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El 'haul' de mis rebajas... M. H.
Ir al dentista

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M. Hortelano

Valencia

Viernes, 19 de julio 2024, 07:00

Hola capturadores

Captura de pantalla ha entrado en el verano, como todos los mortales. Ya sabéis que en esta época siempre trae alguna novedad, porque soy consciente de que tus ritmos cambian en estos meses. Pero este año quiero mantener la esencia de las cartas, que es con lo que más disfruto. Así que las podrás seguir leyendo, cada viernes, hasta el próximo 9 de agosto. Pero como sé que estarás viviendo en el mundo del ocio, he decidido ponértelo un poco más fácil. Así que hasta que me vaya de vacaciones, yo misma te leeré las cartas, para que sólo tengas que escucharlas mientras conduces con destino a la playa, o estás en la hamaca con una piña colada en la mano. Eso sí, si prefieres seguir leyéndola, podrás hacerlo. Tú eliges. Yo, por si acaso te dejo la carta leída por mí misma en este enlace para que sólo tengas que escucharla.

Hace dos semanas me pusieron aparato en los dientes. Los famosos alineadores invisibles. Y automáticamente me teletransporté a mis diez años. Es decir,me fui 29 años atrás, a la consulta del ortodoncista que en 1994 me colocó unos brackets que me hicieron ganarme, junto con muchos niños de los 90, el apelativo de 'boca chatarra'. Recuerdo todo el proceso como una tortura lenta, que comenzó con un aparato anterior, formado por un paladar falso de la textura de la pasta rosa de las dentaduras postizas. Y finalizó con cuatro muelas menos de las definitivas, sacadas con unos alicates, para hacer espacio a mis nuevos dientes perfectamente alineados. Pero, vamos a viajar a ese año.

A principios de los 90 la ortodoncia era toda una novedad en España. O al menos en Cuenca, donde yo vivía entonces. Los niños que en esos años habíamos hecho la Comunión fuimos los primeros conejillos de indias en llevar el aparato, en una oleada de visitas a las nuevas consultas que por entonces abrían en mi ciudad. Dentistas había muchos. Que pusieran los brackets, apenas un par. Recuerdo perfectamente el olor a hospital que desprendía ya la escalera del edificio en el que estaba la consulta, justo al salir del ascensor. Luz baja, una placa iluminada junto a la puerta y una recepcionista amabilísima a la entrada que nos dirigía a los niños a una sala de espera transformada en una especie de biblioteca. Un espacio aburrido, en sintonía con lo que estaba por venir. Una especie de aviso de que la paciencia iba a tener mucho valor en los siguientes años. Y una vez en la consulta, aquello tenía más herramientas de tortura que el cuarto secreto de 50 sombras de Grey. A partir de ahí vinieron radiografías, moldes con una pasta asquerosa para tomarte la forma del paladar y de los dientes de arriba y de abajo. Gomas entre las muelas para hacer espacio. Alambres que pinchaban. Dolor de dientes. Prohibido comer chicles. Pasta de dientes con sabor a anís. Anestesias dolorosas. Alicates para apretar los alambres. Alambres que pinchaban. Alambres que hacían llagas. Alambres que se rompían en fin de semana. Y cuando por fin te acostumbrabas, tocaba volver a apretarlos y volver a empezar. Así, durante al menos dos o tres años de tu vida. Con sus dos o tres veranos. En pleno tránsito hacia la adolescencia. Poniéndote la mano en la boca cada vez que te querías reír. Y cuando por fin acababas, te pulían los dientes, te colocaban un retenedor en la parte trasera y te daban la libertad condicional para los próximos años. Tu sonrisa estaba finalizada... por el momento.

Yo, relajada en el dentista M. H.

En esa época me tomé la ortodoncia como un castigo. Como un empeño de mi madre en someterme a un proceso para tener unos dientes perfectos que en su época no se podían conseguir. Me molestó pasar por esos años de suplicio en los que le acabé cogiendo manía y miedo al denstista. Así que cuando me hice mayor, en un gesto absurdo de rebeldía o de dejadez, dejé de ponerme los retenedores para dormir. En esos años me salieron las muelas del juicio y los dientes se me volvieron a mover. Y con ellos, la mordida. Pero mis recuerdos de aquella época me hicieron pisar el dentista lo justo para mantener la higiene dental a raya y arreglarme algunas caries que llegaron por el camino. No quería más experimentos. Por el camino, empecé a apretar los dientes de noche, como todos los ansiosos, a morder distinto y a escuchar mi mandíbula cada vez que bostezaba. A mi alrededor (real y virtual) media humanidad lucía ya los alineadores invisibles para arreglarse la sonrisa y en la tele las carillas se convertían en una plaga. Nunca unos dientes perfectos me han dado tanta grima como las dentaduras Mediaset.

Y es que para mí hay algo bonito en las cosas imperfectas. En ese colmillo que asoma más que el resto. En esa paleta separada que apunta a traviesa. Los dientes tienen que estar limpios y sanos. No brillar en la oscuridad ni relucir a pleno sol. Otra cosa es que en esas imperfecciones haya alguna disfuncionalidad que nos fastidie el día a día, como había empezado a ser mi caso con las encías. Así que a la primera sugerencia de mi dentista de tratar de corregir ese problema con ortodoncia, dije que sí a la primera. Porque quiero llegar a mi tercera edad con mis propios dientes. Y porque, no nos vamos a engañar, me ha entrado la responsabilidad del dinero que se gastó mi madre en ponerme la boca a punto como para andar con tonterías. Así que hace dos semanas, mi ortodoncista, Paloma, me colocó los alineadores.

