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COSAS QUE ME GUSTAN

DE RUZAFA A LA CORTE DE ILDEFONSO CERDÁ

JUAN LAGARDERA

Sábado, 3 de septiembre 2011, 02:27

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Hace apenas unos días se han cumplido 135 años del fallecimiento de Ildefonso Cerdá, un gigante. Un adelantado de su tiempo al que la ciudad a la que dedicó su vida y sus desvelos, Barcelona, debe su aspecto más característico: el Ensanche. Aquel ejemplo de ampliación urbana de Barcelona fue seguido por otras muchas ciudades en este país, muchas valencianas, la propia capital Valencia, así como Alcoi, Alicante o Castellón.

Aunque en el desarrollo del urbanismo planificado en cuadrículas hay curiosos antecedentes -como el de Villarreal, fundada en plena reconquista medieval bajo un modelo ortogonal realmente avanzado-, la historia, finalmente, se ha rendido al talento de Cerdá, que no fue profeta ni en su tierra ni en su época. Se le llegó a tildar, incluso, de anticatalán, y su plan del Ensanche barcelonés, finalmente admirado en todo el mundo, fue rechazado por el propio ayuntamiento y tuvo que ser impuesto por la administración central desde Madrid.

El pobre Cerdá murió arruinado porque ni el citado ayuntamiento condal ni el ministerio de obras públicas le pagaron lo mucho que le debían -¿les suena?-. Murió en un balneario santanderino, en agosto de 1876, lejos de sus sueños racionales y federalistas, poco menos que repudiado. No resisto citar lo que se publica en Wikipedia sobre una necrológica aparecida en un diario cántabro tras el fallecimiento del entonces no tan ilustre ingeniero de caminos que revolucionó el urbanismo moderno: «El señor Cerdá -decía la nota- era liberal y tenía talento, dos circunstancias que en España perjudican y suelen crear muchos enemigos...».

Me he acordado estos días de don Ildefonso precisamente porque Vicente Guallart, un convecino de mi barrio en Valencia, Ruzafa -de vieja trama irregular, pero absorbido por la retícula del Ensanche-, acaba de ser nombrado arquitecto-jefe de la propia ciudad de Barcelona. Todo un éxito profesional innegable.

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Desde los 20 años, en época estudiantil, Vicente Guallart venía a verme al periódico para comentar problemas de la ciudad, por ejemplo del proyecto del viejo cauce que había presentado Ricardo Bofill. De espíritu inquieto, promovía debates entre los estudiantes de la ETSAV, emitía comunicados críticos y, como sabía inglés, fue la primera persona que vi no sólo informatizarse sino traerse también programas innovadores desde California, desde Apple en Cupertino, a la que siempre ha sido fiel incluso ahora que se retira su genio Steve Jobs, nuestro Aristóteles del siglo XXI.

Tan inquieto era Guallart que se fue a Barcelona poco después de acabar la carrera, y allí consiguió trabajar para uno de los mejores arquitectos del momento, José Luis Mateo, editor también de la más prestigiosa revista de entonces, Quaderns, de la que aprendió la necesidad de dotarse de recursos teóricos sólidos.

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Corrían los primeros 90 y Barcelona vivía su efervescencia olímpica. Desde Valencia se veía con envidia el renacer catalán sufragado con fondos públicos, y nos inventábamos la primera en la frente para no perder el tren: la Ciudad de las Ciencias -luego de las Artes mismamente-, ideada y embastada por las cabezas, creo recordar, de Joan Lerma, Antonio Ten y Alejandro Escribano.

Lo que también recuerdo fue una cena divertidísima con Guallart y Mateo, junto al prestigioso artista Miquel Navarro, en la que surgió la idea de que ambos se presentasen en equipo al concurso convocado por la Generalitat para diseñar la torre de telecomunicaciones que se planificó en la mencionada Ciudad de las Ciencias. No pudo ser la entente entre escultor y arquitecto a pesar de las sensibilidades comunes. En cualquier caso hubiera dado igual porque ya estaba todo preparado para el retorno multiestelar a Valencia de Santiago Calatrava.

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El periplo barcelonés de Guallart continuó con aventuras teóricas avanzadas como su participación en el proyecto Metópolis, gracias al cual fue requerido por el MoMA de Nueva York. Desde allí saltó al IVAM -donde concibió una espectacular exposición muy plástica-, a un divertido proyecto en la montaña del castillo de Dénia, a varios puertos comerciales en Taiwán y, especialmente, a un osado plan para levantar el primer barrio sostenible en la huerta valenciana: Sociópolis, para el que consiguió reclutar a algunos de los más afamados arquitectos del mundo, entre otros los holandeses de MVRDV, el japonés Toyo Ito o los españoles Ábalos&Herreros. No sabemos en qué acabará finalmente el barrio ideado por Guallart entre San Marcelino y La Torre, porque los planes utópicos de la arquitectura suelen acabar arrumbados por la palmaria realidad -casi todos-, pero quedará al menos como una plausible reflexión para la conciliación entre espacio urbano y huerta.

Pues bien, el nombramiento de un valenciano afincado hace más de dos décadas en Barcelona, miembro desde hace años del equipo asesor del nuevo alcalde Xavier Trías, convergente y cirujano infantil, apenas ha sido destacado por los medios de comunicación y, en cambio, fue recibido con desconsideraciones ridículas por parte de Jordi Hereu, el exalcalde y líder actual de la oposición, quien recordó el origen de Guallart para echarle en cara el pésimo urbanismo del territorio valenciano.

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Las palabras de Hereu rezumaban populismo del más banal, poco antes de los disturbios veraniegos de Lloret de Mar, una de las muchas ciudades catalanas con urbanismo "a la valenciana" si seguimos la lógica de Hereu. Me afloró entonces el orgullo de vivir en una ciudad como Valencia, que además de un centro histórico de calidad y potencia comparable al de Barcelona, cuenta con un crédito patrimonial muy superior si anotamos el periodo barroco. Cierto que nuestro Ensanche es más pequeño. El de Barcelona es mayúsculo, la mejor obra urbana a caballo de finales del XIX e inicios del XX, cuando fue una ciudad prodigiosa, que lo fue. Pero el nuestro le imita, con buen resultado, noble, respetuoso. Muchos de nuestros arquitectos de entonces, valencianos, estudiaron en Barcelona, con Domènech Montaner, con Puig y Cadafalch, mientras otros profesionales, catalanes bien recibidos en Valencia, construían obras maestras aquí como el Mercado Central (Francisco Guardia junto a Soler March). Por lo que conozco a Guallart, es deudor de aquella tradición, de conocimiento y tolerancia.

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