RAFA TORRE POO
Jueves, 23 de enero 2020, 01:19
«Viveirooooo», se escucha al otro lado del teléfono con ese tono prolongado, estirando el vagón de la última sílaba, que solo otorgan los largos años de oficio. Alejandro responde en un acto reflejo. No puede entretenerse ni un segundo y despacha la llamada con celeridad. Es uno de los jefes de estación de este municipio de Lugo, al norte de Galicia. Minutos después, se cala la gorra, agarra el banderín y sale afuera. Un mercante -un tren de mercancías en la jerga- debe pasar y tiene que estar listo. No se detiene, pero Alejandro lo recibe como dicta el reglamento. De frente, con el banderín enrollado y un porte de ferroviario que muestra con orgullo.
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Nada como una vieja estación rural para sentir el paso del tiempo. Los pocos trenes que circulan por este trozo de vía del noroeste español lo hacen en uno y otro sentido, pero pocos se paran. El coche, las autopistas y las carreteras han ganado la guerra e impuesto su dictadura. Aun así, no han podido acabar con los jefes de estación. Resisten y siguen siendo necesarios. Esta figura técnicamente se denomina factor de circulación -del francés 'facteur': cartero- y en la última modificación del reglamento viene recogida como responsable de circulación. Precisamente porque sus labores se han reducido prácticamente a esto: garantizar la seguridad del tráfico. Atrás quedaron los tiempos en los que eran la máxima autoridad y ejercían prácticamente de todo, incluso en labores comerciales como la facturación y despacho de mercancías, o la venta de billetes. «Es un trabajo de mucha responsabilidad, la vida de las personas que van a bordo está en nuestras manos. No puede haber ni un solo fallo», explica Alejandro. Él, como otros muchos compañeros, trabaja en una de las últimas estaciones del país que no tienen la seguridad automatizada. En la mayoría (la red ferroviaria al completo la componen 1.498) la seguridad se coordina desde los centros de Control de Tráfico Centralizado (CTC). Allí también hay responsables de circulación que vigilan que todo vaya bien. Pero en donde la tecnología aún no ha llegado -sobre todo porque no es rentable su instalación- continúa el bloqueo telefónico. Es el sistema más sencillo. El de toda la vida. El jefe de estación, antes de que salga el tren, llama a la siguiente parada y pide vía libre. Cuando recibe el visto bueno y el cantón (el tramo de vía férrea) está liberado, ya puede salir afuera y dar permiso al convoy para que parta. Una vez alcanzada la estación de destino, recibe la llamada de confirmación del otro jefe de estación. La comunicación la realizan mediante telefonemas. Usan el teléfono y, además, apuntan a mano todos los datos en un cuaderno de registro.
El principal inconveniente de esta técnica es que no garantiza la ausencia de fallos humanos. La concentración es fundamental. Y, aunque Alejandro solo recibe de media unos diez trenes al día, no puede despistarse. «Trabajamos cerrados con llave y el reglamento nos impide usar cualquier aparato que nos pueda distraer: tenemos prohibido encender la radio, leer periódicos, libros... Tampoco podemos ir a trabajar con fatiga, estrés o si hemos tomado alcohol o cualquier otra sustancia que altere nuestros mecanismos de percepción», cuenta. «Al final, somos como los controladores aéreos de los aeropuertos, pero nosotros con trenes», recalca. Su papel es secundario en el resto de la red viaria, donde todo es automático. En el AVE, por ejemplo, el tren circula solo. Si surge cualquier avería o problema, el maquinista recupera el sistema manual y entonces las señales verticales entran en funcionamiento. Para poder leerlas, reducen la velocidad ostensiblemente. A 250 kilómetros por hora es imposible hacerlo.
Antes de que la revolución digital colonizará las infraestructuras ferroviarias, los factores de circulación eran una pieza clave. Debían dominar muchas artes. Por ejemplo, conocer por completo el reglamento, sobre todo lo relativo a las señales. Era primordial. Y cuando no existía el teléfono tenían que manejarse con el telégrafo. El código morse, el de los puntos y las rayas, lo utilizaban para las largas distancias. El problema surgía cuando tenían que comunicarse con las estaciones colaterales (las que antecedían o precedían a la suya). Aquí usaban el Breguet, el telégrafo eléctrico en el que había que afinar la vista para reconocer la letra en la que se detenía la aguja solo un instante.
