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Natalia tiene 30 años y desde hace más de diez recibe terapia. A sus 18 años el cáncer le arrebató una «extensión» de su propio cuerpo y después la muerte repentina llegó para quitarle otra más. Dos primos hermanos desaparecieron de su vida casi de ... la noche a la mañana y nunca más pudo volver a pegar ojo. «Se murió mi primo de cáncer y al poco tiempo mi prima de forma repentina. Eran como una extensión mía, y me generó una ansiedad y un miedo, pensaba que si me dormía alguien se iba a morir».
El trauma de la pérdida dio de comer a sus miedos durante demasiado tiempo, sin que ella supiese reconocer que algo le estaba pasando. Una mala nota en un examen de la universidad le hizo dejar de tragar y le empujó a pedir ayuda. «Tenía mucho miedo, no podía parar de llorar y se lo dije a mi madre, y no sabía lo que me pasaba, y además yo no veía a nadie a mi alrededor que le pasara nada así. No veía que nadie me pudiera ayudar y mi madre me acompañó al psicólogo. A partir de ir al psicólogo, a todo el mundo le decía, tienes que ir al psicólogo, porque había sido mi salvación».
Entonces le diagnosticaron un trastorno de ansiedad generalizada que no fue a más, hasta que llegó la pandemia. Ella lo vivió metida en una bolsa de basura. «El Covid fue la regadera de todos mis miedos, un virus que me podía quitar a la gente que quería, mi mayor miedo. Yo lo viví con una bolsa de basura como enfermera en el Hospital Clínico».
Natalia asumió su responsabilidad profesional y, como tantos otros compañeros durante lo peor de la pandemia, se olvidó de sí misma. No hacía un año que había acabado la carrera y ya estaba en la guerra, no había puesto una vía en su vida, porque ella quiso hacer la residencia en psiquiatría. Echaba de menos a su familia, pero no se dio espacio, siguió adelante pese a sus miedos y sus pesadillas.
A sus compañeras les preguntaba: «tengo muchas pesadillas no puedo dormir, ¿a vosotras no os pasa?». Todas respondían negando con la cabeza. «No, no les pasaba, pero antes del cambio de turno de guardia, nos tomábamos un tranquimazin», relata.
Se sintió culpable por sentirse mal, por estar cansada, por querer dejarlo, pero las olas de Covid no cesaban. «Me preocupaban mis sentimientos, pero no le había dicho a nadie que también tenía síntomas que ya eran físicos y graves». La gente había vuelto a la normalidad, y ella, que no había conseguido retomar su vida se seguían viendo reflejada en el cristal del hospital con el EPI frente a un mundo que ya ignoraba al virus.
Su 30 cumpleaños no lo recuerda, comía lo suficiente como para mantenerse con vida y se volvía a refugiar entre las sábanas. Los fármacos le salvaron de seguir cayendo al vacío y la terapia le devolvió la luz.
Natalia sobrevivió porque supo trabajarlo, reconoce que fue duro al principio no dejarse llevar por los pensamientos, pero con la terapia supo detectar en todo momento cuales eran fruto de su propia enfermedad y cómo controlarlos. «Si no tenemos un buen acceso a un psicólogo o a un psiquiatra, es imposible, yo soy afortunada de que puedo pagarme una psicóloga cuando lo necesito. Pero es imposible sin especialistas salir de ahí, quien manda es tu cabeza, entonces o vas a un profesional que te ayude a entender tu cabeza o no tienes las herramientas, es que no las tenemos»
Entre los jóvenes se está rompiendo ese tabú sobre la salud mental, a pesar de aún existen muchos estigmas sociales en torno a ella, cada vez son más los que se atreven a pedir ayuda o a compartir con sus familias y amigos lo que les pasa.
«Esto está calando se está dando cuenta que la salud mental implica comunicación, implica ser asertivos, implica saber decir las cosas, no tragar, ha cambiado mucho la sociedad, las parejas, la vida, y al final se dan cuenta de que no tienen que tragar todo, ni sus sentimientos, ni nada, este cambio de perspectiva social está llevando a darle importancia o poner en evidencia algunos déficits de herramientas que tenemos y que llevan a buscar a un especialista», argumenta la psicóloga valenciana Amparo Calandín.
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