
J. GÓMEZ PEÑA
Domingo, 14 de julio 2013, 03:05
«Desde hace dos días, sólo se habla de él. Hace mucho calor. Me dirijo hacia el infierno y siento como un vacío en el estómago. Ni una palabra. Nada resulta más impresionante que un pelotón silencioso... Al este, apenas se percibe la cima. Tras la niebla, a lo lejos, el Ventoux». Así describió Jean Bobet, hermano de Louison, los momentos previos a la ascensión el Coloso de Provenza en 1955. Aún faltaban unos kilómetros para que allí enloqueciera Kubler y faltaban unos años para que allí muriera Tom Simpson; se desvaneciera Mallejac; se desmayara Merckx y, ya en 2009, Juanjo Garate, el último ganador, creyera en brujas, en la magia y la maldición de un lugar distinto.
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El Ventoux no es el puerto más duro de Francia. Es más: es el peor. Una montaña solitaria. «Un caldero de bruja», definió el cronista Antoine Blondin. Una gigantesta calavera que atemoriza desde 1951 a los grandes campeones ciclistas. Hoy vuelven. Silencio en el pelotón.
«Quien sube al Ventoux no está loco. Sí lo está quien repite», dice un proverbio provenzal. Algo saben aquí de esta montaña misteriosa. Nadie ha pasado dos veces el primero. El Ventoux es un enigma. Quizá por eso el primero en subirlo fue un poeta, un romano, Petrarca. En 1336. Quizá por eso el primer ciclista del Tour que coronó la cima fue un griego, Lucien Lazarides (1951). Roma y Grecia. Clásico. Lazarides nació en Atenas y creció en Provenza, siempre con el Ventoux de vigía. Él lo inauguró para el Tour. Lo enseñó: el bosque oscuro, siempre rondando el 10% de desnivel. El agobio. Pedalear encerrado.
Luego, tras el Chalet Reynard, la luna. La deforestación, las piedras blancas, el terror blanco. Y el viento, el mistral, el dueño del Ventoux. El aliento de Siberia que, mágico, alimenta arriba plantas sólo vistas en los polos. Aquel primer año del Ventoux en el Tour vio las lágrimas de Coppi, que lloraba a su hermano muerto en accidente. Era solo el principio.
En 1955, Louison Bobet temblaba. De fiebre. Tenía una herida infectada. Temía al Ventoux, a enterrarlo todo allí. Ferdi Kubler, el toro suizo, le atacó ya en Carpentras. Sin medida. A chepazos. Un gregario de Bobet, Geminiani, se fue con él. Le advirtió: «Cuidado, Ferdi, que el Ventoux no es un puerto como los demás». Kubler nunca daba un paso atrás: «Tampoco Kubler es un corredor como los demás».
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El monte escuchó el desafío. Y mediada la cuesta comenzó la maldición. El suizo, vacío ya, empezó a zigzaguear, ojos en blanco. Babeando. Como hipnotizado cruzó la cima. Ciego, inició el descenso. Tuvo que parar. Hablaba sin sentido. Le dieron cerveza. Le subieron a la bici y arrancó en sentido contrario, otra vez hacia el Ventoux, como atraído por ese imán, como poseído. Un espectador le frenó, le advirtió. «Déjame, Ferdi se ha vuelto loco, Ferdi va a estallar», le apartó el ciclista. Esa misma tarde, ya en el hotel, Kubler anunció su retirada del ciclismo. Cuentan que pasó la noche delirando: «Ferdi viejo, muy viejo... Ferdi tiene daño... Ferdi se mató en el Ventoux».
El monta daña a sus víctimas y también a sus vencedores. Aquella etapa la ganó Louison Bobet, vencedor final del Tour. Pero herido por el Ventoux. Su hermano Jean le encontró acurrucado en la cama. Temblando. Ni se había quitado las zapatillas. «No se podía mover». Fuera, en la puerta del hotel, los aficionados coreaban: «Bobet, Bobet». Otro de los integrantes del equipo de Francia, Jean Mallejac, estaba en una cama de hospital con síntomas de delirium tremens. Lo sacaron del Ventoux en ambulancia. El médico del Tour, el doctor Dumas, se asustó. ¿Qué pasaba allí? La respuesta se la dio Tom Simpson en 1967. El Ventoux mata, asfixia con su calor, destruye con su viento e intoxica con las anfetaminas que tragan los corredores.
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Fue un día 13. Julio de 1967. Muerte en el Ventoux. «Vuelve a subirme en la bici», se titula una de las numerosas biografías escritas en Gran Bretaña sobre Simpson. Eso dijo antes de morir. Necesitaba brillar en aquel Tour, tenía que ganar dinero para pagar las propiedades que había comprado en Córcega. Tenía deudas. Trató de saldarlas con anfetaminas. Rompiendo sus límites. Pastillas verdes sobre la mesilla de noche. Se derrumbó por dentro camino de la cima. Uno de su gregarios, que había asaltado un bar antes del Ventoux, le dio un refresco. Simpson quería más. Estaba seco, deformado. «¿Qué más tienes?». El 'doméstico' también se había llevado una botella de coñac Remy Martin. Daba igual. Simpson sació su sed. Y siguió. Al Ventoux. A la mitad, la cuesta ya le estaba matando. El público aplaudía a un fantasma. El aire quemaba. Un grito desde el coche le despertó antes de precipitarse por un barranco. Cayó al suelo. «Vuelve a subirme». Le obedecieron, continuó un rato. Pedaleaba muerto. Al fin, sus auxiliares le detuvieron. Le recostaron sobre el asfalto, aún con los pies en los pedales. Autómata. Le hicieron el boca a boca. Al rato llegó un helicóptero. Lo subieron en una camilla, de la que colgaban sus brazos. Muertos.
El milagro de Manuel
A cuatro kilómetros de la cima queda una estela en su memoria. Siempre hay alguna gorra, algún botellín, alguna foto. Es un lugar de peregrinaje para los aficionados británicos. Por allí subió el último ganador en el Ventoux, Juanma Garate, en 2009. Su palmarés no es como el de sus predecesores. Pero su historia es igual de extraordinaria. La noche anterior soñó con su victoria. Al lograrla pensó que ese sueño había sido una casualidad. Días después de su triunfo recibió un 'email' de su equipo, el Rabobank. Les había escrito un matrimonio holandés. Querían conocer al corredor guipuzcoano para contarle su historia. El milagro.
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El increíble mundo del Ventoux: la pareja esperaba la llegada de su primer hijo. Y como no tenían claro qué nombre ponerle lo dejaron en manos del azar. Tenía que ser como un ciclista, su deporte preferido. Así que decidieron bautizarle como al ganador del Mont Ventoux. Fuese quien fuese. Pero el bebé no esperó. Se adelantó y nació una semana antes, sin que el Tour hubiera pasado aún por la cima. Eso les rompió los planes. Y le llamaron Manuel, un nombre poco habitual en su país. Días después, sentados en el sofá, asistieron al milagro. Juan Manuel Garate iba en la escapada. El matrimonio no daba crédito ¿Y si gana? Ganó. El ciclista guipuzcoano supo luego esa historia. Habló con ellos. «Empezaron a gritar ¡Milagro! ¡Milagro!». En el Ventoux cabe todo.
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