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El corazón de María José García de Blas se encoge cuando un hombre se cruza en su camino en mitad de una calle desierta. Su mente reproduce los insultos que le lanzaron varios falsos clientes. El trato vejatorio e inhumano con el que últimamente tiene que lidiar debido debido a su profesión. «En la prostitución no se vive, se sobrevive», cuenta la mujer de ahora 43 años.
El acoso escolar y el rechazo familiar le impidieron disfrutar de su niñez. Pronto cambió las aulas de estudio por los burdeles. Intentando escalar hacia la etapa adulta sorteando los obstáculos. Una fina línea separa los bailes eróticos de la prostitución. Llegó la pandemia y su cuenta comenzaba a quedarse a cero. Los problemas se amontonaban y necesitaba conseguir ingresos de manera desesperada.
«Me metí en el mundo de la prostitución porque lo vi como la única salida», desvela María. No encontraba ningún otro trabajo. No tenía estudios. A sus 43 años se está sacando el título de Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en una Escuela de Mayores. Con la esperanza de que sea suficiente para poder cambiar de vida.
Empezó a ejercer en prostíbulos. Quería asegurarse de que le llegaría la clientela. María pensaba que el rodearse de otras compañeras durante el arriesgado ejercicio de su profesión le brindaría seguridad. Pero nada más lejos de la realidad. En cuanto entró por la puerta de una de las casas de putas perfectamente ocultas en el centro de Valencia comenzaron las vejaciones.
«La proxeneta, que actuaba también como madame, nos humillaba», dice la mujer. Refiere a que su 'jefa' «se encargaba de bajarnos la autoestima para que creyéramos que no valíamos nada y aceptáramos cobrar una miseria por nuestro trabajo». No es oro todo lo que reluce. A pesar de que por redes sociales cada vez sea más común que haya 'influencers' que romanticen la prostitución, la realidad es que el proxeneta se queda el 50% del pago del cliente. Sin entrar en cantidades, el dinero que llega a las manos de las prostitutas es equivalente al precio de un menú diario en un bar humilde. «Me parece que es una cantidad humillante. Al fin y al cabo estás vendiendo tu cuerpo y no es nada agradable. Para mí es durísimo meterme en la cama con un hombre por dinero», revela.
Su autoestima se le quedó completamente hundida. «Me decían que tenía los pies como barcas, que era fea, que era vieja», asegura. Así que comenzó a ejercer en su casa, pero los problemas no desaparecieron. Se enteró por un cliente que habían subido fotografías suyas a páginas de prostitución en las que ella no se había ofertado. «Ponían datos de lo que hago en la intimidad. También mi número de teléfono y mi dirección». Pero no fue eso lo que más le dolió.
En aquellas páginas también hacían referencia a que posee genitales masculinos, una mentira que a María le ha hecho mucho daño. Se sometió a la operación de reasignación de género cuando tenía 18 años. Más de dos décadas después, no le dejan vivir tranquila como mujer a pesar de haber completado la transición. A raíz de este mal trago se ha tatuado su nombre en el antebrazo y también en el pecho, donde se puede leer «Queen María» (reina María) junto al dibujo de una corona. «Lo hice para reafirmarme», confiesa.
Su vida se ha convertido en un auténtico infierno. «Recibo muchas llamadas insultándome. Tratándome como si fuera un hombre y amenazándome de que iban a venir a mi casa a pegarme una paliza», cuenta aterrada. María está cansada de poner denuncias en la comisaría de policía sobre el trato transfóbico y vejatorio de proxenetas y clientes. Todavía, ninguna de ellas ha prosperado. Ahora es la abogada Pilar Marí la encargada de luchar por su dignidad. Según comenta, las amenazas comenzaron cuando dejó de trabajar en prostíbulos por la presión que recibía y empezó a ejercer de manera independiente. Lleva más de un año recibiendo insultos. «También conciertan citas conmigo y me dicen que están subiendo pero luego no viene nadie. Todo para hacerme perder el tiempo», lamenta María.
Día sí y día también hace frente a comentarios que niegan su identidad. A hombres que le llaman desde distintos teléfonos vociferándole insultos que se le han quedado grabados en el alma. «He pensado muchas veces en quitarme la vida». Desde que cayó en el pozo de la prostitución necesita asistencia psicológica. Necesita tomar ansiolíticos para soportarlo.
Mientras relata la pesadilla en la que vive, hace una pausa y se lleva una mano al pecho. «Por fin siento que le importo a alguien», confiesa con alivio. El mundo de la prostitución también trae consigo la soledad. Ella está sola. Su única compañía son sus tres perros. Dos de ellos los lleva tatuados en los brazos. Falta la tercera a la que adoptó hace un mes. «La encontraron tirada en la basura y me dio mucha pena. Me sentí identificada con ella». Y cuando pronuncia esta frase suspira como si se acabara de quitar de encima un peso insoportable.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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