Y aquí me encuentro, a mis 39 años y 349 días, volviendo a llevar aparato. Pero las cosas han cambiado mucho. Ahora ir al dentista es un momento de tranquilidad para mí. La consulta de Paloma no huele de dentista. Tiene flores, cuadros bonitos y mucha luz. Cuando me tumbo en el sillón en el que de pequeña me hacían daño, me entra sueño. A veces me pongo un podcast y no me duermo porque tengo que ir abriendo la boca para que me vayan haciendo las cosas de las que ni siquiera me entero. Los pinchazos de la anestesia ni los noto, la boca me la han escaneado sin hacerme un molde, de los tratamientos que me ha hecho mi dentista, Daniele, para recuperar mis encías ni me he percatado. Con los ataches que me han colocado y cambiado Paula y Francheska ni me he inmutado. Y he encontrado en el dentista un lugar en el que dedicarme tiempo a mí misma. A mi salud y a mi bienestar. Porque hoy en día, cuidarse los dientes es un signo de eso, de salud. De cuidado personal. Pero también de que las cuentas te salen. Porque de nada sirve que te preocupes por tu boca si no puedes pagarlo. Y en esa situación hay muchas más personas de las que nos pensamos. Otros, directamente no acuden por miedo, por pereza o por dejadez. Aunque ya son los menos.

La consulta de mi dentista M. H.

Una gran mayoría vamos por convicción. Para pasar la ITV. Para prevenir antes que curar (aunque no siempre ha sido mi caso). Por eso, ahora los niños de los brackets somos los adultos de los invisalign. Sólo hay que echar un vistazo a las bocas de tus amigos y compañeros. En mi mesa del trabajo, en apenas unos metros cuadrados, hay cuatro personas que nos hemos puesto los alineadores. Hemos montado ya el club del cepillo de dientes. Porque si hay algo que nadie te cuenta cuando te colocan los alineadores es que vas a aumentar tu presupuesto en pasta dentífrica e hilo dental, porque te pasas la vida cepillándote. La dieta de los alineadores, la llamaría yo. Porque cada vez que comes o bebes algo que no sea agua, tienes que quitarte las fundas y después, lavarte los dientes. Así que para evitar el tostón de estar todo el día en el baño, optas por no comer entre horas, en una suerte de ayuno intermitente. Una operación bikini encubierta en toda regla. Por no hablar del presupuesto que le he dedicado este mes a cepillos, pastas, sedas, cepillos interdentales, colutorios y pastillas para limpiar las fundas. A eso se me ha ido a mi la paga extra y no a las rebajas. Pero me compensa.

En fin, que como te contaba, he vuelto a mi edad del pavo. Con aparato en los dientes, con gafas (que las lentillas me han empezado a molestar) y con las mismas zapatillas de deporte que se llevaban en esa época. Porque va a ser verdad eso de que todo vuelve. Hasta llevar ortodoncia. Pero en muchas mejores condiciones y con mucha más delicadeza. Porque ir al dentista ahora es un placer y un lujo. Como ir al fisio, al psicólogo o al entrenador. A todo ello dedico ahora parte de mis ahorros. Pero prefiero pensar que es una inversión para plantarme en los 100 años con los dientes rectos, sin contracturas, sin ansiedad y con el culo más duro que una piedra. En eso estamos.

El escaparate

Esta semana te traigo algunos trucos relacionados con la higiene dental, porque igual eres de los que se les ha pasado ir al dentista este año y con esto te animas. Me gusta ser Pepito Grillo.

Como me tengo que lavar los dientes cada vez que me como cualquier cosa o que me bebo todo lo que no sea agua, he tenido que hacerme con un alijo de cepillos de dientes para dejar en e trabajo y llevar en varios bolsos, para poder seguir viviendo. Y una de las cosas que me motiva mucho a hacer las cosas que me parecen algo tediosas es buscar objetos que me parezcan bonitos. Y eso he hecho con uno de los kits de cepillo, pasta y cepillito interdental que voy a llevar a mis vacaciones en el bolso pequeño. Así que me he agenciado un kit de viaje cuquísimo de la marca suiza curaprox. Es pequeñísimo, pero muy aesthetic. Pero sobre todo, leí que los cepillos funcionan fenomenal. Así que me he buscado esta monor para motivarme a que lavarme los dientes cada dos por tres en el viaje de las vacaciones me parezca motivador. Qué cosas.

Y otra cosa que os puede salvar la vida si os ponen bracket, alineadores o, simplemente, os salen llagas por algo. Me lo recomendaron en el dentista y me pareció tan mágico que corrí a la farmacia a comprarme un botecito. Es un gel de la marca GUM, que te colocas sobre una llaga o afta y te la cura al momento. No sólo eso, es que te crea una especie de película y te deja de molestar. A mí me ha salvado con el primer día de los ataches. Esos pinchos de composite que me han colocado en los dientes para que los alineadores hagan su trabajo. En fin, que estoy encantada.

Gat-checking: periodismo de gatos

En la vez número 12 que me he lavado los michidientes hoy M. H.

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Marta

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