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Javier Flores, conductor de la funeraria La Esperanza, traslada un féretro en Paiporta. Iván Arlandis
«Fue un honor ser chófer de mis padres cuando murieron»
PROFESIONES QUE MIRAN A LA MUERTE A LOS OJOS (5)

«Fue un honor ser chófer de mis padres cuando murieron»

JAVIER FLORES | Pintor antes que funerario, pasó «tres meses de pesadillas» hasta acostumbrarse. «Hoy soy más humano, más sincero y más humilde», valora. Preparó y trasladó a sus padres cuando fallecieron y conduce coches fúnebres «con una cautela extrema. No me puedo permitir ni chocar ni llegar tarde»

Sábado, 2 de noviembre 2024, 01:03

Es dicharachero, parlanchín y alegre. Con un punto de viejo rockero, canta, toca la guitarra y hasta luce anillo metálico de calavera, regalo de un buen amigo. Pero cuando le ha tocado trasladar a un niño fallecido en una casa o un hospital «me quedo mudo, sin palabras, hundido por el ambiente y por la pena de los padres». Luz y sombras muy oscuras. El sino de cualquier funerario es también el de Javier Flores, entregado a esta profesión en La Esperanza y conductor de coche fúnebre.

«De niño no sabía qué quería ser, pero lo que estaba claro es que no me gustaba estudiar», recuerda el chófer de 52 años. Creció en Mislata, en una familia de cinco hermanos, hijo de un taxista y una cocinera. Paradojas del destino, su padre llevaba a vivos en el coche y él lleva a los difuntos. «Quién me lo iba a decir...», deja caer meditabundo.

A los 14 años pulía botones de pantalones vaqueros. Con 16 se hizo planchista de coches y en la mili fue bombero. Cuando colgó armas y uniforme, comenzó a ganarse la vida como pintor de brocha gorda y escayolista, en tándem laboral con su suegro.

«Mi primer recuerdo de la muerte es con 8 o 9 años. Falleció mi vecino, el señor Vicente, y yo quería verlo muerto. No era una chiquillada. Fue un hombre que me ayudó en lo bueno y en lo malo y le tenía cariño. Mi madre lo impidió y me quedé triste, sin poder despedirme de él». Javier lo tiene claro: «¡Qué los chavales vean a sus difuntos, hombre! ¡Si eso es enseñarles la vida!».

Su tránsito de los botes de pintura a los ataúdes fue por casualidad. Pintaba la casa familiar de las responsables de la Funeraria La Esperanza, madre e hija, y éstas le ofrecieron trabajo.

«Menudo dilema... Lo pensé mucho y mi pareja me animó a probar. Empecé en agosto de 2013 y al principio fue infernal. Iba apartando la vista de los fallecidos y por las noches soñaba cosas muy feas. Tardé unos tres meses en serenarme y acostumbrarme al oficio», recuerda. Hoy prepara a los difuntos para funerales y los traslada al volante de los coches fúnebres de la empresa.

Cuenta con orgullo cómo, tras morir sus padres -Josefa en 2015 y Andrés en 2019-, estuvieron en sus manos y los puso a punto para la despedida en familia. Luego los llevó en el coche. El último paseo. «A mí me gustó hacerlo y ser su chófer. Fue un honor. Antes sucedía así en los pueblos. Los jóvenes vestían a sus padres. Las chicas, a sus madres. Hoy todos quieren que lo hagamos otros. No lloré en la preparación, sí al ver a la familia después, con todos muy afectados», confiesa.

«No te la puedes jugar. Un choque sería un desastre»

Su 'oficina' es un Jaguar o un Mercedes de unos seis metros de longitud. «Yo conduzco muy lento y, en autopista, no paso de 100. Con los cinco sentidos y muy pendiente de los errores o maniobras raras de los otros», describe. «Es que aquí no te la puedes jugar, eh... Un choque podría ser un desastre y llegar tarde, igual. Hay que ir con mucho cuidado en lo mío, porque trabajo para gente que está viviendo su peor momento y nada puede salir mal».

Un día las pasó canutas en carretera: «Llevaba a un fallecido a un funeral a Navajas y me encuentro con una cola enorme, un camión volcado y la carretera llena de virutas. Me puse muy nervioso, pero me salvó la Guardia Civil, que me abrió paso».

Con difunto detrás, «jamás oigo música ni la radio». Podría haberlo hecho en largos viajes que le han llevado hasta Bilbao, por ejemplo, «pero no me nace, no es serio». Cuando vuelve ya de vacío es otra cosa. «Ahí ya me pongo a Pink Floyd, Dire Straits, Mark Knopfler, The Police...» Las grandes bandas de los setenta son su desahogo. También la naturaleza o los paseos con su perro Antonio.

Sus hijas no siguen su profesión, «pero me apoyaron mucho cuando tomé la decisión», remarca. Una trabaja cuidando a mayores en una residencia y la otra es empleada de seguridad. «Superado el mal trago del principio, he llegado a amar esto», asegura convencido. «Si lo comparo con mi vida de pintor, me quedo como funerario. Me siento más humano, más humilde, más sincero, con la sensación de que estoy haciendo algo para las personas».

Javier no cree en la vida después de la muerte. «Pero le doy muchas vueltas a las grandes preguntas... Los humanos nos hemos vuelto muy complicados. Deberíamos estar más con la naturaleza, que todo fuera más simple», anhela. Trabajar de cara a la muerte «te enseña a comprender lo natural. Porque morir es eso, natural. Y con esto he aprendido a disfrutar cada minuto. No. Te diría hasta cada segundo».

-¿Cómo encara la muerte?

-Quiero dejar pagada una buena cena o una comida para todos a mi salud. Una hija ya lo sabe y mi jefa, también. ¡Que se peguen una fiesta y que nadie llore por mí! Y después, incineración. Las cenizas que las tiren bajo un pino. Y así me convertiré ya en ese pino y seré tan alto como un árbol.

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