![Rita](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/01/11/rita2.jpg)
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2008 fue un año importante en mi casa. Ese año perdimos a mi abuela Ascensión, la gallina clueca de grandes alas bajo las que nos cobijábamos casi todos en busca de afecto y de platos ricos de comida. Por aquel entonces mis abuelos ya vivían con mi tía Celia y mi tío Julián, porque se habían hecho mayores y para algunas cosas era más operativo reunificar las casas. Yo había acabado la carrera, vivía en Valencia y ya me habían despedido de mi primer trabajo porque la crisis me pilló de lleno a las puertas de mi primer contrato indefinido. Así que yo también volví a Cuenca para lamerme las heridas y recomponerme desde el cuartel familiar. Con todos alicaídos, especialmente mi tía, que había acabado su etapa de cuidadora de mi abuela, ese otoño surgió la posibilidad de añadir un nuevo miembro a la familia. El perro de un amigo había tenido cachorros y nos ofreció quedarnos con uno porque daban muchísima alegría en casa y mucho menos trabajo del que siempre nos cuentan. Aún no sé cómo convencimos a todos, pero el día de antes de Nochebuena, Rita llegó a casa. Una bolita de pelo blanco, con una nariz con estampado de vaca rosa y negro que ya la hacía diferente. Le compramos una cuna y varios juguetes y pasamos las fiestas sin poder parar de mirarla. Ahí empezamos la aventura de criar un cachorro. Una curiosa mezcla entre energía desbordante, fregona a toda hora y ternura. En unas semanas ya se había hecho con la casa y con todos los que vivíamos en ella, incluido mi abuelo Federico, que al principio renegó.
Rita nos ha acompañado a todos durante los últimos quince años. Ha sido el alma de una casa en la que a cada uno de nosotros nos ha ido suministrando la medicina que íbamos necesitando en cada momento. En sus primeros años fue la compañera de paseo de mi abuelo Federico. De muchos kilómetros a regañadientes porque una era un perro de sofá y el otro un animal de asfalto. Cuando cayó malo y murió, Rita no se despegó de su habitación. Como si pudiera oler el futuro. Compañera de mi tío Julián, que nos amenizaba las comidas con el parte de la vida intestinal de la perra y el que le dejaba que le mordisqueara las zapatillas de estar por casa para disuadirla de afilar los dientes en cualquier mueble de la casa. De mi chacha, a la que acompañó en su embarazo y con la que aprendió a sentarse y a dar la mano a cambio de un trozo de jamón. Hasta con los vecinos, con los que se convirtió en la mascota del edificio y a los que dividió simpáticos y antipáticos, según les ladrara o no desde el césped de debajo de nuestra casa.
Cuando nació mi sobrina, Sabina, en diciembre de 2009, perdió el trono de las monerías. Pero se reubicó rápidamente como protectora de un bebé en casa y eligió dormir bajo su cuna mientras ella hacía sus siestas. Con Sabina, Rita se se hizo niña, adolescente y adulta de golpe. Como preparándonos para lo que íbamos a vivir después con ella. Se hicieron inseparables e intercambiaron papeles en numerosas ocasiones. Rita fue muñeca, peluche e incluso amiga.
Con la Celia fue otra historia. Dos almas gemelas. Una pareja que funcionaba sola. Amor incondicional en el que la una no sabía vivir sin la otra. Mi tía la ha cuidado, la ha mimado, la ha atendido y le ha quitado los nudos a su melena blanca y las partes marrones a los pelos de sus ojos. Le ha hecho comidas especiales, le ha brindado tiempo, dinero y amor. La ha acompañado en sus buenos y malos momentos y le ha remendado su gato de peluche favorito cuando ya no le quedaban ni ojos. La ha tapado en sus trastadas y le ha dado siempre el sitio preferente en el sofá para dormir la siesta. El mejor trozo de jamón siempre ha sido para ti, Rita. Aunque a ella le moleste que le digamos que te ha cuidado más que a nosotras.
Conmigo la historia ha sido distinta. Me tenía un amor incondicional que casi no me gané. Ese que conseguimos gratis quienes vivimos fuera y sólo acudimos para los grandes acontecimientos con regalos llamativos. Pero claro, cuando pisaba mi casa la consentía con comida, carantoñas y un sitio en mi cama. Con Rita he hecho videollamadas desde Inglaterra, siestas de sofá y baños con olor a champú de fresa. En estos 15 años se convirtió en alguien importante para mí, aunque no la tuviera al lado a diario. Una protagonista de una etapa de la vida de mi familia.
Pero ni las personas ni los animales somos infinitos. Casi nada lo es, en realidad. Y Rita tampoco lo era. El 7 de enero se fue al cielo de los perros, desde donde ahora nos pide la pelota roja. Su gato (porque sí, ha jugado con un gato de trapo estos 15 años) se ha quedado con nosotros, para que la tengamos muy presente. Todos hemos llorado a Rita estos días. De hecho, ni siquiera me he atrevido a decirlo en voz alta, ni a contarlo. Como si el hecho de no hacerlo hiciera que no hubiera pasado. La tristeza que nos ha quedado es enorme. Un duelo que, además, se aumenta por la incomprensión de quienes no asumen que el adiós a un perro duela. Que sea casi incapacitante para los primeros días de esa vida cotidiana sin ella. Pero lo cierto es que yo he querido a Rita más que a muchas personas cercanas y lejanas. He percibido siempre un amor incondicional, una complicidad más allá de especies. Y su muerte me ha puesto los pies en el suelo sobre los tiempos.
Me contaba mi tía que los vecinos han pasado por casa para darles el pésame, porque son conscientes del vacío que deja en la familia y en un edificio en el que todos la conocían y consentían. Del hueco que queda en una casa en la que ella ha curado muchas heridas. Ha sido compañía, alegría, entretenimiento y amor sin pedir nada a cambio. No existe comparación a lo que un perro te entrega. Pero entre todos seguiremos tirando la pelota roja.
Rita, amiga, te recordaremos siempre. Gracias por haber sido nuestra familia.
Feliz año para ti, aunque ya estemos a 12 de enero. Nunca es tarde para desear algo bueno.
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