casi 40 ocupando dos aulas. Desde entonces el número fue bajando hasta este curso, el más reducido de nuestra historia». Esto «es una lástima», lamenta.
La realidad de la despoblación es tozuda. «Avanza rápido», describe Mateu. «Salieron ayudas que contemplaban el pago del alquiler a familias con hijos durante un año. Incluso hacíamos gestiones para ayudar a encontrar empleo por aquí, pero no hubo interesados».
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Hay quien pensará que con cinco en clase todo es más fácil. Falso. Hay que adaptarse a todos. Pero Ana no está sola. «Durante una semana pasan por aquí hasta siete docentes especialistas distintos: inglés, religión, educación física, orientación…». Son los 'profes' itinerantes, que en el CRA La Serra se mueven como peonzas entre los tres núcleos de población con aularios.
En la hora de lectura, los mayores leen a los pequeños. En Matemáticas, Natalia se centra en las unidades de millar mientras su hermano, el 'peque', ordena series de las estaciones del año e Izan aprende a numerar entre el uno y el 100. Es una torre de Babel de niveles donde Ana lidia con maestría y paciencia para que nadie se quede atrás o los mayores no se distraigan cuando los pequeños se vuelven más inquietos o parlanchines.
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Ella viene de educar a grupos de veinte en un colegio de l'Eliana. Comparar es inevitable: «A pesar de las dificultades, creo que esto mejor. Tengo más tiempo, el contexto es muy sano y puedo ayudar individualmente a cada uno sin esperas. Aporto más de mí». Once de la mañana. La hora del almuerzo deja estos sonidos y experiencias entre yogurts, plátanos, galletas…
En el aulario hay columpios y canchas, pero Ana y los suyos prefieren salir de una escuela que se les queda grande y corretear por el parque del centro del pueblo. Su salida hace que las desiertas calles cobren algo de vida.
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En ocasiones sucede lo inevitable. Que algún padre o madre deambula por el pueblo, camina por la zona y se encuentra con su hijo. Todo es más flexible, más impredecible, menos rutinario. Y aparece en escena Viorica, la madre de Natalia y Paul.
Originaria de Rumanía, lleva casi dos décadas en el pueblo. Es auxiliar domiciliaria y su marido trabaja en una empresa de reciclaje. Tienen otros dos hijos que ya han volado de la escuela al instituto, situado en la Vall d'Alba. «Hay que hacer lo posible para que vengan más niños. Si no, estos colegios tendrán que cerrar», lamenta.
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Sus hijos mayores recorren cada día 44 kilómetros en autobús para cursar Secundaria. A esta etapa acaba de pasar también una buena amiga de Natalia que dejó el aulario. Y los sentimientos de la niña salen a relucir: «La echo de menos».
Es uno de los problemas en los colegios mínimos: socializar mejor y convivir con semejantes en edad, en especial en la preadolescencia. «Yo me llevo bien con los otros niños, pero no tanto como con ella, porque me entendía mejor», resume bajo estas líneas.
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Tras el recreo, llega Inglés. Y aparece en escena una 'profe' itinerante. Es Cristina Segarra, de 32 años. Vive en la Vall d'Alba y se mueve en coche por la comarca para impartir clase por los tres aularios. Mientras Natalia hace un relato con el título 'write about you', los medianos responden a preguntas más concretas. Ana apoya con el más pequeño, que juega con pictogramas de animales mientras escucha sus nombres en inglés.
Dos docentes para cinco alumnos dejan una imagen más propia de una clase particular «Obviamente, hay una atención mucho más cercana y eso es positivo», razonan. Así suena ese intercambio simultáneo de aprendizaje de una lengua extranjera en esta pequeña familia educativa:
Como desventajas, Segarra menciona «ciertos problemas para socializar en grupos más amplios o resolver conflictos». Una vez al mes se juntan los niños de los tres aularios precisamente para que generen una convivencia más rica «y se aprecia que les cuesta más hablar y hasta conversan más con profesores». Los docentes también constatan «cierto 'shock'» cuando el alumno pasa de un grupo tan pequeño a convivir con muchos más en Secundaria.
«Englobar varios niveles o superar los momentos de desatención es todo un desafío», zanjan. La solución pasa por diseccionar temas con tres acciones. «Mientras los pequeños colorean algo y se les habla en inglés de ese objeto, los medianos escriben palabras y los mayores desarrollan un relato más amplio sobre aquello de lo que se trata», detalla Cristina.
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También han detectado algunos docentes «una menor capacidad física y hasta cierta fatiga respecto a grupos de alumnos más amplios donde el deporte de competición está más presente, tanto en el recreo, con los partidos de fútbol o basket, como en extraescolares».
A cambio, ganan «buenos resultados, buena actitud e interés por aprender y un trato muy próximo con las familias». Y se suma una gran complicidad y confianza con el profesor, a años luz de lo que sucede en las clases más masificadas.
