![Vivir bien](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202111/07/media/hamsterok.jpg)
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Hola capturadores
A estas horas de la mañana seguro que a muchos de vosotros os pillo en el coche o en el autobús, camino del trabajo, mientras escucháis un podcast o la radio. Otros, con suerte, acabaréis de salir de la ducha y estaréis esperando el chorro de la Nespresso, antes de subiros a la rueda. O igual estáis dándole a la pesa, o quemando suela de zapatilla por el río. Y, si sois como yo, a esta hora habréis puesto ya la comida, leído el Hola, regado las plantas y arreglado el mundo por whatsapp con vuestra particular amiga madrugadora. A despertarse a la hora de las gallinas se llega con la edad. En parte por los años y, sobre todo, por la necesidad de compatibilizar la vida laboral con la normal. Si estás en este grupo, las doce de la noche han comenzado a ser tan inexploradas para ti como el territorio más allá de los polos. Sabemos que existe, pero nadie ha ido. Y es que si a mí me quieres dar un disgusto, ponme una cena.
El día a día me tiene consumida. Y eso que desde que llevo agenda japonesa me organizo las jornadas con una precisión alemana. Me taso hasta las horas de uso de redes y aquellas en las que en el móvil ya no me entran llamadas si no es una emergencia, porque la ruedecita de hámster, como la definió con gran acierto la periodista Lucía Márquez, de vez en cuando tiene que parar. Yo, como la señora mayor que soy, lo que quiero hacer es acurrucarme en el sofá cuanto antes y cenar brócoli antes de las nueve, como en las películas. Y es que, como os decía, vivir me tiene cansadísima, entendiendo vivir por toda mi jornada laboral, las extraescolares que me monto, y la imperiosa necesidad de dormir mis ocho horas diarias. Conciliar ha empezado a ser un verbo difícil de conjugar en el siglo XXI, por eso esta semana cuando mi amiga Begoña anunció que reorganizaba los horarios de sus restaurantes me tomé un chupitazo a su salud.
«Mamá, ¿yo cuándo tengo derecho a verte?» Ese sopapo de realidad se lo soltó su hijo Mik, de nueve años, hace unos días y a Begoña le bastó la frase para hacer clik y entender que la movida tenía que acabar. Después de casi un año y medio con restricciones por la pandemia, su restaurante estaba otra vez a pleno rendimiento y las jornadas de trabajo se estaban alargando más de lo normal, a costa de ganarle horas a la vida. Así que la cocinera captó el mensaje de su hijo y se sentó a la mesa a darle vueltas al rompecabezas de los horarios de su negocio, entendido por negocio también el de su propio día a día. Y tras digerir el asunto, decidió que el maraton de horas para seguir en la ruedecita no compensa si cuando uno se baja no queda nada en pie que justifique ese bucle. Así que a partir de ahora concentrará su trabajo y el de su plantilla en turnos de cuatro días y descansará tres para dedicarse a vivir, que por si se nos olvida, es a lo que hemos venido a este paseo corto. Con esa solución, su negocio seguirá prestando un servicio los siete días de la semana, pero las personas que lo hacen posible podrán hacer algo que se escucha mucho, pero que se practica poco: conciliar. Ella dice, además, que fuera del trabajo es donde más inspiración y ganas de currar encuentra. Porque esa es otra, si no atendemos a los estímulos de todo lo que nos rodea, cómo vamos a saber qué narices pasa mientras nosotros sólo trabajamos. La verdad, que dirían, Mulder y Scully, (y la vida, añadiría yo), está ahí fuera, amigos.
Trabajar es tan necesario como dormir, sobre todo para comprar el colchón en el que vas a roncar esta noche, pero también para tener una independecia económica, excepto si tu padre se llama Amancio. El problema es que se está convirtiendo en la actividad casi única para toda una generación, que ocupa casi todas las horas de nuestro día. Tener un buen sueldo es algo tan exótico que estamos dispuestos a renunciar a casi todo para conservarlo. Sobre todo si nuestros jefes comienzan a contentarnos con algunos caramelos en forma de salario emocional. A mi alrededor todo el mundo está cansado. A todo el mundo le pesa la vida de hoy en día. Nadie puede más. Pero la ruedecita tiene que seguir girando. Ya no nos compensa ni un buen sueldo, de esos que cada vez hay menos, porque básicamente no tenemos tiempo para disfrutarlo. Ahora queremos tiempo para vivir. Incluso para no hacer nada, como ya os conté en otra de las cartas. Queremos poner la vida en modo avión un ratito cada día. Y aunque hay personas que aún no lo ven, la tendencia ya es imparable.
