ANTONIO CORBILLÓN
Martes, 27 de marzo 2018, 19:58
Valentyna Vashchenko esquiaba ayer en la estación rusa de Sochi. La ciudad que fuera sede de los Juegos Olímpicos de Invierno 2014, situada a orillas del Mar Negro, amaneció estos días barnizada con una indescriptible capa de color entre mandarina y marrón crudo. En una de las laderas se encontró con un aviso: 'Peligro de avalancha'. Lo que no le quedó claro es si podía atraparla la nieve o el polvo desértico que la cubría. «¡Estamos esquiando en Marte!», escribió la deportista aficionada rusa después de colgar una foto en sus redes sociales.
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«Paisaje marciano, Apocalypse Now»... Miles de personas de toda la Europa del Este e incluso de la ribera del Mediterráneo no salen de su asombro estos días ante la extraña mezcla de colores que han deparado los coletazos del invierno. Lo que debía ser el manto blanco final de la estación invernal, producto de las sucesivas tormentas de nieve de las últimas semanas, se ha combinado con tormentas de arena y polvo del Sahara. Dos fenómenos opuestos que han aliado sus fuerzas y que han transformado las regiones montañosas de Ucrania, Rusia, Bulgaria, Rumania, Moldavia e incluso Grecia en paisajes que, todos los que los han visto, coinciden en calificarlos de «marcianos».
Es la suma perfecta de las tormentas, la demostración de que los tiempos climatológicos han perdido su fiabilidad y su regularidad. El frío glacial del invierno del Este y las tormentas de arena de las zonas más desérticas del planeta. Los vientos superiores a los 100 kilómetros por hora que han barrido la superficie terrestre han generado una argamasa de partículas de arena, polvo y la primera eclosión del polen primaveral. Todo ese 'menú' se ha agitado y multiplicado su radio de acción gracias a nuevas tormentas que han llegado del norte de África.
«A medida que la arena se eleva a los niveles superiores de la atmósfera, se distribuye a otros lugares», explica la Agencia Espacial Americana (Nasa), cuyos satélites se han convertido en observadores privilegiados. La intensidad del fenómeno ha sido tal que las imágenes de los artefactos orbitales de Estados Unidos han captado de forma directa los enormes volúmenes de arena y polvo a la deriva sobre una parte de los países de la zona este del Mediterráneo. La tormenta de arena se abrió paso a través de Grecia hasta Rusia. El Observatorio de Atenas explicó el viernes que «es una de las mayores transferencias de arena del desierto a Grecia desde el Sahara de la que se tienen registros».
La lluvia y la nieve que han caído en los últimos días han hecho el resto: han arrastrado hacia la superficie todo lo que estaba flotando. ¿Dónde se depositan? Depende del capricho del viento. Y, desde el pasado jueves, los vendavales han superado en muchas zonas los 100 kilómetros por hora.
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Es un fenómeno extraño, pero no tan inusual como muestran las caras de asombro de quienes se lo han encontrado en montañas o zonas de esquí. Los meteorólogos calculan que situaciones así se viven cada cinco años. Aunque para encontrar la más reciente con una intensidad similar hay que retroceder hasta 2007, cuando una 'nieve naranja' cubrió en febrero amplias zonas de Siberia y afectó a varias ciudades. Una neblina teñida de mandarina se extendió sobre un área de 1.500 kilómetros en Omsk Oblast, a 1.400 kilómetros de Moscú. En aquella ocasión se achacó a una tormenta de arena del vecino Kazajstán. Pero la nieve polvorienta no fue tan inocua como parece la de 2018. Era grasienta al tacto y los análisis revelaron cuatro veces más hierro de los niveles normales. No era tóxica, pero se prohibió a las granjas de la región que sus restos llegaran a la cadena de alimentación animal.
La inmensa Rusia, el Estado más grande de la Tierra (17 millones de kilómetros cuadrados) y rodeado de países con enormes desiertos, está acostumbrada a convivir con nevadas de todos los colores: negras, azules, verdes o rojas. Y Europa tampoco es ajena. Las calimas saharianas cruzan de vez en cuando el Estrecho de Gibraltar y han llegado a cubrir buena parte de la Península Ibérica. En 2017, el sol y el cielo de Gran Bretaña adquirieron un color rojo («marciano», insistió machaconamente la prensa de las islas) debido a los efectos del huracán 'Ophelia', que arrastró aire tropical y partículas africanas. Lo que aún no está claro es qué tono del arco iris tendrá el deshielo de este atípico maridaje de las fuerzas de la naturaleza desbocadas.
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