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Hola capturadores
Cuando era pequeña, vivía en un edificio con ocho pisos, tres plantas y dos bajos. El bloque no tenía ascensor y los rellanos apenas sumaban unos metros cuadrados por planta. Los suficientes para que el panadero pudiera dejar su caja de barras de pan en el descansillo del segundo y los vecinos pudiéramos subir y bajar las escaleras sin tener que ceder el paso. La finca era tan familiar que los vecinos se encargaban de la limpieza de las zonas comunes. Y eso comportaba que, una vez al mes, cada una de las puertas tuviera que dedicar una jornada completa de su tiempo libre a barrer, fregar, quitar el polvo y dejar aseado el edificio. Cuándo te tocaba el gordo te enterabas porque el vecino que se había encargado de la limpieza esa semana, te dejaba en el pomo de tu puerta un cartelito en el que iba marcado el orden de turnos que se cumplía religiosamente. Cuando tocaba en casa, recogías aquel cartel plastificado con film transparente de la cocina, y fijabas un día para pasar el mocho. Y cuando tocaba en casa, mi madre me dejaba encargarme de barrer, que por aquel entonces suponía coger la escoba en el tercero y empezar a arrastrar la porquería escaleras abajo para acabar recogiéndola toda en el portal. Creo que ha sido la única vez en toda mi vida que me ha gustado limpiar. A mi madre, sin embargo, aquello le parecía una tortura. No la entendí hasta que tuve mi propia casa.
Si me preguntas, dedicar uno de nuestros días libres a poner a punto nuestra casa, me parece un trabajo forzoso. Y eso que somos dos, pasamos la mayor parte del día fuera y no manchamos. Pero inevitablemente, todas las casa requieren de un mantenimiento. Y sólo se soluciona de dos maneras: haciéndolo tú mismo o contratando a alguien que lo haga. Durante un tiempo, tuvimos ayuda en casa. Cansados de dedicar el poco tiempo de ocio que nos quedaba en una época de nuestra vida a dejar el piso como una patena y tener ropa limpia y planchada que ponernos, buscamos a una persona que le diera una vuelta a la casa un par de horas a la semana. Pero los pobres no sabemos tener ayuda. Y cada vez que esa llegaba el día de la semana en que esa persona venía a limpiar, nosotros nos pegábamos una paliza la noche de antes para 'prelimpiar' la casa, ordenarla y dejarla visible para quien tenía que asearla. Nos engañábamos diciendo que teniendo todo recogido, limpiar era más fácil. Pero la realidad es que a nadie le gusta que vean el desorden de sus vidas. ¿O nunca has hecho una recogida exprés cuando has tenido visita en casa? Sin ir más lejos, Los Javis se han hecho una cocina dentro de su cocina , en su nueva casa, para poder ensuciar una cuando dan fiestas y que la cocina que se ve siga estando limpia. Cosas de nuevos ricos.
Pero, en mi caso, desde hace tiempo volvimos a encargarnos nosotros de la limpieza total de la casa, hasta el punto de habernos convertido en las dos protagonistas de un programa de la tele inglesa que veía cuando vivía en ese país. Se llamaba 'How clean is your house?' (Cómo de limpia está tu casa) y le sabían sacar partido a todo tipo de pócimas. Ahora, nos hemos especializado en eficiencia. Es decir, en dejar todo lo más limpio posible en el menor tiempo. Para ello, hemos acudido a la brigada antimanchas, comandada por 'La Ordenatriz', y le machacamos el teléfono a nuestro amigo Villaverde, que para eso tiene una empresa de limpiezas profesionales, y se sabe todos los trucos. (No paro de insistirle en que debería compartirlos con la humanidad, que los mortales necesitamos saber cómo dejar limpios los cristales de casa y cómo poder quitar la cal de la ducha sin que cuente como cardio). Para ello, hemos invertido en toda la I+D+i que la ciencia de la limpieza ha puesto a nuestro alcance. Tengo una esponja específica para quitar el polvo (que lo elimina, no lo mueve de sitio), froto cualquier superficie de mi casa con una pasta rosa, untada en un estropajo con cara sonriente que no raya nada. He jugado al quimicefa en un pulverizador, a las órdenes de una influencer de redes que me han enseñado a hacer 'fórmula mágica' para quitar las manchas de la tapicería, y he dejado de echarme laca en el pelo para pulverizarla sobre todo tipo de superficies que necesitan una limpieza específica. El bicarbonato ya no lo uso para las galletas, porque ahora lo combino con otros polvos para blanquear las camisetas. Además, consumo sin parar videos en redes en los que dan consejos para dejar como una patena cualquier rincón de la casa y paso tiempo en el pasillo del bosque verde para buscar el mejor producto para limpiar los culos de mis sartenes. Incluso me he aficionado a una nueva tienda que han abierto aquí en la que los productos estrella son bayetas, estropajos y espumas desatascadoras. De los más 'Normal', últimamente. Vamos, que hemos pasado de acumular productos de belleza a hacerle el skincare a nuestra casa.
