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J. A. MARRAHÍ
VALENCIA.
Miércoles, 4 de diciembre 2019, 00:52
Hay momentos en la vida que son un terremoto para los proyectos, ilusiones y pasiones que todos forjamos. Para José Antonio R. G., nacido hace 60 años en la localidad conquense de Alarcón, todo se fundió a negro el 19 de marzo de 2015, cuando el joven que llevaba en su taxi le arrebató el preciado sentido de la vista tras una brutal agresión. «Lo que más deseo es pasar página, enterrar ya ese día, que pague por lo que hizo y volver a vivir en paz. No se si lo lograré. Sigo teniendo mucho miedo a ese hombre», asegura la víctima un día después de declarar tras un parabán en la primera jornada del juicio.
Pero más allá del proceso judicial, ¿quién es José Antonio?, ¿cómo cambia la vida de una víctima? Su memoria viaja a los días de la infancia, en su Alarcón natal, pueblo que se vio obligado a abandonar por las dificultades. «Soy el mayor de cuatro hermanos, hijo de un agricultor y un ama de casa. Mi padre enfermó de Parkinson y allí no había trabajo. Decidimos venirnos a Valencia a vivir, como mucha gente de Cuenca. Primero llegué yo y empecé residiendo en Paiporta con mi abuela. Tendría 11 o 12 años por aquel entonces», rememora.
El niño conquense no tuvo la oportunidad de estudiar. Pero sus manos eran de oro. «Desde los 13 años he pasado por muchos trabajos», recuerda. «Fui jardinero, insertando rosales. Con 16, carpintero, y más tarde, con 18, decidí montarme una joyería en Valencia. Su negocio en la calle Hermanos Villalonga le permitió prosperar y formar una familia. «Mi especialidad eran las cadenas de oro», destaca. Con 22 años contrajo matrimonio y hoy es padre de dos hijos. «En todo ese tiempo en la joyería, ningún robo. Ni un atraco en el negocio. Nada. Yo jamás he tenido problemas con nadie», revela.
Pero la crisis económica golpeó con dureza. «Era 2012 o 2013 cuando tuve que cerrar. Me vi en el paro con dos hijos. Uno con 18 años y la chica, con 25, y pagando estudios. Imagínese...», plantea. «Al final, decidí recoger todo el dinero del desempleo, hipotecarme hasta arriba y comprar un taxi. Un amigo me dijo que con este trabajo podría alimentar a mi familia. Y así lo hice».
La tranquilidad le duró apenas un año y medio. El 19 de marzo de 2015, en plenas Fallas, sufrió la agresión que le privó de la vista. Le extirparon su ojo izquierdo y perdió también visión del derecho. «Y la vida volvió a cambiar de arriba abajo, esta vez con muchísimo sufrimiento para mí y para mi familia. Tenga en cuenta que sólo veo una pequeña luz, todo lo demás es oscuro y borroso».
Define el proceso de adaptación como «empezar de cero, todo de nuevo». «Me concedieron la incapacidad permanente. Ya no pude trabajar y me tocó aprender a vivir como un ciego. Es como ser un niño pequeño. Me pasé varios meses en la ONCE para que me enseñaran a andar, a valerme, a manejarme con el bastón...» Uno de los mayores problemas fue vivir en el segundo piso de una finca sin ascensor. «He tenido que aprender a contar todos los escalones. Un primer tramo de nueve, luego uno, ahora me vienen ocho... Una vez me confié. Calcule mal, me caí y me doblé un tobillo», expone. En otra ocasión, el maldito tropezón llegó en la calle.
José Antonio es hoy un dependiente. «Si no fuera por mi mujer no me podría duchar, asear o tomar un vaso de leche. Puedo cambiarme la ropa, pero ella me dice si me la he puesto al revés o no». Además, es usuario de teleasistencia de Cruz Roja. «Vivo con el botoncito cerca, por si me pasa algo estando solo». Ha tenido que cambiar su móvil por un teléfono adaptado que responde a órdenes de voz y sigue ahorrando en busca de un piso más acorde con sus necesidades. Mientras, en casa, «todos nos preocupamos por no dejar las puertas entreabiertas y que el suelo esté libre de objetos».
En cuanto a aficiones y capacidades personales, el precio para José Antonio ha sido altísimo. «Todo lo que me gustaba hacer lo he tenido que dejar. Yo era un manitas. Joyería, bricolaje, fontanería, cortaba el pelo a mis hijos, lo arreglaba todo... Hoy intento usar el destornillador, pero no hay manera. Al final lo lanzo al suelo asqueado de rabia. Necesito ayuda para cualquier cosa».
Y aún hay algo peor: «Lo más duro es no ver el rostro a mis hijos, cómo es ahora su aspecto. Les acaricio la cara, los oigo y me hago una idea, pero no es lo mismo». En sus visitas a la psicóloga se ha llegado a definir como 'zombie' o muerto viviente. Pero nadie podrá arrebatarle «el cariño de mi familia y amigos, mi principal fuerza y apoyo».
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