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Miguel Ángel Gómez, en su 'tienda' bajo la lluvia en la selva del Calderón. :: lp
«He comido mono asado muy rico»

«He comido mono asado muy rico»

El abogado alcireño Miguel Ángel Gómez prepara su tercer libro sobre el Amazonas

VICENTE LLADRÓ

Jueves, 31 de marzo 2016, 21:41

«En la selva amazónica le toca comer de todo lo que se puede pillar a mano: caimán, mono, serpiente, iguana, peces raros ... , (yo, que siempre he detestado el pescado». ¿Y de todo ello qué sabe mejor o es más soportable? Miguel Ángel Gómez Orts reconoce que «cualquier cosa vale para alimentarse cuando no cabe elegir, pero no es cuestión de qué carne es mejor que otra, lo importante es cómo se ha cocinado; yo he comido mono asqueroso, casi crudo, y también riquísimo, asado lentamente a la brasa».

Miguel Ángel (Alzira, 1974) es un abogado afincado en Sagunto que al menos una vez por año (en ocasiones dos) se convierte en aventurero extremo, coge la mochila con poca ropa, apenas mil euros y el teléfono hasta donde llegue la carga de la pila y se sumerge en algún lugar distante, exótico y con habitantes muy pobres, que viven con lo mínimo. Luego escribe sus peripecias. Ha publicado dos libros y acaba de preparar su tercero -a la espera de encontrar editor- sobre el último viaje que realizó, en septiembre del año pasado, al Amazonas, en concreto a una vasta zona entre los afluentes Zacaya y Calderón.

Éste ha sido su viaje número 25 por rutas en el extremo más opuesto a lo que consideramos turismo. De ellos, 11 han tenido como destino tierras amazónicas, sus preferidas, pero también se ha 'perdido' por Sudán, Uganda, Ruanda, Burundi, Etiopía, Irán, Camboya, La India, El Sahara, Senegal o Tanzania. Como se ve prefiere territorios cálidos, y encima va en verano, la razón es que no le asustan ni las temperaturas de 50 grados que ha llegado a sufrir y que el calor siempre permite «ir ligero de equipaje, llevar poco peso encima».

De tanto ir por la cuenca amazónica, a caballo de Perú, Colombia y Brasil, ha acabado por hacer amistad con los habitantes de una pequeña aldea de la tribu Ticuna, apenas seis humildes cabañas de cañas y hojas de palma -«llenas de goteras cuando diluvia»-y más en concreto de la familia de Dúber, a quien contrata de guía y acompañante.

Difícil de llegar

Para llegar hasta allí hace falta seguir un auténtico periplo: «En avión hasta Bogotá, otro vuelo hasta Letizia, a pie hasta Tabatinga ( ciudad brasileña en la triple frontera con Colombia y Perú), un día en barca río abajo por el Solimoes hasta llegar a Belem, otra jornada en canoa más pequeña para remontar el Calderón «y ya llego al poblado de Nueva Esperanza, a casa de Dúber». O sea, fácil del todo, como quien dice ahí al volver la esquina.

Se acostumbró a tratar con estos nativos a raíz de recalar por casualidad en la aldea y que le ofrecieran comida y descanso. Pocos días después, «como apenas hablábamos nada, por¬que no nos entendíamos entonces, para no irme sólo por la selva preferí seguirles en sus evoluciones para cazar y pescar. Así que sigo yendo y hacemos largos recorridos de exploración en canoas».

Por si el hambre aprieta suele llevar «algunas galletas, y siempre algo de arroz y una caldereta; así, con cualquier cosa que pillemos, guisamos algo alimenticio». Para beber, «agua del río, es buenísima; el color o la turbidez no me dan asco, porque como soy daltónico no le pillo ese punto. Tampoco he sufrido nunca una diarrea por beber agua del Calderón o el Amazonas. la única vez que vacié de verdad el tracto intestinal fue cuando me dieron un zumo de Lulú, una fruta sabrosa y desde luego muy depurativa».

En las tres semanas que duró su última peripecia amazónica «dormí alguna noche en la choza de Dúber y las demás en una hamaca que improvisa esta gente con suma facilidad: clavan dos estacas en el suelo, entre ellas sujetan en alto la lona para colocarte y, encima, sobre otro cordel, la tela mosquitera y un plástico para protegerte de la lluvia. Así he pasado muchas noches, diluviándome con el plástico sobre la cara, pero en alto, esto es importante para protegerte de los animales, sobre todo de las serpientes».

Para andar algo más seguro por la selva «llevo unas botas altas de plástico que me pueden librar del súbito ataque de un reptil, pero se meten dentro las hormigas, que son insufribles; las rojas pican, pero las negras aún son peores, porque muerden». Las hormigas y los mosquitos son de lo peor, «hay nubes de mosquitos por todas partes, me paso el día rascándome, hasta hacerme sangre». Bañarse, prohibido, «porque no sabes si hay un caimán, pero me ducho en la orilla con una cazoleta y jabón; dentro del río, sólo remando en la canoa».

¿Vale la pena acudir a estos padecimientos». El abogado-aventurero lo tiene muy claro: «Viajando de esta forma ves que la vida es más fácil de lo que nos parece en nuestra sociedad opulenta; aquí nos lo complicamos todo mucho, cuando lo evidente es que todo se puede resolver. Al final descubres que casi nunca pasa nada, hasta que ocurre, y aún así lo solucionas, o es que resulta inevitable. Y cuando convives con gente que tiene lo mínimo descubres una rara paz en tu insignificancia».

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