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El paso del peregrino

El paso del peregrino

Carlos Osoro es para muchos el Francisco español, un pastor que promueve la concordia sin renunciar a la autoridad moral

MARÍA JOSÉ POU

Jueves, 28 de agosto 2014, 12:51

Algunos le llaman el Francisco español. Dicen que se parece físicamente al Papa, que tiene su misma condición de pastor «con olor a oveja» y que le sigue en su intento por promover el encuentro ante la discrepancia o la desunión. Ciertamente es un obispo sin la vocación política de sus antecesores tanto en Valencia, desde hace cinco años, como ahora en Madrid. Eso no le ha impedido, sin embargo, levantar la voz contra el aborto o en defensa de la educación sin amilanarse, o reunirse con los líderes de la izquierda valenciana con la misma apertura que con sus oponentes, eso sí, sin levantarse nunca del sillón episcopal, es decir, sin dejar de ser la autoridad moral que le corresponde y no cualquier otra. Es, pues, un obispo consciente de la realidad que le envuelve y de las implicaciones de la actividad política pero, al mismo tiempo, sabedor de que su papel es orientar al feligrés en su camino. Eso significa acompañarle también en su desarrollo como ciudadano e iluminar a toda la sociedad en su peregrinar por este mundo.

Esa capacidad para tocar tierra le ha llevado, en ocasiones, a ser contundente ante la sospecha de comportamientos inadecuados en algún sacerdote e incluso ofrecer los datos a la prensa sin disimular ni poner paños calientes a la noticia. Tiene, pues, muy claras sus líneas rojas en relación al clero de la diócesis y sabe que la Iglesia se la juega también en la opinión pública. Sin embargo, no actúa pendiente de ella. La vigila de reojo pero no le obsesiona. Sabe lo que gusta en ella y le tranquiliza gustarse en ella, pero dice también lo que le incomoda cuando se trata de defender los principios básicos de la Doctrina.

En su forma de gobierno difiere ligeramente de Francisco. En él no se encuentra el reiterativo tono de flagelación que se le escucha al Papa constantemente hacia el interior de la Iglesia como un padre gruñón ante unos hijos acostumbrados al desgobierno. Bien es cierto que Francisco pastorea un rebaño infinitamente mayor que el de un arzobispo, aunque sea el titular de una gran diócesis. Osoro no abronca públicamente a los suyos pero si ha de apartar a uno porque así lo ve necesario no le tiembla el pulso, aunque haya esperado al tiempo de descuento. Así pueden interpretarse algunos cambios en la curia diocesana.

La diferencia entre ambos estriba, quizás, en una cuestión de carácter. Francisco se comunica con la palabra; Osoro, con los gestos. Ambos son afectivos, como se espera de un párroco próximo a sus fieles, pero el Papa regala titulares de prensa cada vez que habla y Osoro, sonrisas a quien se le acerca.

Ninguno de los dos dedica tiempo a llenar las estanterías de las facultades de Teología con grandes homilías, discursos o cartas pastorales como han hecho los antecesores, Benedicto XVI y Rouco Varela, pero su promoción deja claro que la Iglesia y el mundo están necesitados de pastores más que de teólogos. Necesitan palabras de alivio, no tratados en pergamino. Si eso es lo que se llama la primavera de Francisco, Carlos Osoro responde al perfil. Es un hombre de acción, no de pensamiento. No será fácil, pues, hallar acomodo en una diócesis dibujada a imagen y semejanza de un teólogo como Rouco, pero tampoco parecía fácil su llegada a una Valencia en plena resaca de los fastos vividos, incluida la visita del Papa, y Osoro ha ido recalando sin provocar un tsunami pero sin mantener exactamente las mismas claves.

Desde el principio marcó públicamente ciertas distancias con el poder político. Una distancia institucional, desde luego sin frialdad y de la máxima correción, pero también sin mimos, algo que suponía romper la proximidad paterno-filial entre García-Gascó y el president de la Generalitat Francisco Camps. De hecho, ha tenido gestos y deferencias hacia la lengua valenciana en la liturgia, a pesar de la carga extraeclesial que ese tema llevaba consigo y que podía haberle dado más de un disgusto. Parecía que pisaba charcos pero no se vio levantar ni un pequeño oleaje al respecto. En su haber hay que reconocerle una capacidad natural para evitar los conflictos y sacar, así, a la Iglesia del foco de la atención pública excepto en lo relacionado con su propia tarea. Tal vez demasiado, en opinión de sus críticos, pero el año y medio de pontificado de Francisco evidencia que no va desencaminado. La urgencia no es enfrentarse al mundo sino acogerlo.

Así puede entenderse su apertura a personas o grupos antes apartados del Palacio Arzobispal, como Rafael Sanus, nada más aterrizar en Valencia. Pero esos gestos no deben confundirnos. Es muy tentador, como ocurre con Francisco, atribuirle un progresismo inexistente y falaz. También Osoro ha acogido con afecto a miembros del Opus Dei, kikos o Legionarios de Cristo, como no podía ser de otro modo. Y como también hace el Papa. La diferencia con otros está en la naturalidad con la que acepta que la Iglesia y el mundo son plurales.

Esa comprensión no neutraliza la necesidad de cambio. Osoro reestructuró la diócesis y creó dos nuevas vicarías, la de Acción Social y la de Evangelización. Ambas resumen sus preocupaciones y lo retratan: la atención y proximidad al necesitado, por una parte, y la evangelización, por otra. El empeño por llevar el Evangelio a cualquier rincón ha sido una constante en su paso por Valencia. Presidió un Congreso sobre el tema en la Catedral; animaba a los jóvenes a salir a la calle desde las vigilias en la Virgen y lo incluyó como una tarea esencial en la vida de las parroquias. En ellas se ha hecho una revisión profunda que culminará, el curso próximo, con un ejercicio de evangelización, aunque sea otro arzobispo quien lo dirija.

Su propio perfil se dibuja con esos dos elementos, no en vano el Papa lo caracterizó así cuando se encontraron en la visita ad limina. El peregrino, lo llamó Francisco porque, según dijo, había leído en las publicaciones diocesanas que iba de parroquia en parroquia visitando a todos sus feligreses y llevándoles el afecto del arzobispo. Ese peregrino se va ahora un poco más lejos. Parece lógico. Es lo propio del pastor que no queda quieto sino que va allá donde necesita su rebaño.

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