Lo leía la semana pasada en un artículo genial en el New York Times. Los jóvenes recién llegados a la oficina alucinan con los hábitos que tenemos adquiridos quienes seguimos dándole a la rueda. Jornadas interminables, sueldos raquíticos y jerarquías estrictas en las que los de abajo poco o nada tenemos que decir a los de arriba, aunque de algunas cosas sepamos más o, al menos las hagamos de manera diferente. Los jóvenes, la generación del presente, nos miran horrorizados. No entienden que necesitemos jornadas de ocho horas y cinco días a la semana para hacer un trabajo que, en el mejor de los casos, ha facilitado la tecnología. Tampoco que tengamos que acudir a diario a un edificio en el que tecleamos sin parar, aunque en casa tengamos ordenador y más inspiración. Y menos aún que el sistema no distinga de vida y trabajo, porque la vida se nos pasa en el trabajo. Todo eso viene a decir el reportaje. Nosotros, sin embargo, los mandamos callar, que en el mejor de los casos son becarios o acaban de llegar y no tienen ni idea de nada, como nos gusta decir de los jóvenes. Demasiado tienen con un sueldo de mierda. Y luego que si la salud mental. Como dijo el otro día el político Gabriel Rufián: «el mejor ansiolítico son condiciones de vida dignas».
Lo recogía también el pasado fin de semana la periodista Amaya Ascunce en Leer por leer, parafraseando una entrevista de El País a Juan Luis Arsuaga, el director del museo de la evolución humana. «La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado. Eso no puede ser. Esa vida no es humana. Tiene que haber algo más pero aquí, en esta vida. Y esa otra cosa se llama cultura. Es la música, la poesía, la naturaleza, la belleza… Es lo que hay que apreciar y disfrutar porque, si no, esto es una mierda», decía. Y no puede tener más razón. Porque, ¿qué es vivir mejor hoy en día?, si encima vamos a estar en este paseo muchos más años. Pues yo os lo diré. Es simplemente tener salud, un trabajo que te guste y te motive y que te permita pagar tus gastos, desarrollarte profesionalmente y dejarte disfrutar de una travesía enriquecedora en la que ese tiempo no sea el que te sobra, sino el que justifica la necesidad de darle marcha todos los días a la rueda. Trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Suena simple, pero tiene su aquel. Vivir mejor es vivir consciente de que esto son dos telediarios y aunque el día de mañana nadie lo ha conocido, al de ayer ya no hay quien vuelva. Se trata de intentar entender cómo afrontar un mañana que ya está aquí. Y si eso no te entra en la cabeza, igual esperas que una tragedia o una enfermedad te lo descubran de golpe. Yo, de momento, voy en esa senda. Y si no, como dice la Rigoberta. Si olvido lo divino, llamad a Sorrentino.
Culturismo
Coloquialmente, golpe dado en la cara con la palma de la mano. En sentido figurado, es a veces ese click que ejerce de revulsivo para hacerte reaccionar ante una situación que tenías delante y en la que no habías reparado.
Pantallazos
Esta semana hemos sacado los abrigos, así que os traigo algo calentito para entrar en calor.
-Cardo: El cardo es una de mis flores favoritas, no sólo porque es preciosa, sino porque dura muchísimo y seca fenomenal para alargar su vida útil como flor. Ser un cardo es, además, una expresión que me flipa, porque denota una personalidad áspera, punzante, que muchas veces esconde un interior sensible que necesita ser protegido. Pero en fin, todo este rollo para deciros que no os perdáis la nueva serie de Atresmedia con el sello de Los Javis, escrita por Ana Rujas y Claudia Costafreda. Menudo retrato de la treintena se han marcado.
-Olor a pan: Uno de los espacios donde mejor huele es siempre una panadería. Hace poco fui a por mis provisiones habituales de pan a Molt (calle Burriana, en Valencia), un espacio al que se puede llegar simplemente siguiendo el aroma a recién horneado de la calle. Esta semana me llevé una fougasse de olivas, tomate seco, aceite, orégano y sal, que merece por sí sola una visita a este templo a los carbohidratos de calidad.
-Vino caliente: El florista, tendero, astrónomo y observador Sergio Mendoza anda estos días mezclando vino valenciano con cosas para sacar un nuevo producto que se sumará al cremaet d'estraperlo. Se trata de botellas de vino caliente artesanal que se podrán comenzar a comprar estos días en sus locales. La movida es que te lo comprarás en El Almacén de Patraix, lo tendrás en casa y lo calentarás para tomártelo mientras te pones la primera película navideña y sentirte un paso más cerca de un mercadito europeo. Pero desde el sofá de tu casa.
Periodismo de gatos: gat-checking
Ah, y recuerda una cosa. Esta carta sólo llega por correo, no la encontrarás en ningún sitio más. Comparte si quieres algo de esta newsletter en tus redes (si aún no te las has cerrado) y etiquétame o usa el hashtag #capturadepantalla para ayudarme a llegar también a tus amigos. Compartir es vivir. Y si eres nuevo aquí y quieres leer algunas de las últimas cartas de amor a las tonterías, puedes leerlas aquí abajo. Te dejo las cuatro anteriores.
19. Malibú con piña
21. Librito de lomo
Deberes para esta semana: ¿Qué es para ti vivir bien? Te leo en marta.hortelano@lasprovincias.es
Prometo no contar nada. O sí.
Como cortesía, y por haber llegado hasta el final, te dejo tres enlaces de cosas que sí o sí debes saber y que sí o sí no sabes.
Marta
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