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GERARDO ELORRIAGA
Martes, 27 de noviembre 2018, 01:03
A Jon Allen Chau le mataron las flechas y un afán aculturizador y redentorista que no suele medir sus consecuencias. Este misionero evangelista arribó el pasado viernes a la isla Sentinel del Norte, en el archipiélago indio de Andamán, con el propósito de contactar con la comunidad que la habita, que ha manifestado reiteradamente su propósito de permanecer ajena a la civilización contemporánea. El joven canadiense pisó la playa manifestando a los indígenas que Dios los ama, pero los nativos, indiferentes tanto a la revelación como al idioma inglés, lo asaetearon y, posteriormente, enterraron en algún lugar del bosque. La familia del finado ha perdonado el crimen, obviando que está prohibido invadir el territorio de uno de los últimos pueblos no contactados del planeta. La feroz oposición de estos grupos a ser colonizados contrasta con los intereses, más económicos que religiosos, por acabar con su singularidad.
La violencia reacción de los indígenas resulta, en realidad, un desesperado intento de supervivencia. Las islas Andamán y Nicobar, en el extremo suroriental del Golfo de Bengala, han constituido uno de los últimos reductos de poblaciones nativas sin contacto con colonizadores árabes u occidentales. Procedentes de África, los andamaneses llegaron a la región hace más de 26.000 años y crearon, al menos, cinco sistemas culturales con su propia lengua, a su vez divididos en pequeños grupos nómadas dedicados a la caza y la recolección. A lo largo del siglo XVIII comenzaron las relaciones con navegantes y el declive de sus poblaciones. Además de las agresiones y la destrucción de sus ecosistemas, la propagación de enfermedades entre grupos genéticamente aislados tuvo efectos devastadores.
Los intentos por preservarlos de la contaminación exterior han sido infructuosos y tan sólo la presión de ONGs como Survival impide una asimilación que implicaría su rápida desaparición física. Los 150 niños andamaneses nacidos fuera del archipiélago perecieron en apenas un par de años y en 2010 falleció la última descendiente de la tribu bo, otra de las asentadas en la zona, tras permanecer aislada durante el último tramo de su vida.
Los pueblos no contactados padecen, además, las consecuencias del furtivismo, que asola sus ricas reservas naturales, y el turismo de aventura. Los jarawa, otra de las comunidades que rechazan la llamada civilización, han sufrido dos epidemias de sarampión en 1999 y 2006, un problema que se achaca a la creciente presión de los safaris humanos que merodean por sus tierras. Largas caravanas de vehículos atraviesan diariamente la Andaman Trunk Road para avistar a los indígenas, a los que proporcionan frutas y dulces como si se tratara de fieras. Además de atentar contra su dignidad, ponen en peligro su salud e, incluso, se producen casos de abusos sexuales.
La visibilidad del problema en el archipiélago indio contrasta con el escaso conocimiento de la realidad de los pueblos no contactados en la región de Papúa Occidental, la mitad de la isla de Nueva Guinea bajo la soberanía indonesia desde 1963. Las estimaciones de Survival apuntan a la existencia de cuarenta colectivos asentados en las montañas centrales y zonas bajas pantanosas, con gran prevalencia de enfermedades como la malaria. Su pervivencia ha sido posible por las condiciones de aislamiento de la isla, sin cartografiar hasta los años treinta.
La situación ha cambiado radicalmente. La penetración de las tropas del Gobierno de Yakarta ha gozado de la impunidad que proporciona la prohibición de acceso para periodistas y organizaciones de derechos humanos, así como la ausencia de entidades administrativas que procuren la conservación de los hábitats amenazados. El racismo de las autoridades ha permitido también la expansión sin escrúpulos de compañías madereras, mineras y agroindustriales en las tierras comunales. Los korowai, contactados en 1970, son uno de estas tribus amenazadas. Sus antecedentes caníbales y la costumbre de edificar casas sobre árboles concitaron el interés de las agencias de viajes, que ofertan expediciones hasta sus remotos asentamientos, ya en trance de total asimilación.
La porosa frontera entre Perú, Bolivia y Brasil acoge la mayor concentración de pueblos indígenas en situación de total aislamiento. No se sabe mucho de sconahuas, matsigenkas, mashco-piros o sapanahuas, y esta ignorancia ha preservado, hasta ahora, su supervivencia. Se trata de pequeñas comunidades formadas por familias extensas que buscan refugio en la espesura de la selva durante la estación lluviosa y que acampan en las playas amazónicas durante el periodo seco. Los peligros que rondan su frágil existencia son numerosos, ya que se trata de territorios ansiados por las empresas extractivas de petróleo y gas, frecuentados por las bandas de narcotraficantes y donde los gobiernos proyectan ambiciosos proyectos de desarrollo con infraestructuras que devastan la selva.
La comunicación física con estas pequeñas comunidades se ha saldado con efectos catastróficos, tal y como sucedió en el Caribe precolombino. Muchos huyeron hacia el interior boscoso tras la fiebre del caucho, que dio lugar a la roturación de grandes extensiones, pero han sido redescubiertos por misioneros evangélicos. Los matis, habitantes del valle de Javari, fueron contactados en 1978 y, poco después, desaparecía la mitad de su población, víctima de males como la gripe o la hepatitis, dejaban de procrear -otra de las consecuencias habituales de estos traumas colectivos- y sufrían el impacto del alcoholismo y la drogadicción. Aunque su número se ha estabilizado en los últimos años, su futuro parece inviable, ya que los más jóvenes han optado por la educación occidental, el abandono de sus ancestrales modos de vida y la asimilación.
La supervivencia de los pueblos no contactados en Brasil se antoja peliaguda en el nuevo escenario político. El Gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro estudia la liquidación de Funai, la agencia estatal que trabaja por la preservación de esas tribus, como paso previo a permitir la colonización definitiva de sus tierras. Sin su vigilancia, el genocidio y la devastación medioambiental estarían servidos. Los últimos salvajes, o sus escasos descendientes, quedarían en manos de la globalización, el consumo y el estrés del individuo contemporáneo, el moderno, el civilizado.
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