A 200 kilómetros de allí, en la provincia de Valencia, encontramos el aulario de Benissuera, pueblo de 180 habitantes. Todavía menos niños: cuatro. Y hoy son tres, porque uno no ha ido a clase. La escena asombra: la tutora y dos profesoras especialistas (la de Inglés y la de Audición y Lenguaje) volcadas con un número similar de alumnos. Es un privilegio impensable en colegios urbanos.
Es el de menor ratio de los cuatro aularios del CRA Riu d'Albaida. Allí, junto al embalse de Bellús, estudian cuatro chicos de entre 5 y 12 años. Son reflejo de la inyección de población que llega a los pueblos gracias a los inmigrantes, pues proceden de tres familias de Europa del Este, África y América del Sur establecidas en Benissuera en los últimos años.
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Junto a la tutora, Brenda Moscardó, indagamos en los viejos registros del cole: en los años ochenta estudiaban allí 20 alumnos. Hoy son cinco veces menos. Ella tiene 34 años vive en Xàtiva. «Hago unos 30 kilómetros al día para enseñar aquí, y más si como en casa y vuelvo», detalla. Pero se siente «encantada». Entre los docentes rurales «asumimos que nuestros pasillos son las carreteras», apunta la directora del CRA, Gracia Rey
Gracia lamenta que el centro haya languidecido hasta tal punto en número de alumnos. «Lo ideal sería algo mayor, una decena. Aún con todo, creo que esto es mejor para los estudiantes que el modelo urbano. Aquí ves más interés, más valores y cero bulliyng. Y si asoma se detecta y ataja al instante», celebra.
Brenda ha sido docente en otros colegios con hasta 30 alumnos. «Aquí paso menos estrés y me siento muy cerca de mis alumnos, pero asumo más responsabilidad: fotocopias, mantenimiento...». En cuanto al alumnado, aprecia las ventajas del «gran compañerismo o imaginación en actividades juntos». Sin embargo, «anhelan ser más y hasta piden a los Reyes Magos más amigos cuando hacemos la carta». Un preadolescente perdió a un compañero de aulario que daba el salto al instituto y sugirió: «¿No podéis hacerle repetir?».
Jean Michel, el mayor de este año, expresa este anhelo social. «Aquí estudio muy bien. Si fuéramos más los 'profes' no nos escucharían tanto, pero me gustaría mucho tener más amigos de 12 años». Y, en el recreo, «poder hacer un partido de fútbol bueno, con equipos. En uno contra uno es demasiado fácil marcar gol». Sin su matrícula y la de su hermano pequeño, hace dos años, el aulario hubiera tenido que cerrar. Literalmente, han salvado el cole.
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Yolanda Úbeda es la alcaldesa de Benissuera y exalumna. Ahonda en el problema de la despoblación: «En los años noventa éramos 12 en el cole. Hoy tres veces menos». Al pueblo «llegan muchas familias con hijos que quieren establecerse. Hay interés por repoblar y viviendas vacías, pero los dueños o no quieren alquilar o hay precios elevados». Y suma el factor social: «Aquí hay más familias con niños en edad de Infantil pero como el cole se ha quedado con tan pocos optan por llevárlos a Alfarrasí, aunque esté más lejos, para que convivan con más niños de su edad». De su paso por el colegio, la alcaldesa guarda el «grato recuerdo de estar perfectamente atendida, casi con exclusividad».
Ana Ancheta es profesora de Educación Comparada e Historia de la Educación en la Universitat de València. Se declara «firme defensora de la escuela rural» y constata «el interés de muchas familias por establecerse en los pueblos precisamente para que sus hijos reciban una educación más personal, humana y menos masificada». En especial, «desde la pandemia, cuando se vio que el teletrabajo lo permitía».
Es, además, «un gran incentivo para repoblar». En Soneja, pone como ejemplo, «quedaban cinco o seis niños hace más de una década y ahora hay más de 50 niños. Ha renacido». Además, «el modelo rural tiene un largo recorrido en España, con mucho bagaje entre los profesores a la hora de afrontar varios niveles en el mismo espacio y tiempo». Y los estudios «demuestran que la mezcla de edades es buena. Se favorece un aprendizaje más significativo, con la grandeza del mayor enseñando al pequeño o el poso de una cultura del cuidado mutuo».
Las cifras de la Conselleria de Educación muestran un atisbo de esperanza para las escuelas rurales y confirman la tendencia apuntada por Ancheta, con la pandemia como punto de inflexión en la caída de alumnado. En el curso 21/22 había poco más de 5.000 alumnos en los CRA. En este son 300 más. Algunos aularios han cerrado, pero otros están reabriendo gracias a la bajada de ratios. Pocos en clase. Pocos en los pueblos. Pero aún con mucha vida.
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