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Madrugada larga la de este sábado, como todas las que se tiñen de sangre. Efectivos de Policía Nacional y Policía Local blindan La Fe y patrullan los alrededores de la avenida de la Plata y el barrio de Nazaret, respectivamente, después de la reyerta que ha terminado con un joven fallecido y otra persona, un menor, herido grave. Cientos de personas han acudido al hospital y tras momentos de tensión, con aporreo de cristales incluido según los testigos, han salido del centro. La Policía Nacional custodia las puertas del hospital.
Todo empezó a media tarde, cuando el viernes se deslizaba mansamente hacia su final. Fue ahí, cuando nadie se lo esperaba, cuando la tragedia se desató. Y luego llegó la furia, el dolor y la venganza. «Esto lo arreglamos nosotros», decía un joven a la puerta del hospital. «En una mañana», asentía otro. De fondo, los llantos desconsolados de mujeres. Ellas lloraban, ellos fumaban. En las cabezas de las casi 150 personas que esperaban a las puertas de Urgencias, una única cosa: la venganza.
La Policía lo sabía. Por eso, además del despliegue de agentes de la Nacional en La Fe, patrullas del mismo cuerpo y de la Policía Local recorrían las calles de los barrios de donde procedían los dos bandos que presuntamente se habían enfrentado en esta tarde de viernes: Nazaret y los alrededores de la avenida de La Plata. A la 1.30 horas, la situación en la ciudad era de calma tensa.
Como en los alrededores de La Fe, donde el ambiente recordaba a los momentos anteriores a una gran deflagración. Dos personas mayores, sentadas en sillas traídas de casa, esperaban lejos de la puerta. Rodeados por sus familiares, esperaban noticias en aparente calma. Los más jóvenes confabulaban y urdían la venganza. Miraban con recelo a la Policía Nacional, deseosos de aplicar un ojo por ojo que, a la larga, nos dejaría a todos ciegos.
«Por qué él, por qué él, Señor, que me lo has quitado». Como siempre en el dolor, la incomprensión, el misterio y las preguntas sin respuesta. Caras que miran al suelo mientras una mujer coge a otra por detrás, tratando de controlar una tristeza que amenazaba con destrozarle por dentro. Lloraban también los niños pequeños, apoyadas sus madres contra la pared blanca de La Fe. Alrededor de esta escena, celadores y trabajadores de limpieza que salían a fumar y comentaban el partido del Barça con la tranquilidad de quien, parece, ha visto estas muestras colectivas de ira y furia demasiadas veces.
Los coches aparcados de cualquier manera dificultaban el paso de las ambulancias. Las personas que esperaban noticias del herido corrían a retirarlos ante la petición de la Policía Nacional, de forma dócil y solícita. Luego, volvían al jardín de enfrente del hospital, se juntaban con sus amigos y formaban de nuevo corros impenetrables, las cabezas muy juntas, porque el dolor se sobrelleva mejor acompañado. El problema es que la furia también crece mejor en grupo.
En el interior del hospital, una sala de espera abarrotada lanzaba miradas de soslayo al exterior. Se vivieron momentos de miedo a lo largo de la noche. «Yo me he salido pero es que me tiene que ver alguien», explicaba una mujer que se sujetaba el brazo derecho, con la mano vendada de cualquier manera, al guarda de seguridad de una de las entradas del hospital custodiadas esta madrugada, lejos de Urgencias. «Señora, es que tiene que entrar por ahí», le decía el guarda. Ella miraba a la multitud, recortada oscura sobre el resplandor del hospital: «No, no, qué dice, antes me voy al General».
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