Ser empático y usar la mano izquierda eran otras virtudes necesarias. Porque debían organizar el transporte de las mercancías, de los viajeros, vender billetes y atender las reclamaciones. Era un trabajo vocacional que muchas veces pasaba de generación en generación, de padres a hijos. Así se ha mantenido el amor por este oficio.
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La estaciones españolas con bloqueo telefónico -una minoría- están repartidas por toda la geografía: gran parte, en el norte. Las hay de Feve (lo que ahora llaman ancho métrico) y de Renfe (ancho ibérico). Este sistema de seguridad se utiliza entre Ferrol, en Galicia, y Cudillero, en Asturias; o entre Cudillero y Cabezón de la Sal, en Cantabria. También en la línea que une Bilbao, desde Balmaseda, con León. Pero no le queda demasiado tiempo de vida. El año que viene entrará en vigor una normativa europea que lo prohibirá y obligará a sustituirlo por automatismos. Será entonces cuando dejaremos de ver a los jefes de estación con la gorra reglamentaria, el banderín (enrollado si el tren va de paso y desenrollado si tiene que detenerse), la linterna (con la luz verde o roja, si es de noche) y el silbato para dar las salidas. «Se perderá el romanticismo», explica lacónico Alejandro.
No quiere decir que no les volvamos a ver nunca más. Si en los centros de control surge algún problema o se detecta alguna anomalía, como sucede ahora en las vías y estaciones automatizadas, serán rápidamente enviados a sus antiguos puestos para hacer el trabajo a la vieja usanza.
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Una prueba de que su profesión no corre peligro de extinción son las más de cien plazas que sacará este año la empresa pública Adif, la que gestiona las infraestructuras ferroviarias (de la que ellos dependen) en una oferta pública de empleo. «Es necesario tener, al menos, el título de Bachillerato y superar unas pruebas psicofísicas y otras médicas», explica Iván Gómez, presidente del comité de empresa de Adif en Cantabria. El sueldo, aunque puede variar en función de la antigüedad, se sitúa entre 1.400 y 1.500 euros.
«El tren de proximidad, más allá del de la alta velocidad, tiene futuro», recalca Alejandro. «Se debería invertir más en las cercanías. Es el tren de todos, no solo el de los pudientes», apostilla.
Lo cierto es que muchos usuarios no lo usan porque están obsoletos y el mantenimiento de las infraestructuras es defectuoso. Hay lugares donde tomar un Feve que salga y llegue a la hora prevista es una quimera. «Un día puedes llegar tarde al trabajo y no pasa nada, pero al cuarto seguido te dan el toque», explica Aurelio, que coge a diario cuatro trenes para cubrir los apenas 15 kilómetros de vías que separan Torrelavega, su lugar de residencia, y Santander, donde trabaja.
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La mayor concienciación ecológica de la sociedad es también un acicate para los defensores del tren. «Al ser eléctricos, no hay emisiones; además añaden energía a la catenaria: la que generan las bobinas durante las bajadas y los procesos de frenado», concluye Alejandro, que ya ha salido de trabajar después de guardar hasta mañana en el armario de la estación de Viveiro su pulcra gorra de paño azul y rojo, el banderín y el silbato.
La liberalización ferroviaria, que en España comenzó en 2005, no se ideó bien. Adif quedó encargada de la gestión de las vías e infraestructuras y Renfe de los trenes. Pero la venta de billetes la siguió realizando la primera hasta el pasado 31 de diciembre. Ahí acababa su compromiso. Renfe anunció entonces que solo abriría las taquillas con personal en aquellas estaciones con más de cien viajeros y que tuvieran «un determinado volumen de ventas». Esto enervó a los usuarios y ayuntamientos de la 'España vacía'. Ahora Adif ha confirmado que seguirá subiendo la persiana en las 140 estaciones afectadas, aunque solo hasta el 31 de marzo. Es el tiempo que da a Renfe para que asuma su nuevo rol. Esta última pretende subcontratar el servicio y utilizar máquinas expendedoras.
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