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Sábado, 12 de febrero 2022
«Los amantes de Teruel, tonta ella, tonto él». La leyenda de los amantes de Teruel narra la historia de amor entre dos jóvenes turolenses, Isabel de Segura y Juan Martínez de Marcilla. Cuenta la historia, durante el siglo XII, de un rico mercader de Teruel que tenía una hija muy bella. La muchacha, de nombre Isabel de Segura, y un muchacho pobre pero honrado de nombre Diego de Marcilla, se encontraron un día en el mercado y se enamoraron profundamente. Los jóvenes se amaban mucho. Diego le confesó que deseaba tomarla por esposa. Ella respondió que su deseo era el mismo, pero que supiese que nunca lo haría sin que sus padres lo aprobasen. Diego Marcilla no poseía riquezas. El joven dijo a la doncella que, como su padre tan solo lo despreciaba por la falta de dinero, si ella le esperaba cinco años, estaría dispuesto a salir a buscar fortuna para ganar dinero y hacerse digno de matrimonio. Ella se lo prometió.
Luchando en la Reconquista, ganó pasados cinco años cien mil sueldos. Durante ese tiempo Isabel fue presionada por su padre para que se casara. Ella logró impedir la boda asegurando que había hecho voto de virginidad hasta los veinte años y sosteniendo que las mujeres no debían casarse hasta que pudiesen y supiesen regir su casa. Pasados cinco años, el padre empujo a la joven a una boda con un rico pretendiente.
El mismo día de la boda regresó Diego de Marcilla, que había sufrido todo tipo de contratiempos. Durante la noche, Diego entró sin ser visto a la habitación en la que los esposos dormían y suavemente la despertó.
El joven rogó: «Bésame, que me muero», y ella respondió: «Quiera Dios que yo falte a mi marido; por la pasión de Jesucristo os suplico que busquéis a otra, que de mí no hagáis cuenta, pues si a Dios no ha complacido, tampoco me complace a mí». Él insistió: «Bésame, que me muero». Y ella contestó: «No quiero». Entonces él cayó muerto.
La joven despertó a su marido y le contó lo ocurrido. El esposo no sabía qué hacer y temía que lo acusaran de la muerte. Llevaron el cadáver a casa de su padre, con sigilo para no ser descubiertos.
La joven sufría por la muerte de su amado. Antes de que lo enterraran, fue a la iglesia de San Pedro. Le descubrió la cara apartando la mortaja y lo besó con tanta pasión que allí murió también. Isabel y Juan fueron enterrados en una sepultura juntos para siempre.
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