Y es que aunque odio limpiar, hay pocas cosas que me gusten más que tener la casa limpia y ordenada. Y eso, excepto con el chasquido de dedos de Mary Poppins, sólo se logra bayeta en mano. Igual es cosa de la edad, pero últimamente me descubro en conversaciones sobre productos y trucos de limpieza con personas aparentemente normales. Me pasó hace poco con mi prima Gloria y con Olga, la mujer de mi primo Jose. Y eso que nos vemos poco. Pero ahí estábamos las tres, en la sobremesa de una paella, hablando de nuestros logros con el mocho y de nuestros últimos descubrimientos con el borrador mágico. Compartir es de guapas. Y en este caso, de limpias. Lo curioso es que parece algo generacional. Como si nos hubiera llegado la hora de querer tener nuestros pisitos impolutos. Como si hacer un Marie Kondo nos dejara descansados. Debe ser la edad, porque ahora valoro cuando la ropa blanca me sale radiante de la lavadora o cuando he limpiado los cristales. Porque no hay cosa que me ponga más contenta que dormir en sábanas recién puestas y caminar descalza por un suelo por el que minutos antes ha pasado mi Masiel, que es como llamamos en casa al robot de limpieza.
Eso sí, sin volvernos locos. El ocio, por delante del negocio. Las madres y abuelas, en esto son sabias. Es mejor ir manteniendo, que pegarse palizas. Y si un día la lavadora se queda sin poner, pero tienes un buen plan con amigos o muchas ganas de hacer la estrella de mar en el sofá, ese montón de ropa puede esperar. Lo mismo que el polvo de tus estanterías, en caso de que alguien amargue con acudir a tu casa con una botella de vino para pasar la tarde. Nadie va a pasar el dedo por las repisas. Yo, por si acaso, mañana voy a darle un repaso a la casa. Que con mi nuevo kit limpieza, con los mejores productos virales sacados de TikTok la voy a dejar reluciente. O no. Ya veremos si tengo otro plan mejor.
Esta semana he ido un poco apurada. A veces, la vida te pasa por encima y te llena la agenda de microcosas que acaban siendo una gran cosa. Pero aún así, me ha dado tiempo a buscar un par de historias que creo que nos pueden apañar el finde. Pero primero, algo importante.
Sigo a la marca Santa Barbara Jewelry desde hace bastante tiempo. Tengo alguna de sus piezas y me gusta la comunicación que hacen. El miércoles, la periodista Patricia Morenome puso sobre la pista de una movida que había tenido la firma y me alertó de que detrás de la marca de joyitas está la alicantina Laura Ivorra. Enseguida me puso el vídeo que me envió y me teletransporté al año 24. Pero del siglo pasado. Si por algo es famosa la marca es por unas medallas en las que han recreado una vulva, como parte del proceso de normalización de la sexualidad femenina. El problema vino cuando la marca trató de registrar el diseño en la oficina de patentes y recibió una sorprendente respuesta, más propia de otros tiempos. Los responsables europeos de las patentes denegaron el registro porque los diseños «son contrarios al orden público o a las buenas costumbres porque contienen imágenes obscenas y/o inmorales». Se refieren a la vulva. Además, al haberlo colocado en una medalla, reservada hasta la fecha para el imaginario religioso de las vírgenes, la institución creía que la representación era blasfema y que podría ser «irrespetuosa» par auna parte de la población de la UE formada en una educación cristiana. Suerte que la marca recurrió la decisión y ha acabado ganando. Pero el mensaje que deja la historia es aterrador en pleno 2024. Lo mejor que se me ocurre es comenzar a regalar estas medallas a todas mis amigas. Porque como dice la marca: Lo que no se muestra, no existe.
Y para terminar, yo me voy a dejar caer por el Mercado de Tapinería, que continúa la feria del vermú que ya arrancó la semana pasada. Y como fan de esta bebida que soy, me parece un buen plan para tomar el aperitivo. a ver si descubro alguna marca que me guste y me agencio alguna botella para casa.
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Marta
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