Aemet anuncia lluvias en Valencia desde este domingo, que podrán ser localmente fuertes o persistentes el martes
Soldados y civiles celebran el triunfo de la evolución en las calles de Lisboa./ EDUARDO GAGEIRO/REUTERS
Gente

Los claveles que pudieron marchitarse

PPLL

Viernes, 25 de abril 2014, 03:28

Acababa de irrumpir la primavera en Lisboa: los claveles habían florecido en las macetas, la gente se había desprovisto de los abrigos después de un largo invierno, y los niños jugaban por fin al aire libre en el parque Eduardo VII. Entre la algarabía de los pequeños, la música de una troupe de caboverdianos, el vocerío de los vendedores ambulantes y el colorido de las cometas, pasaba inadvertida la figura erguida de un hombre de estatura media, joven aún para su pelo blanco, que caminaba de un lado para otro, mirando de soslayo a su alrededor, con un ejemplar del periódico 'Epoca' ostensiblemente en la mano. Quizás era el único ejemplar del órgano oficioso y sin lectores del régimen salazarista (el mismo que un tiempo atrás imprimía ediciones falsas para hacer creer al exdictador en su postración semiconsciente que seguía detentando el poder) que se había vendido en los quioscos aquel 24 de abril de 1974, y probablemente el primero que en su vida lo había comprado quien con tanta normalidad lo exhibía en público: el recién ascendido a mayor (equivalente a comandante) del Ejército y hasta hacía poco destinado en Guinea Bisau, Otelo Saraiva de Carvalho.

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En varios momentos de aquella tarde, predestinada a ser víspera de una jornada histórica para Portugal, Saraiva de Carvalho se encontró por aparente casualidad con conocidos a quienes simuló llevar tiempo sin ver. Durante el abrazo que se intercambiaban a modo de saludo, el mayor Otelo aprovechó para entregarles uno de los papeles que llevaba entre las páginas del diario. En él pormenorizaba de su puño y letra las últimas instrucciones operativas a los conjurados para derribar aquella misma noche al régimen que encabezaba Marcelo Caetano. Por cierto que en medio de aquellos contactos furtivos con los compañeros de conspiración, Otelo se acordó que, intentando tranquilizar a su mujer que lloraba desconsoladamente ante el miedo a no volver a verle, había olvidado la pistola en casa y tendría que correr a buscarla porque en las siguientes horas podía serle muy necesaria.

Algunas de las notas que llevaba ocultas en el periódico estaban dirigidas a los golpistas que se hallaban en puestos de mando de tropa cerca de la frontera española. Una de las preocupaciones del grupo que había preparado la rebelión desde hacía meses era que España activase el Pacto Ibérico y enviase fuerzas a defender al régimen hermano de Portugal. No sabían, ni remotamente podían imaginarse, que a diferencia de lo que ocurría con su Gobierno, la dictadura española se hallaba al tanto de lo que Saraiva de Carvalho y sus compañeros estaban tramando.

Unos días antes Nicolás Franco Y Pascual de Pobil, hijo de Nicolás Franco, el eterno embajador de España en Portugal, conocido en Madrid como 'el sobrino heterodoxo del Caudillo', recibió una llamada de un viejo y aristocrático amigo portugués que le dejó intrigado, tanto que apenas sin dudarlo cambió sus planes y corrió al aeropuerto a coger un avión a Lisboa. «Sé que es un atraco lo que te pido pero quisiera que vinieras a cenar esta noche a mi casa, en Sintra; no te puedo anticipar nada por teléfono, pero es importante», le había dicho.

El amigo, con quien había compartido colegio, le esperaba en el aeropuerto de Lisboa. Le recogió y en el viaje en coche hasta Sintra le contó que acababa de regresar de Bisau donde había estado trabajando. «Te he hecho venir, y te agradezco que lo hayas hecho, porque esta noche tengo un invitado muy importante a cenar que quiero que conozcas». «Hombre, no seas tan misterioso», le respondió Nicolás, «de todos modos vengo preparado: traigo corbata y no voy a pasar por el hotel a quitármela». «No, no, Nicolás. Te quedarás a dormir en casa. Hay habitación para invitados».

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La cita era en un elegante palacete en el centro de la ciudad que durante siglos fue lugar de descanso de los reyes de Portugal. «Tienes razón, no seré tan misterioso -se sinceró el amigo sonriendo-: se trata del general Antonio de Spínola. ¿Te suena». «¿El del libro? ¡Claro!, respondió Nicolás Franco. «Se ha hablado mucho de él últimamente». «El mismo -dijo el amigo-. 'Portugal y el futuro' es el título. Menudo revuelo ha creado. Es un personaje muy interesante. Le conocí y traté mucho en Guinea donde fue gobernador. Me alegro que conozcas los antecedentes».

El monóculo de Spínola

La casa era amplia y estaba decorada con el refinamiento tradicional de la alta sociedad portuguesa. La mesa lucía manteles de lino, cubiertos artesanos de plata y flores recién cortadas en el jardín familiar. El general llegó en un automóvil de las Fuerzas Armadas acompañado por dos ayudantes. Nicolás Franco observó la normalidad con que mantenía el monóculo que daba originalidad a su aspecto anacrónico. La cena fue excelente y la conversación anodina. Nadie hablaba sin que el invitado tomase la iniciativa y Spínola se mostraba parco en palabras y cauteloso en sus expresiones. A los postres, el anfitrión cogió a Nicolás Franco del brazo y lo arrastró discretamente a contemplar unos cuadros en una salita contigua. Spínola se unió enseguida, se sentaron y el amigo, después de servirles un Oporto, se retiró discretamente. El general preguntó a Nicolás por la salud de su tío y por la situación en España. Luego le dijo: «Lo que voy a contarle requiere la mayor discreción. Quiero que haga saber a quién crea oportuno que este Gobierno tiene las horas contadas. En los próximos días habrá un golpe de Estado y el poder cambiará de manos. Pero ustedes pueden estar tranquilos. Transmita que los acuerdos, la amistad y las buenas relaciones con España serán respetados».

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Fue una conversación breve. Spínola alegó tener que madrugar, se despidió versallescamente de todos los comensales. Nicolás Franco, no consiguió dormir en toda la noche y madrugó para coger el primer avión a Madrid. En Barajas tomó un taxi y le ordenó que le llevase al palacio de El Pardo. Encontró a su tío desmejorado. Franco le escuchó sin pestañear. Apenas hizo un par de preguntas pero sin añadir comentario alguno ni agradecer a su sobrino la valiosa información.

Pasado el tiempo, ya con el golpe de Estado en Portugal consumado, el sobrino se enteró de que al término del Consejo de Ministros del día siguiente, el Caudillo, advirtió: «Hay que estar muy atentos a lo que pase en Portugal. Van a producirse movimientos militares contra el Gobierno y no deben cogernos desprevenidos». Dirigiéndose al ministro del Ejército, añadió: «Alerten a los cuarteles en la frontera». Los ministros se miraron extrañados. Nadie, ni los servicios militares de información, ni la Embajada, ni siquiera el servicio de inteligencia del SECED parecían estar al tanto. Algunos pensaron que aquella advertencia era fruto de los desvaríos propios de la edad del Jefe del Estado, que tenía 81 años y moriría al año siguiente.

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Cuando, en la mañana del 25 de abril, llegaron las primeras noticias sobre el golpe en Portugal, y Arias Navarro les informó, un ministro exclamó: «¡Entonces Franco tenía razón!». Y el presidente del Gobierno le respondió: «Sí. Es admirable. Efectivamente es un hombre providencial». Ignoraba que la Providencia no había tenido nada que ver.

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